8 minute read
El frustrado proceso electoral de 1936 y la prórroga del gobierno de Benavides
partir de ello se instauró una nueva fase de la clandestinidad para el partido: la etapa de las “catacumbas”. Sobre el mencionado y execrable asesinato político mucho se dijo entonces, pero poco se hizo de manera rauda y efectiva. En cambio, innumerables fueron las conjeturas e incontables las elucubraciones que se levantaron en torno al hecho final; sospechas y recelos de los que no escapó el propio mandatario. En efecto, para juzgar al homicida se designó una corte marcial lo que contravenía a la ley; pero, justo es decirlo, Benavides no presionó, a los jueces para imponer la pena de muerte, motivo ostensible para que el delincuente no sea juzgado por un tribunal civil, como correspondía, pues en el código común no existía ese castigo. El autor del atentado fue sentenciado a la pena de internamiento con un mínimo de 25 años. Esta actitud de Benavides (¿pacto o condescendencia con el APRA?) lo malquistó con un poderoso sector de la ciudadanía. El teniente Cesar Pando Egúsquiza, que después llegó a ser general de brigada, formó parte de la mencionada Corte Marcial y fue quién salvó la vida al acusado, pues la sentencia de muerte debía ser dada por unanimidad. Cuenta el mismo Pando que, no obstante los múltiples sueltos anónimos que recibió, amenazándolo en caso que diera un voto contrario al fusilamiento, jamás fue presionado por el presidente Benavides en ningún sentido.
[ iV ]
Advertisement
EL frusTrAdo ProCEso ELECTorAL dE 1936 y LA PrÓrrogA dEL goBiErNo dE BENAVidEs.-
Infortunadamente, la violencia política no se alejó del escenario nacional. La administración de Benavides en los meses siguientes tuvo que recurrir muchas veces a la represión para intentar reducir la virulencia e iniciar el tan anhelado consenso entre las diferentes fuerzas políticas, objetivo que consiguió a medias. Para ello, contaba con un instrumento “legal”: La Ley de Emergencia Nacional, heredada de Sánchez Cerro y confeccionada a base de leyes similares a las vigentes en países totalitarios. De este modo (y más tarde también) la coacción se agudizó. A fin de perfeccionar los métodos represivos –señala Villanueva–, Benavides contrató una misión de policía Italiana, fascista. Se creó el Batallón de Asalto, unidad motorizada, especializada en la disolución de manifestaciones populares, en la custodia de personajes políticos e implementada con esas específicas intenciones. Por otro lado el tenaz gobernante contrató al general Alemán Guillermo von Faupel y a un nutrido plantel del Ejército de Hitler para instruir al Ejército peruano. Sustituía así a las antiguas misiones francesas que, desde el siglo XIX, con Piérola se habían encargado de dicha tarea. Al general Faupel se le llegó a nombrar inspector general del Ejército con mando efectivo sobre las tropas (hecho que provocó cierto
Durante la segunda
administración de Benavides (19331939), en el Perú, como en otros países de la región, el culto a Benito Mussolini y a sus ideas fascistas se propagó de manera asombrosa a diversos sectores de la colectividad. La fotografía muestra una reunión fascista de esos días en el Circolo Sportivo Italiano, con una gigantesca imagen del líder italiano .
No obstante la desaparición de su fundador y líder, Luis M. Sánchez Cerro, la Unión Revolucionaria continuó activa en el escenario
político nacional, participando en varios comicios con candidatos propios o apoyando a otros.
malestar en algunos círculos castrenses). Finalmente, hay que indicar que Benavides no solo propiciaba abiertamente el ingreso de doctrinas e ideas procedentes de Alemania e Italia, sino que también las impulsaba a escala nacional. En el marco de este contexto, y para cumplir con el encargo recibido (culminar con el mandato de Sánchez Cerro), el general presidente convocó a elecciones para el 11 de octubre de 1936. Postularon entonces a la primera magistratura de la nación: Luis A. Flores, nuevo jefe de la Unión Revolucionaria y opositor de Benavides; Jorge Prado y Ugarteche (lanzado por una alianza de partidos venidos a menos); Luis A. Eguiguren (apoyado por el APRA , puesto fuera de la ley); y Manuel Vicente Villarán (antiguo civilista). El Partido Comunista y el APRA quedaron al margen de las elecciones por ser consideradas “agrupaciones políticas internacionales”. De acuerdo con los comentarios salidos de Palacio, Benavides alentaba la candidatura Jorge Prado, aunque no veía con malos ojos la de Villarán. La vinculación entre Benavides y la familia Prado (verdadero poder económico entonces), se hizo más evidente y cercana. Recuérdese que años atrás el mismo Benavides había propiciado la candidatura de Javier Prado y más tarde haría lo propio con el tercer hermano, Manuel Prado, a quien por fin consiguió entregar el mando en 1939. En la campaña electoral de 1936, Jorge Prado contó con el patrocinio decidido de La Crónica de Lima y La Nación de Trujillo. Rafael Larco Herrera fue uno de los más entusiastas impulsores de esa candidatura; ambos diarios eran de su propiedad. La Crónica fue adquirida en junio de 1931 y La Nación fundada en ese mismo año. Como queda dicho, el APRA, incapaz de hacer una revolución exitosa e imposibilitada legalmente para lanzar un candidato de sus propias filas, apoyó al piurano Eguiguren, magistrado e historiador probo y honesto, perteneciente a la derecha conservadora. Con este gesto, el APRA cedía sus votos por primera vez a un hombre de ese sector. En lo sucesivo –como se verá más adelante– iba a ser una norma habitual al apoyar las candidaturas de Bustamante y Rivero (1945), de Manuel Prado (1956) y, finalmente de su otrora implacable perseguidor, el general Manuel A. Odría (1963). Con la dispersión de las derechas, el resultado era predecible. Los primeros cómputos indicaron la tendencia general de la votación: Eguiguren, primero; Flores, segundo; y, cerrando filas, Prado y Villarán. El Jurado Nacional de Elecciones encontró que los votos de Eguiguren no eran válidos por “provenir de un partido proscrito”. De inmediato suspendió los escrutinios y remitió el asunto en consulta a la Asamblea Constituyente Presidido por Clemente J. Revilla (diputado de la Unión Revolucionaria por Arequipa), el máximo organismo legislativo, tras varias sesiones en las que participó el propio Eguiguren, para defender su triunfo electoral, dictó las siguientes medidas: a) anular las elecciones, b) recesar la
asamblea y c) prorrogar el mandato de Benavides por tres años más “con amplia facultad para legislar“. La orden, sin duda, había provenido de Palacio. De acuerdo con testimonios de la época, el cazurro político chuquibambino dio por aprobada la prórroga sin que existiera mayoría absoluta en la Asamblea. Además –señala Enrique Chirinos– en el seno de ella faltaban los representantes apristas, así como José Matías Manzanilla y Víctor Andrés Belaunde, que habían aceptado cargos diplomáticos. Sin partido de la oposición, pero también sin apoyo de las fuerzas civiles organizadas, Benavides emprendió su segunda y más dura fase como gobernante (1936-1939). Sus dos grandes pilares fueron el Ejército y la oligarquía financiera, a través de la mencionada familia Prado. En uso de las facultades legislativas conferidas, Benavides designó a tres vicepresidentes es decir, estableció una relación de sucesión en el poder en forma autocrática, una especie –dice Carlos Miró Quesada– de “casta reinante sin la menor consideración o respeto por la voluntad ciudadana”. Como primer vicepresidente nombró al general Ernesto Montagne, para la segunda vicepresidencia al general Antonio Rodriguez y para la tercera al general Federico Hurtado. De este modo, el general Benavides se convertía en un dictador omnímodo y, lo más curioso e insólito, en un dictador “constitucional, legal”, por decisión de la propia Asamblea, que teóricamente, era la depositaria y guardiana de la voluntad ciudadana. En cuanto a la Fuerza Armada en su conjunto, no solo contempló impasible el atropello democrático y la violación de la Carta Magna, sino que, adelantando un apoyo incondicional, felicitó a Benavides y le manifestó su más decidida adhesión. Al amparo de esta doble y favorable coyuntura, el fortalecido gobernante empezó a regir los destinos del país. Lo primero que hizo fue deportar a su tenaz opositor Luis A. Flores y a otros prominentes líderes de la Unión Revolucionaria. Los apristas y los comunistas fueron, igualmente, hostilizados. El máximo dirigente del APRA, por ejemplo, permaneció oculto por mucho tiempo en algún lugar de Lima. Desde Bogotá, en señal de protesta, el poeta y escritor José Gálvez (allegado al partido aprista) renunció de manera irrevocable al cargo de ministro plenipotenciario. Por esta época (febrero de 1937), ocurrió el reprobable asesinato del dirigente obrero aprista Manuel Arévalo, con el fútil pretexto de que había pretendido fugar cuando se le conducía preso al norte de Lima. Este hecho, que conmocionó a la clase trabajadora y a la opinión pública en general, fue un ingrediente adicional que –afirma Armando Villanueva– no solo coadyuvó a consolidar el radicalismo de algunos sectores al interior del APRA, sino también a mellar la imagen del Gobierno interna y externamente. Antes de concluir el presente acápite, es pertinente señalar dos asuntos de particular interés y vinculados al régimen benavidista. El primero (que el insigne Víctor Andrés Belaunde menciona en sus Memorias) es que el presidente Benavides siempre buscó vivir alejados de consejeros intelectuales. Se desligó pronto de José de la Riva–Agüero y Osma, que coadyuvó a consolidar el régimen en los momentos más difíciles y luego de Carlos Arena y Loayza, su “escudo civil” más importante en
El presidente Benavides regresando a Palacio de Gobierno el
mismo día del fracasado intento golpista del general Rodríguez.
Compañero de armas del presidente Benavides y ministro de