[inserte emoticono] La parquedad de M. a veces me conmueve de modo sobrecogedor en las palabras: me vuelca a escribirle y escribirle, como lanzándole una liana de sílabas dispersas y verbos no sé si eficaces, para rescatarla de esa suerte de marasmo como hoyo muy negro. El otro día le pregunté si podía construir un microrrelato con no más de doscientos cincuenta palabras y aproveché convenientemente en realizarle otra pregunta, más bien una consulta equis sin franca importancia. Veníamos platicando (si acaso charlar se pueda) mediante WhatsApp. Si a ello, si a la natural imposibilidad del contacto físico propiciada por WhatsApp le sumamos ese medio letargo también connatural de M., me tenían ahí hablando solo o esquivando buenamente, para no resentirme o resentirnos, sus respuestas monosilábicas: todo en su respectivo limbo cibernético-no sensorial. M. dijo que no podía construir un microrrelato de no más de doscientos cincuenta palabras y respecto a mi otra consulta también fue una definitiva negación: sin fijarme los ojos en pleno local de comida rápida hiperconcurrido. Entonces me volqué a escribir una pequeña parrafada en la que nos extrajésemos de las profundidades virtuales, de esas nebulosas íntimas y muchas veces innecesarias en ambos, y nos colocase verdaderamente a nuestros lados, frente a frente, para revelarnos alguna certeza sentida (no sé: un «Te quiero»). Caí en la cuenta que, si bien no logro trastocar nuestras realidades, la de M. y la mía, al menos soy capaz de construir un microrrelato con no más de doscientos cincuenta palabras vía WhatsApp.
Plesiosaurio 21