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Ricardo Ospina Gallego
Guadalupe años sin cuenta (Obra de teatro). Grupo La Candelaria. Fotografía: Francesco Corbelleta 2019
Fedro o el teatro de la memoria Ricardo Ospina Gallego
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“La situación mental es semejante a los meandros de un drama”
Sthephan Mallarmé El Fedro de Platón es a la vez filosofía, libro y teatro, un libro inaugural sobre la memoria bajo la forma teatro, un libro que desconfía del libro pero recupera la voz de la memoria viva, un libro sobre el eros despojante y alado. Platón quiso hacer teatro en su juventud, compuso ditirambos y tragedias. El Banquete o El Fedro son auténtico teatro filosófico. Debido a la muerte de Sócrates, Platón abandonará el teatro. La crisis política y moral de Atenas, le insta a recobrar a Sócrates con la escritura filosófica, no menos teatral. Si atentan contra el hombre más sabio y justo y lo traicionan, es porque el modo de vida y las acciones emparentadas con el culto al poder, delatan una crisis de la palabra. Actuamos como opinamos y opinamos según nuestros deseos e inclinaciones. Platón escribe a partir de la muerte de Sócrates, pone en escena su habla viva. En los últimos ocho siglos de agitación política en Atenas coinciden la filosofía, el libro y el teatro. La filosofía sale a las calles, cuestiona, descubre el ágora y las afueras; el contacto directo con el logos pone en tela de juicio los lugares comunes, las opiniones anquilosadas de la comunidad y procrea en los otros la epifanía de una memoria desconocida, traída a la palabra por un nacimiento compartido. La escritura, subordinada a las cuentas y la vida económica del imperio, ya no será el privilegio de una casta con una clase de escribas sometidos al palacio del rey, llegará a ser cosa común a los ciudadanos y pondrá en sus ojos y oídos aquello que la filosofía y la poesía habían abierto, tanto al libre debate como a la participación ceremonial, la escritura devendrá cosa de todos, koiná. El libro como memoria externa, comparte el afuera con el teatro y la filosofía, no sólo la plaza pública sino la posibilidad de salir de las murallas. Un buen testimonio es la carta que Tales de Mileto le dirige a Ferécides según cuenta Diógenes Laercio, donde lo felicita por la sabia decisión de no haber guardado su saber sino de haberlo escrito y extendido a la comunidad, en koinó 1 .
Ya Heráclito había depositado su escrito
1. La reflexión sobre la conquista del Ágora y del espacio público por la filosofía se encuentra en Vernant (1993).
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en el santuario de Artemisa. La búsqueda de sí mismo es un proceso de liberación de las ataduras de la opinión, de las retóricas del interés y las convenciones solidificadas, es la escucha de una inscripción grabada en el santuario de Delfos: “conócete a ti mismo”, aunque no es posible encontrarse sino es en relación con los otros. También la forma rapsódica transmitía por la boca del poeta aquello que desbordaba la razón y la individualidad. La invocación en tono festivo de Mnemósine, diosa de las musas, toca a los filósofos, Parménides, Empédocles, Jenófanes. Contra las formaciones de soberanía, imperiales y jerárquicas, el teatro aparece como exterioridad común. En su conferencia, Morey (2014), dice que el teatro imita la ciudad, acompaña la creación de la ciudad griega como una forma política nueva. A través de Dioniso, dios de la máscara, presenta lo irrepresentable, lo que está en la parte trasera de la escena, lo nocturno y abismal, lo obsceno. A través del coro girado de espaldas a los espectadores, lo que el espectador ve con la luz del rayo, lo oscuro, lo otro, conmociona ante todo porque también es escuchada la voz, el trueno. Mientras la luz ha dejado su huella en el alma, el cuerpo la recuerda con el sonido. Inmortal el alma en cada cuerpo, sabio el cuerpo animado cada vez por su memoria. El coro hace audible y visible la sabiduría trágica: Somos precarios y excesivos, locos y lúcidos a la vez. Las mujeres, los campesinos, y los extranjeros que no participaban de los asuntos cívicos del ágora, se convierten en núcleo y participación activa, reciben la memoria del demos primitivo, ponen en cuestión el Estado y sacan a la luz todo lo que está al margen del orden social, incluso Dionisos es un dios plebeyo, extranjero, subversivo, y no puede devenir sin las ménades, el reverso femenino de su propia transgresión. Una experiencia de la comunidad que no puede vibrar sin la subversión de los límites del individuo, lejos de las ocupaciones ordinarias y las servidumbres obligadas. Una locura que envía señales a una cordura recobrada, Dioniso y Apolo, Hybris y Sofrosine. Sócrates es aquella figura que en la plaza pública reunirá estas dos intensidades, es a la vez el aguijón dialéctico que puso en cuestión la democracia pervertida en tiranía, los estafadores del lenguaje y del bien común, y también el amante loco inspirado por las Musas, por Dioniso y Apolo, puesto que la locura erótica, no puede ser sin la locura poética, profética y mántica. Muerto Sócrates, pasará a los libros de Platón, se transformará en un personaje conceptual, ingresará a un teatro filosófico. La filosofía, el libro y el teatro son canteras de la memoria, y si bien el pensamiento levanta sus alas en el habla para que la instantánea belleza se inscriba en el alma como en un trozo de cera - eso que en nosotros se mueve y sobrevive a lo pasajero - también el teatro se ofrece al espectador oyente para donar el rayo y el trueno de una verdad insoslayable. El libro los contiene a los dos, la filosofía moriría en el libro si no fuera suscitada por la lectura, por la capacidad de sostener algo que ya no está y que se puede escuchar por encima de las opiniones pasajeras, ante todo leemos con los oídos. El libro también revela en la
epopeya o la novela, la potencia de la ficción, hija de Mnemósine. El teatro que no tiene lugar si no en la escena y deja su impronta en el espectador, también transmigra a través del libro, el libreto, la pieza escrita, las marcas que preservan inmóviles lo que después será un único acto liberador en la puesta en escena. Al final del Fedro, y particularmente en la Carta VII, Platón hace una fuerte condena a la escritura, lo que muere con ella es la voz, la memoria viva inscrita en el alma. La escritura no responde cuando se le pregunta, envenena con el olvido, pero también podría ser un remedio, un vehículo imprescindible para captar con la lectura atenta, la memoria inspirada por los ojos y el oído, que vuelve a través de los grafismos: Fármacon Gramma.
El cuerpo ha cesado, pero el alma, metáfora de un movimiento y una permanencia, tocada por la locura de un amor que no posee, ni destruye, ni acapara, levanta las alas sobre la gravedad del olvido, somos la huella de un roce con la pradera inmortal, en tanto no caigamos definitivamente por el peso del olvido y la impericia, en la pulsión devoradora que somete el bien al interés2. Platón había sido víctima de la injusticia cuando el tirano de Siracusa lo llevó a prisión y cuando Alcibíades traicionó la amistad y la patria por el apetito voraz del poder. La política del Fedro cuestiona ante todo a los logógrafos, aquellos que hacen
2. La metáfora del alma en el mito del carro alado emparentada al amor, se encuentra en Platón (1989, 246 a-257ª) de la letra una ley que no cumplen o una falsa retórica para escalar en el poder y la fama. La escritura del Fedro es teatral, y si bien el ágora es la exterioridad de la voz pública, Sócrates que nunca salía de Atenas y gustaba hablar mejor con los hombres que con los árboles, es atraído fuera de las murallas por un joven que oculta un rollo o libro. Sócrates pasa al afuera, sigue su camino con el joven Fedro hasta los bosques y las fuentes de Iliso, el lugar sagrado donde el viento empujó a Oritia, que osaba jugar con Farmacia, es decir, con el doble sentido del Fármacon, remedio y veneno, y es precipitada al abismo del olvido. El mito y el logos se reúnen, los conversadores escuchan el coro de las cigarras -ese murmullo múltiple del habla inspirada- que cantan y dialogan sobre nuestras cabezas, que además escuchan lo que están hablando y leyendo al medio día y le cuentan a las musas quiénes son los que las honran aquí abajo, en los coros, en la poesía, en la epopeya y en la palabra filosófica.
Fedro leerá en voz alta lo que está escrito en el rollo: Lisis, el autor del discurso, expone que el amante es un celoso, un enfermo que busca poseer, acaparar y encerrar al amado, el amor es una locura que somete al amado, lo aísla de amigos y parientes y lo desvía de sus estudios, lo más sensato es entregarse al no amante, una bella teoría si no fuera porque, según Sócrates, reduce el amor a una enfermedad y ve las obsesiones del amante únicamente por sus consecuencias patológicas. Sócrates dirá que ese libro está mal escrito, no da cuenta de lo que es el amor, no da su idea -sólo
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habla de la locura humana, desconoce la locura divina- es desordenado, y su retórica es utilitaria; Lisis con su retórica, desea poseer y someter a Fedro y con el sofisma del no amor, oculta el deseo de encerrar al otro, de dominarlo. Sócrates repetirá el texto pero lo ordenará de tal modo que adquiera coherencia. En la primera lectura de Fedro al rollo escrito por Lisis y la parodia oral de Sócrates, se expone un sentido del amor utilitarista, que se disfraza con el discurso de la no posesión: El que posee es insensato y el que no posee es sensato, la relación entre locura y sobriedad es excluyente, además sólo concibe la locura como una enfermedad humana que tiende a encerrar y a celar al amado, mientras que la cordura sería no amar para evitar el objetivo único de atrapar al objeto de deseo. Pero Sócrates descubre la demagogia del amante astuto que se disfraza con el ropaje del desinterés para poder atrapar con una maniobra retórica al ser amado. Sócrates lleva al límite la parodia, se pone un antifaz, no para mitigar únicamente la vergüenza de hablar como un sofista, sino para desdoblar el disfraz del amante astuto.
En el segundo discurso oral de Sócrates, el amante del amor se quita el antifaz y hace la retractación o palinodia, dirá que es impío profanar a un dios, que la locura de Eros no puede ser nombrada como una enfermedad, la locura no es ya la locura humana de las pasiones ciegas, sino la locura divina que da la visión de la belleza y que tiene como efecto una sensatez no menos divina3. Aquí la relación sensatezinsensatez, es incluyente. Algunos de nosotros quizá, en algún instante, vislumbramos la belleza, ya sea en el cuerpo del amado o en las cosas, en una puesta en escena, una obra de arte, un libro, un pensamiento, y recordamos que ya había sido plantada en nosotros y que la habíamos olvidado. Si amamos al otro con el eros divino, podemos sembrar esta semilla inmortal, desplegar las alas y alivianarnos. Al perder el peso de la objetivación, el deseo de honores, riquezas y poderes obtusos, se produce entonces el recuerdo de un amor no objetual que se inscribe en ambos amantes y se dirige a la inatrapable sabiduría, a la locura amorosa por excelencia, de modo tal que ver, tocar, besar, acostarse, no se carguen con el peso de la codicia. Todo el tiempo oscilamos en la aporía, en la paradoja, entre la caída y la elevación.
El mito del alma, dados los límites de la razón, la describe Sócrates como un carro alado, conducido por un auriga y arrastrado por dos caballos, uno, el de la fuerza ciega y pesada, nos derrumba, y el otro, el del ímpetu visionario, y liviano, nos eleva. Vamos de la caída del alma por el olvido, la redundancia de las opiniones y el peso de nuestros deseos, a las alas del deseo,
3. Agamben (2016), da un sentido a la retractación insólito: “No su significado peyorativo de desmentir o negar aquello que se ha dicho, sino el significado de “tratar de nuevo” algo, como obra en curso que tiende a confundirse con la vida” (73-74)
que se despliegan por la memoria, el amor despojado y donante. Los que concentran todas sus fuerzas en los bienes terrenales como el dinero, la fama y el poder, son pesados y torpes para recordar su fuente inobjetual, por el contrario, los que aman la sabiduría, quedan fuera de sí, y buscan en las réplicas terrenales tanto la justicia como la belleza, la primera menos intuible, la segunda, captable en los cuerpos, las percepciones de las cosas, los libros o los signos artísticos. Seguramente la idea de justicia se le reveló a Platón en su contrario, la injusticia. A través de los signos de la arbitrariedad de los abusos del poder, como la muerte de Sócrates, la traición de Alcibíades y la prisión en Siracusa. El peso del crimen de Estado deja su huella en las víctimas y nunca se puede ocultar en el olvido encubridor, para que la ciega justicia pueda arrojar su velo y el impulso a la belleza traiga el olvido renovador y la memoria de la vida inmortal, para que se fijen otras huellas, las de una locura que nos libera.
Este mito se comunica con el último, el del libro. Sócrates cuenta que el dios Theuth le donó el libro al dios Thamus; con este regalo el hombre podría volverse más memorioso, pero Thamus lo rechaza; por el contrario, en vez de volvernos memoriosos, el libro nos hará más olvidadizos. El libro es un don y un pharmacon en su doble sentido, remedio y veneno, la ambigüedad queda abierta para el lector. Platón escribe un libro que habla de una memoria viva, oral, que responde por lo que dice; al mismo tiempo escribe un libro que acuña el “conócete a ti mismo” como principio de la memoria y de la liberación posible: Conócete a ti mismo en los otros, es la voz que se inscribe en el alma como el grafo en la cera, metáfora de la escritura. Sócrates sobrevive en el libro del que desconfía Platón (1989), e invoca la memoria directa de la voz en un libro cuya posibilidad de dar respuesta no podría darse por él mismo sino por el lector. El libro es remedio o veneno.
La posibilidad de recordar depende de cómo leamos. ¿Inscribimos en nosotros como aedos lo que hay que recordar, la composición del canto, el sentido que nos transforma? En el origen de la Ilíada está la transmisión oral, pero su efectividad es inconcebible sin los grafismos, yacen siglos de poesía oral tras el libro, pero lo que corría el riesgo de desaparecer se salva en largos rollos de escritura. Lo paradójico es que la Ilíada escrita se convirtió a su vez en soporte de la oralidad, los rapsodas se aprendían los versos de memoria como lo señala Mejía Toro, (2014), lo que comienza luego a volverse público es la composición del canto como “una resistencia contra los administradores de la muerte”.
El cantor mismo, el antiguo aedo, plasmado en grafismos y que repetirá el rapsoda, no pertenece a la clase de los que mandan, va de lugar en lugar, es nómada, permanece en los umbrales, no adula como dice Nietzsche a los poderes antiguos o en ascenso. La figura del cantor ciego es puro oído e imagen, es memoria, Mnemósine. La Ilíada, nos dice Jorge Mario Mejía, se opone a la gesta heroica y a la masacre, denuncia la complicidad entre la casta sacerdotal y la guerrera, destapa las luchas
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intestinas y no exalta la irracionalidad de la guerra como se ha supuesto, antes bien, la considera impúdica e incluso se permite insultar al palco de los carroñeros dioses: Los llama depredadores, atroces, rapaces. “La cólera canta, oh diosa, del pélida Aquiles/maldita…” El poema canta la cólera de Aquiles y la maldice, denuncia el rapto de Helena como justificación de la guerra de conquista, cuestiona a los violadores de hecho, a los que traicionan los juramentos, a los que matan por la espalda, a la horrenda comunidad de troyanos y aqueos que muerden el polvo. Mejía, enfatiza la imposibilidad de hacer memoria con la guerra, lo único que gana la guerra es la muerte, porque la guerra es siempre intestina y lo peor es su retórica heroica. El arte homérico de la escritura es la composición del poema, y graba en nosotros el cuestionamiento de todos los poderes humanos y divinos: La Iliada funda la poesía como resistencia. Es el primer poema contra la guerra, contra el poder guerrero y sacerdotal: contra la eterna guerra santa. Lejos de fundar la religión griega es el primer ateísmo. Contra la retórica del heroísmo y de los dioses oficiales, cultiva el cantor lo subterráneo de la escritura, siempre recelado por los estamentos dominantes. (Mejía Toro, 2014:64)
Hoy el teatro no deja de animar sus fuentes arcaicas con formas modernas, por participación o distanciamiento, puede ser mítico y dialéctico, sagrado y profano. Guadalupe años Cin cuenta del Teatro la Candelaria de Bogotá, en su guión (La Candelaria, 2007) y en sus variadas puestas en escena, es un pharmacon, devela lo que la memoria cercenada olvida y trae al recuerdo para “el conocimiento de nosotros mismos”, el origen de esta guerra nuestra, la expansión de la hacienda que desvertebra al campesinado y lo desplaza; Guadalupe es el insurrecto que denuncia la traición, la complicidad entre las castas dominantes que desvían la insurrección hacia la lucha intestina, la violación despiadada de los juramentos, un mapa de nuestro pasado y presente, una clarividencia mántica sobre el futuro. Como Antígona, se rebela frente a la ley dominante que abandona nuestros muertos, y los hace pasto de los buitres. Montada en schetches o saltos de catorce episodios como lo muestra Forero Perdomo (2019), con un coro hecho de música popular, la obra muestra la traición de los acuerdos de paz como una constante: A través de un altavoz, un militar grita a Guadalupe Salcedo que está cercado por las fuerzas del orden y que se le garantizará su vida, pero de la oscuridad del escenario sale un hombre con las manos arriba que luego caerá fulminado por los disparos. El coro de la música popular recuerda aquello que sigue en el olvido, que la violencia colombiana la generó la ambición de la “sangre azul” y su deseo descontrolado de posesiones; el corrido final interpretado por todos los actores le propone al espectador evaluar por sí mismo el puente entre el pasado y el futuro. Si el libro ya no tiene quien lo asista, es porque el lector se ha quedado huérfano y es en esa errancia donde él mismo tiene que responder por sus preguntas, como le
sucede al espectador de teatro, al lector y al amante de la sabiduría. El teatro está afuera y sin embargo deja su impronta en nuestra alma, una verdad que se destapa con cada puesta en escena. La Carta VII y el Alcibíades de Platón, no dejan de evaluar la traición, pero la belleza siempre flota arriba y a veces embriaga nuestros cuerpos para que el eros mantenga su impulso hacia la verdad. La filosofía, el teatro o el libro claman a nuestra recepción, a que se inscriban en cera las sentencias que nos liberan, en el pensamiento, el coro teatral o el insensato juego de la escritura, con su poder de levantarnos del piso o conmovernos. El Fedro cierra el libro de la memoria con una invocación al dios Pan, a esa naturaleza cuyo don permitió el encuentro de la voz y el grafismo, que lleguemos a ser hermosos en lo interior y lo exterior, que consideremos rico al sabio y que encontremos la fórmula material de la sobriedad, esa que es hija de la ebriedad, como la lucidez es hija de la locura, Fedro responde que: “Entre amigos todo es común”.
Referencias bibliográficas
Agamben, G. (2016). El fuego y el relato. México: Sextopiso. Forero Perdomo, N. (2019). Guadalupe años sin cuenta: acercamiento al Nuevo teatro Colombiano como tribuna política. Conjunto 191, Casa de las Américas, La Habana
Mejía Toro, J (2014). Homero y Celan poetas en tiempos de guerra. Medellín: Editorial Universidad de Antioquia Morey, M (2014). Sobre Nietzsche. El filósofo como artista. Conferencia. MACBA. Barcelona Recuperado en: https://youtu.be/ Sohsi80wdVO
Platón. (1989). Fedro o de la belleza. Madrid: Monte Ávila
Teatro La Candelaria (2007). Obras completas. Bogotá: Instituto Distrital de las Artes-Idartes
Vernant, J. P. (1993). Mito y pensamiento en la Grecia antigua. Barcelona: Ariel
Ricardo Ospina Gallego. Realizó estudios de filosofía y letras en la Universidad de Antioquia. Candidato a Doctor en Filosofía, Universidad Pontificia Bolivariana. Becario - investigador del grupo Epimeleia UPB. Caricaturista, escritor de cuento, crítica de teatro y cine. Fundador y director del Foro Anual de Filosofía Stoa y el grupo Kinoks. Colaborador permanente del periódico El Gesto Noble y la jornada académica Maestros de obra del festival internacional de teatro El Gesto Noble, El Carmen de Viboral. Se ha desempeñado como catedrático de cine y filosofía en la licenciatura de filosofía de la Universidad de Antioquia y fundador de cine-clubes en el oriente antioqueño. Se ha desempeñado como docente de la Escuela de Artes del Instituto de Cultura, donde dirige los talleres de filosofía, creación de cuento Vuelta de Tuerca y de creación audiovisual Microcinema.
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