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La Vila
Foto: José Conacento
Lluís Ruiz Soler
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LA VILA, chocolate, pescado y amplios horizontes
Los frutos del mar, frescos o en salazón e incluyendo sus guisos y arroces, son la espina dorsal de la gastronomía vilera, con permiso de una tradición artesana e industrial que hace que, todavía hoy, a veces, la Vila huela a cacao.

Sin duda, la peculiaridad gastronómica más llamativa de la Vila Joiosa, para propios y extraños, es el chocolate. Hay que peinar canas para acordarse de cuando todo el pueblo olía a cacao y uno podía tropezarse con una pequeña fábrica a la vuelta de cualquier esquina, pero esa tradición sigue viva y arraigada en marcas como Valor, Clavileño o Pérez. Degustar sus productos y visitar sus museos son actividades imprescindibles en cualquier agenda gastroturística. Tampoco hay que olvidar, en el capítulo de la industria agroalimentaria más golosa, a los turrones de Carremi, reyes indiscutibles, al menos, en cuanto a una especialidad: el turrón a la piedra. Por lo demás, la cocina vilera se identifica plenamente con la de la Marina en sus rasgos esenciales, con las correspondientes particularidades locales. Un endemismo emblemático es la pebrereta, versión propia de algo tan mediterráneo como la

ratatouille, la samfaina o el pisto. Entre sus características, destaca la presencia del sangacho junto al pimiento, al tomate y a esa calabaza de piel verdísima y llena de bultos que en lugares más o menos cercanos se conoce como “carabassa vilera”: tal es la predilección local por esa variedad. El sangacho es un modesto subproducto del despiece del atún. Su mérito consiste en aprovechar la carne negra que queda pegada a la espina y conservarla en salazón para preparar algo igualmente humilde: la pebrereta no es más que un “mullador” que permite despachar una buena ración de pan. Otras salazones, desde las más nobles hasta las más populares —de la mojama al biset, de la hueva de atún a la garrofeta— frecuentan los mejores bares y algún puesto especializado en el Mercat Central. De arquitectura coquetamente contemporánea, su limitada superficie es inversamente proporcional a la calidad y la autenticidad de sus contenidos, incluyendo la cantina que fríe o asa al momento lo que compra uno en el mercado y el ambientazo que se genera, sobre todo, los sábados.La calabaza vilera también es protagonista de un arroz casi totémico. Una de las versiones del arròs amb carabassa incorpora la llampuga, pez denostado en otros lugares —en Canarias le llaman “comemuertos”— y venerado en la Vila como en Mallorca o en Malta.

La pebrereta es el paradigma de la cocina local más arraigada: la calabaza “vilera” y el sangacho definen un “mullador” rigurosamente popular y mediterráneo
Foto: Jaume Femenia

Foto: Jaume Femenia
Una forma ecuménica de prepararlo es frito con ajos y pimientos. Llega a estas aguas a finales del verano, procedente de Dios sabe dónde, y luego desaparece sin dejar rastro. Los arroces caldosos tienen un profundo arraigo doméstico, aunque los secos quizás sean los más demandados en los restaurantes de la Vila. Uno con carta de naturaleza es la paella bruta, con sepia, habas y alcachofas. No hay que olvidarse de los guisos marineros ni del arroz a banda que va esencialmente unido a uno de ellos: el caldero. Evidentemente, los frutos de la pesca local no se destinan únicamente a preparar arroces. Si a otros puertos se les reconoce el liderazgo en cuanto a una especie u otra, la Vila puede sacar pecho con su pescado para fritura —salmonetes, pescadillas y palayas— o con sus cigalas y su gamba blanca. En cambio, la paella vilera —lo que en la Vila se entiende por
paella— es una especialidad cárnica. Se hace con conejo y/o pollo, pimiento rojo y garbanzos, más la ineludible y generosa picada de ñora frita. Puede llevar unos trocitos de magro de cerdo y quizás unas reginetes o caracoles. En las casas marineras no era extraño añadirle unas gambas, por ejemplo, aunque lo cierto es que parece haberse impuesto el injusto desprestigio de la paella “mixta”. No fue en modo alguno un invento de la hostelería para turistas y domingueros, sino la manera en que los pescadores adaptaron a su despensa un invento que venía de un entorno tan distinto como la huerta. Podemos encontrar buenas muestras de toda esta gastronomía en algunos restaurantes de la Vila Joiosa. También están bien representadas en los comedores públicos de la ciudad las cocinas procedentes de tradiciones lejanas o las más gourmets. Los hornos son otros lugares donde disfrutar de la identidad gastronómica vilera y mediterránea: por ejemplo, las cocas dulces o saladas. Y no se olvide de las heladerías, repletas de sabores profundamente arraigados o universalmente novedosos e incluso de pintorescas especialidades —expresión genuina de la idiosincrasia local— que combinan distintos granizados con absenta, con ginebra y hasta con whisky. ¢

En las casas marineras se añaden gambas a la paella valenciana
Foto: José Conacento
La Vila
DÓNDE COMER
En la zona del puerto hay unos cuantos restaurantes de cocina marinera: tradicional o más bien moderna, de relumbrón o con una buena relación calidad-precio. En la Vila Vella, algún local auténtico convive con otros más turísticos, incluyendo, de camino, un interesante hindú. Arriba, la carismática calle Colón o las inmediaciones del Mercat Central completan la oferta.