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Una vez, cuando todavía vivíamos juntos, mi hermana me comentó que si me oía silbar por casa significaba que estaba de resaca. Con el tiempo lo fui comprobando: debo ser como una cafetera y cuando tengo la cabeza saturada de zaborra, vergüenza y otras hostias, libero la presión con un pitido. Cuanto más pegadizo, mejor: El Speedy González de Pat Boone (o la canción esa de Osasuna, si lo prefieren, da lo mismo porque mi versión es instrumental), la BSO de Mi nombre es Ninguno… El caso es que mientras soplo bonito, todo va mejor. Para mí, al menos; porque supongo que habrá que aguantarme... ¿he dicho que, en cuanto pudo, mi hermana se largó a vivir a otro continente?
¿por qué silba la gente? Ahora bien, el mío no es el uso más frecuente del silbo. De hecho, muy pocos parecen encontrar ese alivio reparador. Tradicionalmente se ha silbado por dos grandes motivos: disimular y echar los trastos. Aunque ninguno de ellos se estile ya mucho. El primero porque cuando todo el mundo conoce el truco, éste acaba tornándose delator. Con respecto al segundo… silbar a alguien a su paso es, a día de hoy, como si le lanzaras un piropo tan, tan pasado de vueltas que hubiera habido que censurarlo con un pitido. Y todos sabemos lo desfasado que está eso del requiebro. Así pues, la práctica del silbido ha quedado prácticamente relegada a la inutilidad. La herramienta nos viene de fábrica, y quien más quien menos, todos conocemos la técnica (excepto mi colega El Camon, que como no consigue apañarse, finge llevarse los dedos a la boca y grita muy agudo: “Uiuííííííí”. Suele colar), pero rara vez la cultivamos. Ahora que hasta el afilador emplea una grabación, se silba sólo por
alivio, para llamar la atención de perros o de peña que está a lo lejos y, si acaso, en plan feo, para expresar desaprobación: En el Sadar se silba mucho al árbitro, precisamente por usar mal el silbato. Existe, no obstante, una élite que sofistica su talento hasta convertirse en theremines humanos. ¿Conocéis a José Julio Apesteguía? A nosotros es un tipo que nos chifla (literalmente, si nos quedamos con la tercera acepción que la RAE ofrece del verbo). Este vecino de Pamplona lleva cuatro décadas silbando (con intervalos de descanso, digo, para comer, dormir y coger aire); sometiéndose a disciplinados ensayos que le han permitido perfeccionar su singular arte. Y no utilizo la palabra a la ligera: José Julio es uno de los mejores silbadores que existen. Concretamente, el sexto en el ranking mundial; puesto conseguido en el último campeonato de la disciplina, donde además quedó tercero en la votación del público. The Blue Eyes Whistler -su sobrenombre artístico- participa todos los años en estas competiciones, desplazándose a Estados Unidos o Japón, donde ejecuta temas estrella de su repertorio, como el Zapateado de Sarasate o una virguera interpretación de Busca lo más vital que es puro Disney vs. disnea. Como resulta extremadamente complicado silbar con mascarilla (algo así como hacerlo en la ducha, todo un reto del que sólo unos pocos podemos presumir) (y por hacerlo me refiero a silbar, ojo), la pasada edición se celebró on-line. Ignoro si a algún concursante se le habría ocurrido, pero anda que no habría molado ponerse a imitar el sonido de los antiguos routers. La última vez que asistimos a uno de sus espectáculos fue en la Filmoteca, donde ofreció un recital -Sílbala otra vez, J.J.- de temática cinematográfica. La puesta en escena es fundamental: El artista se presentó trajeado y chulito como un pavo real si éstos emitieran el sonido que deberían y no esos graznidos que desconciertan a todo el que pasa por la Taconera. El show comenzó con el auditorio en penumbra, y José Julio hizo su entrada caminando por el