Lee+ 147 Redención

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José Luis Trueba Lara

Las derrotas y el heroísmo suicida

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Ante las desgracias de la guerra, Carlos María de Bustamante volvió a tomar la pluma para invocar a Moctezuma y a Hernán Cortés. En las páginas de El nuevo Bernal Díaz del Castillo, no sólo se ratificó la vileza del conquistador, también se convirtió en el espejo en el cual se reflejaban los rostros de todos los traidores y los ruines que provocaron el desastre. En ese azogue estaban las caras de Santa Anna, de los tejanos y de los estadounidenses, que traicionaron y vencieron a los mexicanos gracias a siniestros artilugios que apenas podían equipararse con los del extremeño. El país como una víctima de las fuerzas oscuras había sido bendecido. A pesar del patriotismo más exaltado, la invocación del héroe trágico de los aztecas era idéntica a la que tenían los invasores. La creación del heroísmo de Cuauhtémoc fue más gringa que mexicana. Desde 1844, la Historia de la conquista de México, de William H. Prescott, fue traducida al español y pronto se convirtió en una de las obras más leídas por los mexicanos interesados en el pasado y por los invasores estadounidenses. En este libro se remarcan dos hechos de gran importancia para el juicio de Moctezuma: la conquista española era necesaria e inevitable, pues los indígenas mesoamericanos eran incapaces de unirse para enfrentarse a los conquistadores y, además, estaba perfectamente claro que el único gobernante de los aztecas que tenía la estatura para transformarse en mármol y bronce era Cuauhtémoc. El último soberano de Tenochtitlan —al igual que Cortés— fue presentado por Prescott como un titán, como alguien dispuesto a inmolarse con tal de defender la libertad de su pueblo: un héroe absolutamente romántico que moriría en el intento de lograr lo imposible. En cambio, el Moctezuma de Prescott es poco menos que un pobre diablo que apenas existe para enaltecer la figura de Cuauhtémoc y con el fin de pagar con creces sus debilidades y cobardías. Adentrarse un poco en la Historia de la conquista de México no está de más. En ella se da razón y cuenta de la degradación del tlatoani, un hecho que terminará por marcar una buena parte de las páginas que sobre él se escribirían. Para comenzar, el historiador estadounidense explica cómo, con el paso del tiempo, este personaje fue perdiendo sus escasas virtudes: “En su juventud [Moctezuma] había templado las feroces costumbres del guerrero con la profesión benigna de la religión. En su edad madura se había retirado todavía más de las brutales ocupaciones de la guerra, y sus modales habían adquirido un refinamiento mezclado tal vez con una afeminación que no conocieron sus marciales antecesores”. Moctezuma, desde la perspectiva de Prescott, era un mujerujo que jamás tendría el tamaño ni la valentía para enfrentarse a sus

mediados del siglo xix, el país se mostraba como un fracaso rotundo. La imagen del cuerno de la abundancia era un espejismo, casi ningún gobierno había llegado a buen puerto, y las derrotas ante los invasores aún no cicatrizaban. La desgracia resultaba notoria y, justo por ello, era fundamental inventar una patria a la altura de su fracaso. En esos momentos, la tensión y la ruptura entre los “mexicanistas” y los “hispanistas” se hacía notar con toda su fuerza: cada uno de estos grupos reivindicaba un pasado y un santoral excluyentes. Moctezuma y Cuauhtémoc eran irreconciliables con los conquistadores y los frailes que llegaron del otro lado del Atlántico, y exactamente lo mismo sucedía con el pueblo miserable pero simpático y los fufururos que apenas merecían las burlas de Los mexicanos pintados por sí mismos. Este enfrentamiento —por lo menos en el caso de una buena parte de los hispanistas, que seguían los pasos de Lucas Alamán— volvió al pasado para leer a Moctezuma en una clave específica: él se convirtió en el idólatra, el ignorante que creía en las profecías, el cobarde que apenas tuvo cierta claridad mental al asumir su vasallaje. El tlatoani degradado y degradante volvía por sus fueros. Algo muy parecido ocurría con los mexicanistas, a quienes les urgía encontrar un héroe con las mismas virtudes que sus caudillos derrotados. Esa imagen de Moctezuma marcó el inicio del juicio sumarísimo que terminaría creando tanto a los héroes que estaban a la altura del país vencido como la valentía suicida. Efectivamente, “La profecía de Guatimoc”, uno de los poemas más importantes de Ignacio Rodríguez Galván, ya se había convertido en realidad en 1846: Ya diviso en el puerto hinchadas lonas como niebla densa, ya en la playa diviso, en el aire vibrando aguda lanza de gente extraña la legión inmensa. Al son del grito de feroz venganza las armas crujen y el bridón relincha; oprimida rechina la cureña, bombas ardientes zumban, y hasta los montes trémulos retumban. La invasión estadounidense no fue como la fallida reconquista, encabezada por Isidro Barradas —y que se ganó una estrofa que terminó censurada en el himno nacional—; tampoco podía compararse con la guerra de los Pasteles, que concluyó con la aceptación de una deuda injusta. Los yankees mutilaron el país y revelaron a los mexicanos la certeza de una derrota ignominiosa. El patriotismo había fallado.

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