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El viaje de Nahuac

Aurelio Gambirazio Keller

Cirugía General

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Cuando Nahuac emprendió el largo camino que lleva desde Cerro Blanco hacia el Bajo Caral, tuvo la sensación de que las jornadas siguientes cambiarían su rutina de poderoso señor del Valle Alto del río Supe. Como en otras ocasiones, dispuso que se haría acompañar solo por dos músicos. Esta decisión no alarmó a Jachoc, sacerdote menor responsable del culto, acostumbrado a las excentricidades de su señor. No era motivo de sorpresa para los pacíficos pobladores del valle ver pasar a tan importante personaje seguido solo por dos o tres acompañantes. El bajo pueblo había aprendido que Nahuac apreciaba la soledad casi tanto como al silencio y por ese motivo se limitaban a detener sus labores y, con la cabeza gacha, mostrar su respeto.

Nahuac revisó cuidadosamente el atuendo que le había preparado Loc, su anciano sirviente. Constató con agrado que la túnica de algodón era de tejido compacto y de un tono de ocre brillante, rematada en sus extremos por pespuntes de fibra vegetal. Las sandalias, fuertes pero flexibles, tenían largas cuerdas de algodón que permitían ajustarlas hasta las rodillas. El morral, de color rojo intenso, guardaba pequeños atados de sardinas secas y saladas, lúcumas frescas, habas y un cuenco con tapa tallado en un zapallo seco que le permitía transportar agua para una jornada. El tocado de plumas de guacamayo era, tal vez, el único elemento que podía denotar el carácter principal de este viajero, quien con una leve sonrisa aprobó el trabajo de Loc. Éste, por su parte, se cuidaba muy bien de comparar el austero ajuar de viaje de Nahuac con el de su fallecido padre, el antiguo señor de esas tierras en tiempos de mayor boato.

La pareja de músicos sabía muy bien cómo comportarse durante esos viajes. Nahuac disfrutaba de la música monocorde y melancólica que producían con sus flautas talladas de hueso de ala de pelícano, y que contenían un trozo de arcilla en el fondo que servía como modulador del sonido; detalle que asignaba a cada flauta un timbre único y característico. Tocadas a dúo, resultaba una melodía bitonal que un hombre sensible como Nahuac sabía apreciar.

No era motivo de sorpresa para los pacíficos pobladores del valle ver pasar a tan importante personaje seguido solo por dos o tres acompañantes.

Como en otras ocasiones, partió al alba siguiendo el sendero que llega al anexo de Peñico. El frío de la madrugada terminó de despertar a los adormilados músicos quienes tocaron una melodía semejante al canto temprano de las cuculíes. Nahuac había permanecido despierto las horas previas a la partida, pero esta vez sus pensamientos no estuvieron dedicados a sus dominios, sino a otras reflexiones.

Aún quedaba en su recuerdo inmediato el extraño mensaje que había recibido del gran señor y cacique de todos los valles de la región y la expresión desconcertada del emisario que lo recitó de memoria, convocándolo a él y a sus pares, señores y curacas de los poblados de su administración, a una gran asamblea en el Templo del Anfiteatro de la Ciudad Sagrada de Caral.

Nahuac era consciente de que la vida apacible que todos llevaban en esa región de la costa se debía, en gran parte, a la extraordinaria habilidad que tenía el Cacique Apac-Chadi para resolver las disputas y administrar justicia entre los señores y curacas locales, quienes con alguna frecuencia pretendían desconocer los límites de su jurisdicción, sea para cobrar los impuestos al bajo pueblo o para recibir sus cuotas de riego en la temporada de siembra.

No recordaba invitación semejante fuera de la visita que todos los curacas realizaban a la ciudad durante el solsticio de verano, para honrar y llevar ofrendas al Dios Huari. Esta festividad los reunía cada año en el templo del anfiteatro, donde veían al cacique orar ante el altar del fuego sagrado. Las horas de vigilia y meditación previas a la partida se convertían para Nahuac en una suerte de gimnasia mental que preparaba a sus músculos para las exigencias de la larga caminata. Recorrer a pie sus dominios constituía, más que un esfuerzo físico, un ejercicio espiritual en el que el contacto con la tierra fortalecía la pertenencia a ese pueblo antiguo. La inevitable distancia que había entre él y el bajo pueblo se acortaba cuando recorría las pequeñas villas observando a los pobladores en el campo y éstos notaban su aprobación por el orden y pulcritud de las parcelas sembradas.

Estos largos recorridos eran para él oportunidades únicas de acercarse a la vida de la gente común, sin la intermediación de sacerdotes y miembros de las castas superiores. Durante sus viajes, Nahuac se informaba de los resultados de las faenas agrícolas y de la justicia en la recaudación de los tributos. Recibía con agrado las sencillas ofrendas de verduras y lúcumas frescas que le entregaban los campesinos y no tenía reparos en reposar en las banquetas de esterilla de junco que le ofrecían.

Nahuac era consciente de que la vida apacible que todos llevaban en esa región de la costa se debía, en gran parte, a la extraordinaria habilidad que tenía el Cacique Apac-Chadi para resolver las disputas y administrar justicia.

No dejaba de causarle gracia la expresión de asombro de los niños que lo veían descansar en la puerta de sus casas, quienes con curiosidad se acercaban a observar de cerca al personaje que sus maestros ancianos habían descrito tantas veces. Estos tenían como obligación principal transmitir a los infantes los conocimientos para el cultivo y preparación de los alimentos que, a su vez, habían recibido de sus ancestros y aplicado durante su juventud. Estas destrezas, enseñadas a los hombres muchos años antes por Huari, el Dios Sol humanizado, eran su patrimonio principal, la memoria y enseñanza para la siguiente generación celosamente cuidados por los mayores.-

Al llegar al anexo de Peñico fue convidado a la comida que se acostumbraba preparar al atardecer: un cocido de verduras, frijoles y zapallos asados en un mate con piedras previamente calentadas al fuego, acompañado de anchovetas secas. En cada barrio había fogones para calentar las piedras y las mujeres se agrupaban para preparar la cena para los adultos y niños mayores que volvían de la faena del campo. Nahuac participaba de esta sencilla ceremonia disimulando su curiosidad por el orden casi ritual con que los pobladores tomaban su alimento principal del día. Los músicos que lo acompañaban, por el contrario, se integraban con entusiasmo al grupo de agricultores que comían sentados en círculos sobre esterillas de junco. La presencia del señor de esas tierras acalló, por esa vez, la conversación sobre las incidencias de la jornada que solía convertir la cena en una suerte de asamblea barrial.

Al caer el sol, Nahuac notó que los pobladores cuchicheaban y lo miraban con cierta incomodidad, pues se preguntaban dónde pasaría la noche y qué comodidades requeriría el señor. Nahuac prefirió adelantarse a algún ofrecimiento e indicó a sus músicos instalar un pequeño campamento detrás del fogón principal. Así, recostados sobre esterillas y cubiertos con mantas de algodón, durmieron profundamente hasta que las primeras luces indicaron la hora de reanudar la marcha.

Esa segunda jornada discurrió en la parte media del valle del rio Supe, rodeados de montañas de escasa elevación hasta cuyas faldas se veían sembríos de algodón, zapallos, camotes, pacay, guayabo y lúcumo. La bondad del clima permitía una agricultura estable durante todo el año y la cercanía a la costa favorecía el intercambio con pescadores que traían sardinas, anchovetas secas, choros, machas y moluscos frescos.

Señor de Caral

La noche pasada y el sueño reparador que Nahuac había tenido no lograba disipar la inquietud que el viaje le producía. Cerca ya a la ciudad, en la parte baja de una ladera, pudo divisar una comitiva numerosa; entonces ordenó a sus músicos apurar el paso para evitar un encuentro y tener que adelantar los protocolos de saludos y parabienes. Así, a paso forzado y al atardecer, divisaron el perfil de la ciudad: estructuras piramidales de piedra revestidas de barro estucado y pintadas de rojo, amarillo y ocre, dispuestas en un trazado geométrico que circundaba al Conjunto Residencial Mayor, donde vivía la corte de Apac-Chadi. Bordearon la zona de Caral Alto, dejaron atrás dos pequeñas pirámides rodeadas de sencillas viviendas y accedieron al ingreso principal del Bajo Caral que los llevaría directamente al templo del anfiteatro. Ahí se encontraron con algunas comitivas de señores recién llegados. Las pequeñas cortes reunidas se mezclaron formando grupos dispares donde se encontraban representantes de la clase señorial, sacerdotes, músicos, porteadores y acompañantes.

Nahuac no logró pasar desapercibido a pesar de lo austero de su comitiva y fue llamado por un grupo de señores. Se comentaba sobre las incidencias del viaje, se preguntaba acerca de los resultados de la reciente campaña de cosecha y sobre lo auspiciosa de la temporada que se avecinaba. Nadie inquiría sobre la asamblea que se realizaría al día siguiente, porque no conocían los motivos, y no querían poner en evidencia su curiosidad. Nahuac observaba a sus pares y no lograba percibir ningún gesto que denotara angustia o preocupación. Un poco molesto consigo mismo por su escasa sociabilidad, informó que se retiraría temprano a descansar. A poco de alejarse del lugar fue abordado por sus músicos quienes le informaron acerca de una noticia recibida de unos albañiles con quienes habían estado reunidos: se iba a iniciar la construcción de un Templo Mayor en la parte más alta de la ciudad, de dimensiones superiores a todo lo existente hasta ese momento. Ellos lo sabían porque habían pasado las últimas semanas nivelando un gran terreno y algún capataz indiscreto filtró la información.

Los maestros ancianos tenían como obligación principal transmitir a los infantes los conocimientos que habían recibido de sus ancestros.

Esta noticia le produjo una gran desazón. Sentía que sus temores y angustias no eran infundados, y que sus preocupaciones tenían motivos reales. Se alejó con prisa y buscó refugio en una pequeña elevación formada por un cúmulo de shicras, unas pequeñas bolsas de fibra vegetal en forma de red y rellenas de piedras; desde la cual se dominaba el Altar del Fuego Sagrado, adonde dirigió su mirada y pensamientos. Al día siguiente, Apac-Chadi pediría a cada señor y curaca local presentar como ofrenda de sacrificio a un niño noble para asegurar el éxito de la construcción, la seguridad de los albañiles y el orden social y político establecidos. Recordaba la historia de su abuelo, antiguo señor del Valle Alto quien, cuando fue construido el Templo del Anfiteatro donde ahora se reunían, tuvo que ofrecer en sacrificio a su hijo menor, el hermano que su padre nunca vio crecer y que contempló arder en una pira, envuelto en un fardo ceremonial.

Dos generaciones después, tiempo en el que los dioses les habían dado paz, buenas cosechas y armonía con los pueblos vecinos, se veía enfrentado a una dura prueba: aceptar lo que su posición y cargo lo obligaban a hacer y entregar a un hijo suyo para ofrecer a los dioses un regalo de la categoría que una construcción sagrada requería; o rebelarse ante ese ritual mortuorio que él, un hombre de su tiempo –2700 años antes de Cristo– ya consideraba cruel.

Hincó sus rodillas en tierra sagrada y oró

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