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La Primera por Desireé Campuzano

por Desireé Campuzano.

Todo comienza igual. Yo, un refrigerador vacío, colillas de cigarrillos en el piso y cervezas a mis pies. Yo, el ruido de los autos fuera de mi departamento, el olor a licor emanando de mi camisa y el teléfono sonando una y otra vez. Todo comienza igual. Acerco una de las muchas botellas a mis labios. Siento el burbujeante frío caer por mi garganta y lo siento llenar mi estómago. La primera siempre es de la que más me acuerdo.

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Cuando el teléfono suena por quinta vez, yo ya me he tomado aproximadamente diecisiete cervezas y comienzo a sentir mis labios amortiguados. Las dos vocecillas en mi cabeza se pelean por el mando. La primera intenta retomar la conciencia: levantarme y arrojar las botellas a la basura, pero desgraciadamente, la segunda voz tiene el control de todo el resto. Entonces me quedo con más botellas vacías a los pies y con más pensamientos asesinos en la cabeza. Aunque creo que necesito otro término; asesinos no son, porque asesinar, como verbo, significa “infligir un daño mortal a otro individuo, premeditadamente”. Y pues resulta que no está etimológicamente bien dicho el decir “mi mente me está asesinando”, porque al fin y al cabo, mi mente soy yo y yo soy mi mente. Excepto en veces como éstas, en las que yo soy mis manos y también soy mi mente, pero son dos yos diferentes, pero esos dos yos son yo. Cómo se supone que debes explicar cómo funciona tu mente si ni tú mismo la entiendes.

A la vigésima novena cerveza, decido —muy pobremente— salir a caminar hacia el bar que queda a unas cuadras. Me levanto y es en ese momento cuando todo el alcohol acumulado en mi cabeza se activa como una bomba. Y ahí lo siento. Siento cómo mi peso vence a la realidad. La habitación gira, y yo camino sobre las paredes, siento el tapiz sucio bajo mis manos, y ellas, al mismo tiempo, intentan aferrarse a algo para no caer, pero la habitación sigue girando y ahora ruedo hacia el techo como si la gravedad hubiera tomado un descanso y encargado su oficio a un niño de dos años que, en este instante, ha decidido aplastar los botones que controlan las leyes de la realidad como si fueran coloridas teclas de un piano. Ya en el techo, escucho las moscas volar y entiendo sus zumbidos, sé que la primera mosca me desprecia, la segunda halaga mi olor a cadáver y también agradece por todas las sobras que le sirven de banquete, y antes de escuchar lo que dice la tercera mosca, el techo da un giro brusco y me suelta de nuevo dejándome estrellar contra el sofá.

Sentado —desplomado— escucho al niño jugar con los botones, y cuando levanto la vista hacia mis manos, las veo alargarse, y cuando miro mis dedos siento que podrían atravesar la pared, el techo y las tejas que lo cubren también. Siento que, si los estiro lo suficiente, pasando por todo el cielo, pasando por mis amigas moscas y alejándose de todas las licorerías del planeta, llegarán a una estrella, y cuando llegasen a esa estrella, se incendiarían con el calor de ese pequeño sol, y tal vez en ese instante —solamente tal vez—, el fuego se esparcirá por mis brazos hasta llegar a mi corazón y al fin, la muerte llegaría a mí. Pero mis manos regresan a su lugar como un resorte que fue estirado hasta el tope; regresan un poco borrosas, pero regresan. Y levanto la cabeza a las luces que están en el techo, y tengo que entrecerrar los ojos para verlas. A pesar de que solamente quedan dos focos prendidos, ya que la semana pasada, harto de la vida, decidí hacerlos explotar, cogí el paraguas que había olvidado Sofía, ¿o era Alicia?, y los hice estallar de un golpe. Los dos focos me miran distorsionados y se comienzan a multiplicar. Cuatro, luego ocho, luego dieciséis, y cuando llegan a sesenta y cuatro bajo la cabeza.

“Estas luces de mierda me dejan la cabeza hecha una sopa”, piensa la cerveza que alcanzó a subir a mi cerebro y ahora está ayudando a la segunda voz a hacerme caminar hacia la puerta. Escucho las voces de las moscas a mis espaldas a la vez que tomo el pomo de la puerta y lo giro. Mis manos interestelares, torpes, lo hacen muy bruscamente y terminan golpeando la puerta contra el perchero que siempre me olvido de mover 48 centímetros más a su derecha para que deje de estorbar al abrir la puerta.

Salgo del portón y las luces de los edificios de mis vecinos me dan vueltas y los colores comienzan a mezclarse. “Maldito niño y sus botones” —piensa alguien—¿O pienso yo? Las ventanas color azul del edificio de la señora Elena y su gato, se mezclan con la luz amarilla que emana la casa de la familia Valencia, las cuales a su vez se tornan de un color violeta al chocar con la luz que explota de la televisión de 40 pulgadas del vecino del 7B. Y es como estar parado en la mitad de un huracán que absorbe colores y los hace chocar unos con otros. Pero la densidad del amarillo de los Valencia es mucho más densa que el azul de la señora Elena, pero ambos se ven opacados por la lluvia de colores que salen del 7B y es como una tormenta, y los truenos caen sobre mí, y siento el calor de las luces como si fueran el mismo sol.

3

Y en ese instante, escucho cómo la primera voz ya rendida ante la cerveza y su hermana, susurra: —Intento hacer que no mueras, pero ni tú me ayudas. Me rindo, Dios, me rindo. Pero sé que está mintiendo porque no puede rendirse, para eso está. Mañana en la mañana (si es que puedes llamar mañana a las 3 de la tarde), estoy cien por ciento seguro que estará al mando, recordando mis errores y evitando que tome la primera cerveza, otra vez.

No recuerdo mucho del camino hacia el bar más que el sonido de unas cuantas bocinas de autos junto con una madre alejando a su hijo de mí, y de un hermoso tropiezo con una lata de cola que causó que termine tendido en el piso con la cabeza sangrante. El bar me recibe como siempre, las puertas se abren, y me invitan un trago —un trago que yo mismo me invitaré porque, como última acción de la noche, la primera voz me recuerda que las puertas no pueden hablar y, peor aún, pagar wiskis a ebrios como yo—, las luces del bar son tenues y no lastiman mis ojos y mi silla de siempre es perfecta, justo al lado de un pilar para recostar mi espalda y a dos pasos de la máquina para poner música que siempre me sonríe cuando ya me he tomado mi segundo vaso de aguardiente.

Y después está la gente, las mujeres con escotes extremadamente exagerados buscando a alguien con quien pasar la noche, y que —como es de costumbre —si no encuentran, suelen terminar en mis ebrios brazos. Marco me saluda desde la barra con un vaso de whisky con hielo y lo sirve en frente de mi silla. Mientras me siento, observo al resto de idiotas en el salón. Y aseguro que todas las categorías estén completas: Las amigas solteras que quieren divertirse, de las cuales siempre hay dos que se alejarán del grupo apenas vean alguien dispuesto a llevarlas a casa; están los cincuenta-añeros buscando presas siempre con sus trajes caros, tomando un Martini, aprovechando el movimiento de sus brazos para dejar ver su reloj carísimo; tenemos a los que vienen al billar, pero atentan buscar otros hoyos que llenar también, con toda la grotesca imagen; aparte, en pequeños grupos están las esposas a las que sus esposos engañaron o que buscan engañar a sus esposo, y viceversa; y al final tenemos a la gente como yo, los que llegan ebrios al bar y salen del bar con más alcohol que sangre en las venas.

Después de analizar a mis grupos durante un largo tiempo porque mis ojos ahora han decidido que no quieren enfocar las imágenes que me rodean, por lo tanto, tengo que mantenerme extremadamente quieto —algo que es prácticamente imposible, porque la segunda voz y la cerveza ya no quieren que mis músculos se mantengan tensos, por lo tanto, me tambaleo desde mi silla— y entrecerrar los ojos para intentar aislar las luces de mi visión. Una vez rendido por mi intento de ver en simples y no dobles, me giro bruscamente a la barra para encontrar mis dos shots de aguardiente esperando para ser tomados.

—Ya me conoces —le digo a Marco, mientras tomo el vaso y lo levanto en son de brindis. Al tomarlo siento cómo mi esófago se quema, y escucho el líquido llegar a mi estómago, y lo siento desintegrarse en partículas más pequeñas que llenas de inhibidores, pasan por mi sangre y recorren todo mi cuerpo, suben hacia mi corazón donde una parte de esas partículas se queda allí y sale disparada hacia mis pulmones, subiendo por mi boca otra vez, haciendo que mi aliento y mi piel destile alcohol. El resto de las partículas sube hacia mi cerebro, y entre el remolino de luces, las conversaciones de extraños, Marco en la barra, el teléfono en mi casa, y todo lo demás, explota. Y todo el aguardiente toma el control de mi mente y se me olvida mi nombre, y las imágenes comienzan a entrecortarse como con esas luces titilantes, cambiando de una escena a otra sin mostrarme los intermedios.

El segundo shot, como ya mencioné, me hace levantarme hacia la máquina de música y escoger mi canción de todos los miércoles —aunque no sé si sea miércoles o domingo o viernes o marzo o julio —. Suena desde los parlantes la canción que escuché alguna vez cruzando el túnel hacia otro de los muchos bares que suelo visitar. Y mientras suena la canción, siento una mano delicada posarse en mi hombro y abrir sus lindos labios para decir: —¿Bailas? —. Pero su voz se escucha distorsionada como si parte de los parlantes y la canción, succionaran lo que emanan sus bellas cuerdas vocales. Y el eco, Dios, el eco. Las canciones, las voces, incluso sus labios son eco, son como si estuviera viendo el sonido que ya había escuchado antes, pero sin verlo. Es como si la habitación se cerrara conmigo en el centro, y me dejara oír todo claramente, pero al momento antes de que terminen las palabras, se volviera a abrir, haciendo que el sonido corra a buscar una superficie donde rebotar, huyendo de mí.

La muchacha que no puede tener más de veinte —aunque jura tener 25 — me dice que vayamos a mi departamento, y antes de poder llevármela a casa, se acerca un muchacho, joven, alto, con una camisa blanca. Con un brazo me arrebata a la muchacha de un sólo jalón, y con el otro, cerrando el puño, me lanza un golpe directo en la mandíbula, tirándome al piso.

Siento el sabor a sangre en la boca, ese sabor que sabe a metal, pero un metal salado, como lo hubieras dejado tomar sabor dentro de un mar y luego me lo hubieras puesto en la boca.

5

Mis brazos no parecen querer levantarme porque escucho cómo la segunda voz, con sus nuevos amigos —que aparentemente son más que sólo whisky y aguardiente, y de los cuales no parezco acordarme — han decidido que ver los rostros distorsionados de la gente que se arrodilla a mi alrededor, las caras de todos los curiosos por ver al pobre hombre al que le acaban de mandar un gancho del hijueputa. Entonces observamos rostros: vemos a las mujeres con sus labiales corridos, y sentimos

el olor de los hombres, de las colonias baratas, y de una que otra que huele a dinero. Al cabo de unos segundos, entre el eco de la gente, escucho la voz de la muchacha que me invitó a bailar, y eso me impulsa a levantarme, y la veo forcejeando para soltarse del muchacho, quien, a su vez, le lanza insultos. Al levantarme siento el peso de mi cuerpo querer desmoronarse, así que me apoyo en una mesa, y observo una botella de cerveza. Y con todas las voces en mi cabeza, tomo la cerveza en la mano y camino hacia la muchacha.

No recuerdo mucho después de eso, recuerdo haberle gritado algo como: “Imbécil, déjala en paz” o algo parecido. Y cuando se acercó lo suficiente a mí, con insultos y la cabeza bien en alto llena de alevosía y ego, tomé firme la botella en mi mano y la estrellé contra su cabeza. La escena se corta ahí, y la siguiente es Marco empujándome fuera del restaurante y mi mano llena de sangre. Se cierra el telón, y vuelve abrir cuando paro en un arbusto a vomitar todo lo que me he tomado y siento un dolor punzante en el estómago, y se me viene una imagen de un puño —o siete — golpeando mi pecho. La siguiente imagen, se vuelve tan compleja como el simple hecho de enfocarme en intentar subir los escalones hacia mi portón. Siento como si mis pies no fueran míos porque cuando quiero levantarlos, no parecen aceptar mi mando, entonces tropiezo contra las escaleras, y tendido en el piso, sintiendo la grava en las manos, se mueve la tierra. En ese momento, regresando a ver al cielo nublado, siento cómo el mundo orbita, y al mismo tiempo gira desplazándose por el espacio alrededor de una estrella que lo mantiene cerca. Y nos movemos en el espacio, en la mitad de la nada, pero en la mitad de todo, y siento el viento de estar moviéndome a 181 900 000 kilómetros por hora. Y me empuja y tengo que aferrarme al suelo con las uñas para que no me tumbe. Y siento cómo la sangre llena de partículas extrañas, se traslada por mi cuerpo a la misma velocidad, y en ese instante, el movimiento y yo somos uno. Somos uno mis piernas, mi segunda y primera voz, mis brazos y la cerveza, la sangre y sus partículas, y la tierra, y las estrellas, y el espacio, y siento todo como si nunca lo hubiera sentido porque mi mente y yo somos una y somos una con el universo entero.

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La siguiente imagen es menos placentera. Mi baño y mi camisa cubierta de vómito. Me levanto del excusado y lavo mis manos. Me arranco la camisa, y entre las luces que me queman los ojos y la falta de enfoque, observo mi cuerpo; mi frente con un corte que está lleno de sangre seca y tierra, mi quijada roja por el golpe del muchacho imbécil, y todo mi estómago lleno de moretones.

Y todo comienza a doler, así que hago lo que cualquier persona lógica haría: me acerco tambaleando a mi botiquín de medicinas y saco dos pastillas antiinflamatorias y dos analgésicos también y me los paso con un vaso de whisky de un sólo bocado. Y en mi cabeza, la segunda voz, se pregunta cuál de todos hará efecto primero, mientras que la primera que al fin despertó, pregunta cuál de todos me matará primero. Y yo no me pregunto nada, ya no puedo pensar; la saturación de sentimientos es tan impresionante y pesada, que dejo de sentir. El dolor se vuelve mareo, y el mareo se vuelve calma, y la calma se vuelve vacío. Y yo me vuelvo vacío. Y no hay nada. Las luces se apagan. Los sonidos se vuelven tan potentes que se terminan apagando, y el silencio ensordece mis oídos. Y me recuesto en mi colchón cual cadáver, y deseo la muerte, y tiro mis zapatos al piso, y deseo la muerte. Y reconozco que estoy ebrio, y deseo la muerte.

La siguiente imagen, es más un sonido, el sonido del maldito teléfono sonando otra vez. La luz del sol de mediodía me ciega los ojos, y siento el alcohol aún recorrer mis venas, pero esta vez lo hace de tal manera que me duele. Ha dejado de ser eficaz.

Me levanto al baño y observo mi rostro que podría estar peor; mi pecho, por otro lado, parece un vómito celestial, y por un momento me recuerda al cielo estrellado, hasta que lo toco con un dedo y el dolor me retuerce desde dentro. Así que voy a la cocina, y luego me recuesto en el sofá. Y adolorido, como siempre, con el refrigerador vacío y las colillas de cigarrillo y las cervezas vacías y el sonido de los autos y el incesante teléfono y mi camisa abierta emanando a alcohol, al igual que todos y cada uno de los poros de mi piel, acerco la botella de cerveza fría a mi boca y siento el refrescante burbujeo caer por mis labios hacia mi garganta, y lo escucho caer a mi estómago, y siento cómo se difunde en mi sangre.

La primera siempre es de la que más me acuerdo.

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