Nudo Gordiano #15

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Desireé Campuzano Todo comienza igual. Yo, un refrigerador vacío, colillas de cigarrillos en el piso y cervezas a mis pies. Yo, el ruido de los autos fuera de mi departamento, el olor a licor emanando de mi camisa y el teléfono sonando una y otra vez. Todo comienza igual. Acerco una de las muchas botellas a mis labios. Siento el burbujeante frío caer por mi garganta y lo siento llenar mi estómago. La primera siempre es de la que más me acuerdo. Cuando el teléfono suena por quinta vez, yo ya me he tomado aproximadamente diecisiete cervezas y comienzo a sentir mis labios amortiguados. Las dos vocecillas en mi cabeza se pelean por el mando. La primera intenta retomar la conciencia: levantarme y arrojar las botellas a la basura, pero desgraciadamente, la segunda voz tiene el control de todo el resto. Entonces me quedo con más botellas vacías a los pies y con más pensamientos asesinos en la cabeza. Aunque creo que necesito otro término; asesinos no son, porque asesinar, como verbo, significa “infligir un daño mortal a otro individuo, premeditadamente”. Y pues resulta que no está etimológicamente bien dicho el decir “mi mente me está asesinando”, porque al fin y al cabo, mi mente soy yo y yo soy mi mente. Excepto en veces como éstas, en las que yo soy mis manos y también soy mi mente, pero son dos yos diferentes, pero esos dos yos son yo. Cómo se supone que debes explicar cómo funciona tu mente si ni tú mismo la entiendes. A la vigésima novena cerveza, decido —muy pobremente— salir a caminar hacia el bar que queda a unas cuadras. Me levanto y es en ese momento cuando todo el alcohol acumulado en mi cabeza se activa como una bomba. Y ahí lo siento. Siento cómo mi peso vence a la realidad. La habitación gira, y yo camino sobre las paredes, siento el tapiz sucio bajo mis manos, y ellas, al mismo tiempo, intentan aferrarse a algo para no caer, pero la habitación sigue girando y ahora ruedo hacia el techo como si la gravedad hubiera tomado un descanso y encargado su oficio a un niño de dos años que, en este instante, ha decidido aplastar los botones que controlan las leyes de la realidad como si fueran coloridas teclas de un piano. Ya en el techo, escucho las moscas volar y entiendo sus zumbidos, sé que la primera mosca me desprecia, la segunda halaga mi olor 12


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