Noviembre/Diciembre 2020 No. 15
Nudo Gordiano DIRECTORIO Consejo Editorial Julio César Calleros Rodríguez Enrique Ocampo Osorno Julia Isabel Serrato Fonseca
Dirección Enrique Ocampo Osorno dirección@revistanudogordiano.com
Jefa de Diseño Editorial Mary Carmen Menchaca Maciel
Jefa de Contenidos y Marketing Linette Daniela Sánchez
Editora en Jefe
Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2020. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral
Ana Lorena Martínez Peña
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Difusión
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Erasmo W. Neumann
Ilustrador Esteban Hernández
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Índice Cuentos - la Espada Siempreviva
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Osvaldo Gutiérrez Espinoza
La Primera
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Desireé Campuzano
El Peso de la Tradición
18
José A. García
El Espantapájaros
21
José Rodolfo Espinoza Silva
Pasa la Caravana
24
Luis Enrique Franco Mata
No te Vayas
28
Sebastián Echegaray Rivera
Poemas - la Lanza El Arribo
34
Sebastián Nuñez Torres
En Esta Noche Sangra un Poema
36
John Guayllas
Recuerdo
38
Jesús Berra
Correagua
39
Ángel Moisés Rojas
Crónicas de una Neurótica Parasuicida
40
María Agustina Caro
El Hogar
45
Stephanie Guaño
Ensayos - El Buey El Pájaro Azul en Rubén Dario y Charles Bukowski
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Diego F. Llave
Lo Grotesco Literario y el Devenir del Monstruo Salvaje en los Estratos Julián Acevedo Rendón
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Osvaldo Gutiérrez Esparza Creo que ahora me he perdido. Sin duda ha sido así. Caminaba por un sendero terroso, lleno de zacate maltrecho y árboles brumosos. Llevaba un camino, eso lo recuerdo muy bien. Pero luego se me olvidó y tomé otro camino. Pero en resumidas cuentas, no recuerdo para dónde iba. A mi alrededor hay árboles, plantas, pequeños bichos que caminan lentamente arrastrando sus delicadas y diminutas patas sobre el suelo entre tierra, y pequeñas rocas que obstaculizaban los destinos de los bichos, cualesquiera que sean sus destinos. Mientras tanto, el aire soplaba, movía las hojas de los árboles y las pequeñas plantas del suelo. Algunas hojas caían, otras sólo parecían que estaban a punto de caer, y otros ni se inmutaban por los ventarrones. Pero lo que más me preocupaba, era el hecho de que me he perdido en el lugar donde algunas hojas caen y otras se mantienen. Me perdí en el lugar en que los bichos, sus destinos se ven frustrados por rocas diminutas que yo podría agarrar y tirar lejos. A parte de eso, me encuentro totalmente solo. No recuerdo si venía con alguien, si venía con mis amigos o familia. Tal vez con un tío, pero no estoy ciertamente seguro. ¡Oh, ya sé! ¡Venía con mi tía Catalina! No, aunque creo que no pudo haber sido ella. Hace ya varios años que no la veo. Pero lo que sí puedo ver, es cómo las hojas tardan un tiempo infinito en caer desde los altos árboles.
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Recuerdo muy poco por dónde venía, recuerdo más o menos el ruido de un arroyo que fluía debajo de un puente que lucía bastante viejo. Se veía más viejo que la tierra que le cubría, más viejo que el agua que fluía violentamente, y más viejo que los árboles. Era un puente viejo, le faltaban pedazos. Alguien podía caer desde ahí como las hojas que se deslizan sobre el viento de manera interminable, siendo arrastradas por esas corrientes de aire que todo parecen llevarse lejos, para no volver a ver lo que se llevó. Esos interminables viajes de las plantas y las hojas que se despiden del cálido suelo en el que habitaban. Me pregunto sobre esas hojas que caen constantemente; ¿qué pasaría si los árboles se quedan sin hojas para soltar?, ¿qué pasa si no vuelvo de dónde venía? Aunque, no sé de dónde venía. Pero lo que sí sé es que todos venimos de algún lugar. Las hojas que caen de los árboles vienen de los árboles, los árboles que fuertes vienen de la tierra. Y todo viene de algún lugar. Pero yo, no recuerdo de dónde venía ni de dónde soy. Sólo sé que todo este tiempo me he venido preguntando en dónde estoy. Tal vez he olvidado que siempre he estado aquí. —Sí, yo también me pregunto si siempre he estado aquí. Aunque, ya conozco la respuesta y nunca te la diré. Porque, aunque te la dijera, jamás la entenderías. Recuerda: el sol se pone siempre sobre ti y la luna también. Nunca sales, nunca corres, sólo observas cómo las cosas son cosas y las nubes navegan por el cielo. Como la espuma blanca sobre el agua salada. La vocecilla chillante parecía no venir de alguien cercano. Miré a mi alrededor pero no se divisaba a ninguna persona. Sin embargo, de nueva cuenta, esa extraña vocecilla pronunció con curiosidad: —¿Por qué miras así a todos lados? ¿Acaso tienes miedo de lo que dije? —decía rítmicamente una pequeña boca que se movía en una planta del suelo justo a un lado de mí. No podía creerlo, resultaba tan misteriosa y me causaba miedo. La planta que estaba a mi lado podía hablar y preguntarme cosas. No era como esas hojas que caían para quedar en el suelo por siempre a menos que el aire las moviera y las llevara a otros lugares. Esta planta parecía tener voz y ser una parlanchina.
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Sus colores y forma le daban un aspecto bello y perfecto que se quedaba en mis pensamientos como algo que sé, que por nada olvidaría. Todos sus detalles, todas las curvas y líneas me parecían una pintura que volveré a encontrar en mis sueños al dormir. ─¿Y bueno? ¿Te vas a quedar ahí todo el rato con la boca abierta? ¿A caso te parece extraño que una planta hable? Créeme, lo que está entre las estrellas y no alcanzas a ver lo es aún más. Una planta parlanchina y perfecta como yo es lo menos extraño que hay. Soy una siempreviva. Mi nombre lo dice, siempre estamos vivas. Tenemos formas muy definidas que el ojo humano lo empieza a ver todo confuso y se pierde en mis líneas. Tan sólo miraba cómo una boca diminuta sacaba palabras de no sé dónde. Pero sucedía. Me hablaba la planta del suelo, enterrada entre piedras y tierra.
— ¿Qué pasó? ¿Te perdiste? Oh, vaya. Todos se pierden por aquí. No te preocupes. No hay nada que temer cuando a todos les pasa lo mismo. ¿No crees? —Pero yo no quiero perderme aquí, no pertenezco a este lugar extraño — contesté gritándole. —Y yo no deseo ser una planta que habla con personas que le gritan. Pero mírame. Aquí estoy. ¿Crees que quiero ser una siempreviva? No. Me gusta mi forma, me gustan mis líneas y confusión. Parece como si mis líneas estuvieran en todo lo que ves. Pero no quiero ser una planta. A veces tengo ese extraño sueño en el que… ¡Yo estoy perdido! No sé de dónde vengo ni a dónde voy. ─ Bueno, y si me sigues interrumpiendo creo que menos llegaremos al final de todo esto. Pero ahora que lo pienso, me encontraba perdida también hace tiempo. Andaba por ahí, luego por allá, y al final estoy aquí hablando contigo que también dices estar perdido. Todo es tan extraño, pero nunca tan extraño como lo que ni siquiera llegaremos a pensar o ver. ─
¡Nunca podré regresar a casa!
─ ¡Ya cálmate! Tal vez no lo recuerdas y ésta es tu casa. Todo esto, todo árbol y arroyo que ves. Cada ave que vuela veloz, cada brisa que refresca 8
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y lluvia que humedece. Cada pequeño bicho que se arrastra, cada ninfa que se esconde entre arbustos esperando nunca ser descubierta, y obrar como lo ha venido haciendo desde siempre. Desde antes que tú y yo estuviéramos hablando, y que seguirá andante incluso cuando dejemos de hablar para siempre. Escondiese, esa ninfa que no se ve y se transforma en madera o agua. Siempre oculta a los ojos que desean entenderlo todo. ─
¿Qué? No sé de qué hablas.
─Bueno, tengo demasiados pensamientos. Cuando se vive en el bosque se observan cosas que es mejor no decírselas a nadie más porque resulta difícil que nos crean. Qué importa, sólo soy una siempreviva. Estaba cansado. Tengo mucha hambre, y creo que hablar con la siempreviva sólo me ha dado más preguntas. A este paso me resultará más complicado saber a dónde voy. Tal vez si me pongo a pensar mucho sobre lo que venía haciendo pueda llegar a recordar un poco más. Pero cada vez que lo intento sólo recuerdo árboles y arroyos que fluyen como si desde el fondo algunas manos chapotearan. Es todo lo que recuerdo. Mientras tanto, soportar a esa siempreviva a toda costa. Me resulta extraño todo lo que ha sucedido hoy. No recuerdo que las plantas o las flores tuvieran voz. Siempre las había visto quietas, mudas, siempre expectantes a todo lo que pasa en el mundo y sin poder hacer nada al respecto. Siempre parte del flujo que todo se lleva. Aunque, como no recuerdo nada, puede que haya olvidado que las plantas tenían su voz. No lo sé, no tengo certeza de nada. Se vuelve noche, la tarde avanza rápido sacando al sol del cielo. No quisiera pasar una noche bajo las estrellas que apenas y pueden iluminar a cada árbol y hoja que hay en toda esta arboleda. Lo mejor que puedo hacer es quedarme con la siempreviva a su lado, recostado en el suelo sin importar que me manche de tierra y lodo. Es todo para lo que aún me quedan algunas fuerzas, quedarme aquí, quieto e inmóvil observando todo lo que sucede. Estaré con la siempreviva hablando y eso me hará sentir menos solo. Pero antes, creo que debo disculparme por haberle gritado. ─ Perdón… por haberte gritado…en verdad lo siento. No… me sentía bien, estaba asustado. Me encuentro perdido y no sé qué hacer. ─Lo entiendo perfectamente, créeme ─dijo mientras movía un poco de tierra a su alrededor.
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¿Cómo es que lo entiendes? ─mencioné un poco intrigado. ─
Sólo lo sé.
─Bueno, por lo menos lograremos disfrutar de los últimos rayos de sol, de esta tarde tan extraña. Ver la luna y platicar hasta caer dormidos. Espero poder descansar un poco, y en la mañana seguir con el que se supone es mi camino de regreso o al menos recordar un poco. Sabes, planta, estoy segurísimo de que las plantas no hablan. Pero hoy en día las cosas tienen menos certeza. Puede ser que haya olvidado que las plantas hablan, olvidé tal vez las cosas más importantes de este mundo. ─ No te preocupes. Sé que es extraño todo. Tan sólo mira todas mis líneas, son tan hipnóticas que te hace ver laberintos donde se supone sólo hay plantas. Sabes, chico, quisiera navegar como aquellas últimas aves que se dirigen a sus nidos para encontrar calor durante la llegada de la noche fresca con sus estrellas, apaciguando el calor que la tarde dejó. Sin embargo, aquí estamos sentados. Bueno, yo sólo estoy donde siempre he estado. Tú sí estás sentado. Y las aves seguían volando hacia un horizonte del que no se veía fin sino sólo colores que cambiaban. La oscuridad comenzaba a empujar lo que quedaba del sol hacia otro lado donde fuera más necesario. Los puntos blancos, las estrellas, parpadeaban desde el alto cielo negruzco. Una brisa revitalizadora hacía tambalear las hojas de los árboles más altos, sacudía mis cabellos castaños y erizaba la punta de los pelos de mis brazos. Las nubes oscuras, la luna oculta, las formas de los árboles más alejados que se confundían con extrañas de criaturas míticas de tiempos olvidados. La sombra de las ninfas que mantenían en regla la arboleda, los ojos brillantes de extraños seres de los que nada se sabía más que sus ojos brillaban entre los gruesos árboles en una noche fresca. La humedad del suelo no cambiaba, se sentía igual desde la mañana. Eso no cambiaba, me tranquilizaba un poco a pesar de las cambiantes formas que la arboleda comenzaba a tomar. A pesar de los lejanos murmullos de los que nada puedo entender. Cada vez se volvía menos preciso de que se trataba todo, cada vez resultaba más difícil diferenciar las formas de las cosas. 10
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Pensaba, tal vez, que era un sueño que apenas llegue la mañana, olvidaré con el calor del sol sobre mi piel y cabellos.
O tal vez todo tenía lugar. Las formas se volverían más extrañas conforme la noche se volviese más oscura y menos seguro de las cosas podría estar ya. Sólo podía reconfortarme con la voz de la siempreviva que me seguía el hilo de las cosas. Pasamos el resto de la noche hablando hasta caer dormidos, entre risas y palabras que sólo no terminaban. Veíamos las luces estelares que se intensificaban junto a la luna llena de pozos que se distinguían muy bien desde este lado de la arboleda. Podía ver cómo esos puntos titilantes cambiaban de posición cuando una mirada tardía era lanzada. La luna se movía también, huyendo del sol que siempre le perseguiría. No pude más, la noche me hizo dormir y las estrellas me mirarían atentas mientras estuviera inmóvil. Sentí el calor de una mañana nebulosa, el día era húmedo de nuevo. Sentía cómo mi cuerpo era calentado por la luz del sol que se escabullía desde el horizonte anaranjado mientras que las estrellas se despedían. Y entonces caí en cuenta de lo que sucedía. Desperté como una siempreviva de líneas confusas llena de laberintos. Tuve el sueño más extraño, un niño se perdía en esta arboleda. Yo podía hablar con él y me respondía. Entonces, la mañana siguió con este sol que calentando la tierra me recordaba el único lugar que podré tener. En eso, el sonido de unos pasos apresurados se escuchó detrás de un arbusto que se movió. Y a lo lejos en el arroyo se distinguía una figura que se sumergía desvaneciéndose entre el agua.
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Desireé Campuzano Todo comienza igual. Yo, un refrigerador vacío, colillas de cigarrillos en el piso y cervezas a mis pies. Yo, el ruido de los autos fuera de mi departamento, el olor a licor emanando de mi camisa y el teléfono sonando una y otra vez. Todo comienza igual. Acerco una de las muchas botellas a mis labios. Siento el burbujeante frío caer por mi garganta y lo siento llenar mi estómago. La primera siempre es de la que más me acuerdo. Cuando el teléfono suena por quinta vez, yo ya me he tomado aproximadamente diecisiete cervezas y comienzo a sentir mis labios amortiguados. Las dos vocecillas en mi cabeza se pelean por el mando. La primera intenta retomar la conciencia: levantarme y arrojar las botellas a la basura, pero desgraciadamente, la segunda voz tiene el control de todo el resto. Entonces me quedo con más botellas vacías a los pies y con más pensamientos asesinos en la cabeza. Aunque creo que necesito otro término; asesinos no son, porque asesinar, como verbo, significa “infligir un daño mortal a otro individuo, premeditadamente”. Y pues resulta que no está etimológicamente bien dicho el decir “mi mente me está asesinando”, porque al fin y al cabo, mi mente soy yo y yo soy mi mente. Excepto en veces como éstas, en las que yo soy mis manos y también soy mi mente, pero son dos yos diferentes, pero esos dos yos son yo. Cómo se supone que debes explicar cómo funciona tu mente si ni tú mismo la entiendes. A la vigésima novena cerveza, decido —muy pobremente— salir a caminar hacia el bar que queda a unas cuadras. Me levanto y es en ese momento cuando todo el alcohol acumulado en mi cabeza se activa como una bomba. Y ahí lo siento. Siento cómo mi peso vence a la realidad. La habitación gira, y yo camino sobre las paredes, siento el tapiz sucio bajo mis manos, y ellas, al mismo tiempo, intentan aferrarse a algo para no caer, pero la habitación sigue girando y ahora ruedo hacia el techo como si la gravedad hubiera tomado un descanso y encargado su oficio a un niño de dos años que, en este instante, ha decidido aplastar los botones que controlan las leyes de la realidad como si fueran coloridas teclas de un piano. Ya en el techo, escucho las moscas volar y entiendo sus zumbidos, sé que la primera mosca me desprecia, la segunda halaga mi olor 12
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2 a cadáver y también agradece por todas las sobras que le sirven de banquete, y antes de escuchar lo que dice la tercera mosca, el techo da un giro brusco y me suelta de nuevo dejándome estrellar contra el sofá. Sentado —desplomado— escucho al niño jugar con los botones, y cuando levanto la vista hacia mis manos, las veo alargarse, y cuando miro mis dedos siento que podrían atravesar la pared, el techo y las tejas que lo cubren también. Siento que, si los estiro lo suficiente, pasando por todo el cielo, pasando por mis amigas moscas y alejándose de todas las licorerías del planeta, llegarán a una estrella, y cuando llegasen a esa estrella, se incendiarían con el calor de ese pequeño sol, y tal vez en ese instante —solamente tal vez—, el fuego se esparcirá por mis brazos hasta llegar a mi corazón y al fin, la muerte llegaría a mí. Pero mis manos regresan a su lugar como un resorte que fue estirado hasta el tope; regresan un poco borrosas, pero regresan. Y levanto la cabeza a las luces que están en el techo, y tengo que entrecerrar los ojos para verlas. A pesar de que solamente quedan dos focos prendidos, ya que la semana pasada, harto de la vida, decidí hacerlos explotar, cogí el paraguas que había olvidado Sofía, ¿o era Alicia?, y los hice estallar de un golpe. Los dos focos me miran distorsionados y se comienzan a multiplicar. Cuatro, luego ocho, luego dieciséis, y cuando llegan a sesenta y cuatro bajo la cabeza. “Estas luces de mierda me dejan la cabeza hecha una sopa”, piensa la cerveza que alcanzó a subir a mi cerebro y ahora está ayudando a la segunda voz a hacerme caminar hacia la puerta. Escucho las voces de las moscas a mis espaldas a la vez que tomo el pomo de la puerta y lo giro. Mis manos interestelares, torpes, lo hacen muy bruscamente y terminan golpeando la puerta contra el perchero que siempre me olvido de mover 48 centímetros más a su derecha para que deje de estorbar al abrir la puerta. Salgo del portón y las luces de los edificios de mis vecinos me dan vueltas y los colores comienzan a mezclarse. “Maldito niño y sus botones” —piensa alguien—¿O pienso yo? Las ventanas color azul del edificio de la señora Elena y su gato, se mezclan con la luz amarilla que emana la casa de la familia Valencia, las cuales a su vez se tornan de un color violeta al chocar con la luz que explota de la televisión de 40 pulgadas del vecino del 7B. Y es como 13
estar parado en la mitad de un huracán que absorbe colores y los hace chocar unos con otros. Pero la densidad del amarillo de los Valencia es mucho más densa que el azul de la señora Elena, pero ambos se ven opacados por la lluvia de colores que salen del 7B y es como una tormenta, y los truenos caen sobre mí, y siento el calor de las luces como si fueran el mismo sol. 3 Y en ese instante, escucho cómo la primera voz ya rendida ante la cerveza y su hermana, susurra: —Intento hacer que no mueras, pero ni tú me ayudas. Me rindo, Dios, me rindo. Pero sé que está mintiendo porque no puede rendirse, para eso está. Mañana en la mañana (si es que puedes llamar mañana a las 3 de la tarde), estoy cien por ciento seguro que estará al mando, recordando mis errores y evitando que tome la primera cerveza, otra vez. No recuerdo mucho del camino hacia el bar más que el sonido de unas cuantas bocinas de autos junto con una madre alejando a su hijo de mí, y de un hermoso tropiezo con una lata de cola que causó que termine tendido en el piso con la cabeza sangrante. El bar me recibe como siempre, las puertas se abren, y me invitan un trago —un trago que yo mismo me invitaré porque, como última acción de la noche, la primera voz me recuerda que las puertas no pueden hablar y, peor aún, pagar wiskis a ebrios como yo—, las luces del bar son tenues y no lastiman mis ojos y mi silla de siempre es perfecta, justo al lado de un pilar para recostar mi espalda y a dos pasos de la máquina para poner música que siempre me sonríe cuando ya me he tomado mi segundo vaso de aguardiente. Y después está la gente, las mujeres con escotes extremadamente exagerados buscando a alguien con quien pasar la noche, y que —como es de costumbre —si no encuentran, suelen terminar en mis ebrios brazos. Marco me saluda desde la barra con un vaso de whisky con hielo y lo sirve en frente de mi silla. Mientras me siento, observo al resto de idiotas en el salón. Y aseguro que todas las categorías estén completas: Las amigas solteras que quieren divertirse, de las cuales siempre hay dos que se alejarán del grupo apenas vean alguien dispuesto a llevarlas a casa; están los cincuenta-añeros buscando presas siempre con sus trajes caros, tomando un Martini, aprovechando el movimiento de sus brazos para dejar ver su reloj carísimo; tenemos a los que vienen al billar, pero atentan buscar otros hoyos que llenar también, con toda la grotesca imagen; aparte, en pequeños grupos están las esposas a las que sus esposos engañaron o que buscan engañar a sus esposo, y viceversa; y al final tenemos a la gente como yo, los que llegan ebrios al bar y salen del bar con más alcohol que sangre en las venas.
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Después de analizar a mis grupos durante un largo tiempo porque mis ojos ahora han decidido que no quieren enfocar las imágenes que me rodean, por lo tanto, tengo que mantenerme extremadamente quieto —algo que es prácticamente imposible, porque la segunda voz y la cerveza ya no quieren que mis músculos se mantengan tensos, por lo tanto, me tambaleo desde mi silla— y entrecerrar los ojos para intentar aislar las luces de mi visión. Una vez rendido por mi intento de 4 ver en simples y no dobles, me giro bruscamente a la barra para encontrar mis dos shots de aguardiente esperando para ser tomados. —Ya me conoces —le digo a Marco, mientras tomo el vaso y lo levanto en son de brindis. Al tomarlo siento cómo mi esófago se quema, y escucho el líquido llegar a mi estómago, y lo siento desintegrarse en partículas más pequeñas que llenas de inhibidores, pasan por mi sangre y recorren todo mi cuerpo, suben hacia mi corazón donde una parte de esas partículas se queda allí y sale disparada hacia mis pulmones, subiendo por mi boca otra vez, haciendo que mi aliento y mi piel destile alcohol. El resto de las partículas sube hacia mi cerebro, y entre el remolino de luces, las conversaciones de extraños, Marco en la barra, el teléfono en mi casa, y todo lo demás, explota. Y todo el aguardiente toma el control de mi mente y se me olvida mi nombre, y las imágenes comienzan a entrecortarse como con esas luces titilantes, cambiando de una escena a otra sin mostrarme los intermedios.
El segundo shot, como ya mencioné, me hace levantarme hacia la máquina de música y escoger mi canción de todos los miércoles —aunque no sé si sea miércoles o domingo o viernes o marzo o julio —. Suena desde los
parlantes la canción que escuché alguna vez cruzando el túnel hacia otro de los muchos bares que suelo visitar. Y mientras suena la canción, siento una mano delicada posarse en mi hombro y abrir sus lindos labios para decir: —¿Bailas? —. Pero su voz se escucha distorsionada como si parte de los parlantes y la canción, succionaran lo que emanan sus bellas cuerdas vocales. Y el eco, Dios, el eco. Las canciones, las voces, incluso sus labios son eco, son como si estuviera viendo el sonido que ya había escuchado antes, pero sin verlo. Es como si la habitación se cerrara conmigo en el centro, y me dejara oír todo claramente, pero al momento antes de que terminen las palabras, se volviera a abrir, haciendo que el sonido corra a buscar una superficie donde rebotar, huyendo de mí. La muchacha que no puede tener más de veinte —aunque jura tener 25 — me dice que vayamos a mi departamento, y antes de poder llevármela a casa, se acerca un muchacho, joven, alto, con una camisa blanca. Con un brazo me arrebata a la muchacha de un sólo jalón, y con el otro, cerrando el puño, me lanza un golpe directo en la mandíbula, tirándome al piso. Siento el sabor a sangre en la boca, ese sabor que sabe a metal, pero un metal salado, como lo hubieras dejado tomar sabor dentro de un mar y luego me lo hubieras puesto en la boca. 5 Mis brazos no parecen querer levantarme porque escucho cómo la segunda voz, con sus nuevos amigos —que aparentemente son más que sólo whisky y aguardiente, y de los cuales no parezco acordarme — han decidido que ver los rostros distorsionados de la gente que se arrodilla a mi alrededor, las caras de todos los curiosos por ver al pobre hombre al que le acaban de mandar un gancho del hijueputa. Entonces observamos rostros: vemos a las mujeres con sus labiales corridos, y sentimos 15
el olor de los hombres, de las colonias baratas, y de una que otra que huele a dinero. Al cabo de unos segundos, entre el eco de la gente, escucho la voz de la muchacha que me invitó a bailar, y eso me impulsa a levantarme, y la veo forcejeando para soltarse del muchacho, quien, a su vez, le lanza insultos. Al levantarme siento el peso de mi cuerpo querer desmoronarse, así que me apoyo en una mesa, y observo una botella de cerveza. Y con todas las voces en mi cabeza, tomo la cerveza en la mano y camino hacia la muchacha. No recuerdo mucho después de eso, recuerdo haberle gritado algo como: “Imbécil, déjala en paz” o algo parecido. Y cuando se acercó lo suficiente a mí, con insultos y la cabeza bien en alto llena de alevosía y ego, tomé firme la botella en mi mano y la estrellé contra su cabeza. La escena se corta ahí, y la siguiente es Marco empujándome fuera del restaurante y mi mano llena de sangre. Se cierra el telón, y vuelve abrir cuando paro en un arbusto a vomitar todo lo que me he tomado y siento un dolor punzante en el estómago, y se me viene una imagen de un puño —o siete — golpeando mi pecho. La siguiente imagen, se vuelve tan compleja como el simple hecho de enfocarme en intentar subir los escalones hacia mi portón. Siento como si mis pies no fueran míos porque cuando quiero levantarlos, no parecen aceptar mi mando, entonces tropiezo contra las escaleras, y tendido en el piso, sintiendo la grava en las manos, se mueve la tierra. En ese momento, regresando a ver al cielo nublado, siento cómo el mundo orbita, y al mismo tiempo gira desplazándose por el espacio alrededor de una estrella que lo mantiene cerca. Y nos movemos en el espacio, en la mitad de la nada, pero en la mitad de todo, y siento el viento de estar moviéndome a 181 900 000 kilómetros por hora. Y me empuja y tengo que aferrarme al suelo con las uñas para que no me tumbe. Y siento cómo la sangre llena de partículas extrañas, se traslada por mi cuerpo a la misma velocidad, y en ese instante, el movimiento y yo somos uno. Somos uno mis piernas, mi segunda y primera voz, mis brazos y la cerveza, la sangre y sus partículas, y la tierra, y las estrellas, y el espacio, y siento todo como si nunca lo hubiera sentido porque mi mente y yo somos una y somos una con el universo entero. 6 La siguiente imagen es menos placentera. Mi baño y mi camisa cubierta de vómito. Me levanto del excusado y lavo mis manos. Me arranco la camisa, y entre las luces que me queman los ojos y la falta de enfoque, observo mi cuerpo; mi frente con un corte que está lleno de sangre seca y tierra, mi quijada roja por el golpe del muchacho imbécil, y todo mi estómago lleno de moretones. 16
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Y todo comienza a doler, así que hago lo que cualquier persona lógica haría: me acerco tambaleando a mi botiquín de medicinas y saco dos pastillas antiinflamatorias y dos analgésicos también y me los paso con un vaso de whisky de un sólo bocado. Y en mi cabeza, la segunda voz, se pregunta cuál de todos hará efecto primero, mientras que la primera que al fin despertó, pregunta cuál de todos me matará primero. Y yo no me pregunto nada, ya no puedo pensar; la saturación de sentimientos es tan impresionante y pesada, que dejo de sentir. El dolor se vuelve mareo, y el mareo se vuelve calma, y la calma se vuelve vacío. Y yo me vuelvo vacío. Y no hay nada. Las luces se apagan. Los sonidos se vuelven tan potentes que se terminan apagando, y el silencio ensordece mis oídos. Y me recuesto en mi colchón cual cadáver, y deseo la muerte, y tiro mis zapatos al piso, y deseo la muerte. Y reconozco que estoy ebrio, y deseo la muerte. La siguiente imagen, es más un sonido, el sonido del maldito teléfono sonando otra vez. La luz del sol de mediodía me ciega los ojos, y siento el alcohol aún recorrer mis venas, pero esta vez lo hace de tal manera que me duele. Ha dejado de ser eficaz. Me levanto al baño y observo mi rostro que podría estar peor; mi pecho, por otro lado, parece un vómito celestial, y por un momento me recuerda al cielo estrellado, hasta que lo toco con un dedo y el dolor me retuerce desde dentro. Así que voy a la cocina, y luego me recuesto en el sofá. Y adolorido, como siempre, con el refrigerador vacío y las colillas de cigarrillo y las cervezas vacías y el sonido de los autos y el incesante teléfono y mi camisa abierta emanando a alcohol, al igual que todos y cada uno de los poros de mi piel, acerco la botella de cerveza fría a mi boca y siento el refrescante burbujeo caer por mis labios hacia mi garganta, y lo escucho caer a mi estómago, y siento cómo se difunde en mi sangre.
La primera siempre es de la que más me acuerdo.
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José A. García —Somos seres de tradición —saludó el prelado. —Lo seremos por siempre —respondió el hombre sin dejar de trabajar la tierra. Lo había descubierto acercándose desde la distancia, a pesar de lo cual, no dejó de remover la vieja pala, mellada y oxidada, que se encontraba en el cobertizo del pueblo. No le preocupaba nada más. —¿Cómo va tu día? —preguntó el prelado. —Igual que los anteriores. —¿Cuánto has avanzado hoy? —Te acercas a mis tierras todos los días, casi siempre al momento del crepúsculo, y haces la misma pregunta —dijo el hombre mirando al prelado por sobre su hombro, sin girarse por completo. No era resentimiento lo que cargaban sus palabras, sino otra cosa más difícil de definir—. Intercambiamos algunas frases y luego regresas a tus libros, tus historias y tu retórica como si nada. No me interesa que eso se transforme en nuestra tradición particular, no hagamos de una fórmula convencional para saludarse, una realidad. —Clavó la pala en la tierra y se volvió—. Además, ambos sabemos que en verdad poco te importa lo que haga o deje de hacer. Lo que te preocupa es otra cosa. En silencio, el prelado miró los surcos de la tierra y la humedad que se evaporaba poco a poco bajo el inclemente sol de tan inusual otoño. —Me preocupa que algo te suceda —Admitió. —Antes de que cumpla. Dilo, ambos lo sabemos. —Eso también es cierto —Reconoció el prelado—. Tampoco hace falta que lo señales ni que lo hagas ver como algo tan atroz. Piensa, en cambio, que es… —Necesario —Interrumpió el hombre mirando hacia los lados. —Cierto —respondió el prelado sin notar el tono en que se pronunciaba aquella palabra. Ninguno dijo nada durante varios minutos. El hombre tomó nuevamente la pala, hizo un pequeño pero profundo pozo antes de arrojar una diminuta, casi invisible, semilla y volver a taparlo. Cuando la tierra formó un montículo sobre la semilla, la mojó con un poco de agua de una cantimplora casi vacía. 18
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—Eso de nada servirá —dijo el prelado—. Faltará más agua. —Ya lloverá —respondió el hombre. —Me gustaría comprender por qué lo haces. —¿Cuáles fueron tus palabras cuando me buscaste la primera vez? Y me refiero a aquella vez en la que ya todos en el pueblo sabíamos la verdad… ¿Las recuerdas? —Sabes muy bien que sí —respondió el prelado. —Aquí también estoy haciendo lo necesario. —No te entiendo. —Ni espero que lo hagas. —Podrías hacer el intento de que te comprendiera —dijo el prelado—. De ese modo quizá podría ayudarte. No tienes por qué cargar con todo ese peso sobre tus hombros. —Cada tarde respondo de igual manera. ¿Por qué hoy sería diferente? —dijo el hombre girándose una vez más. —¿Por qué esta tarde debería ser igual a las anteriores? ¿Por qué hacer de nuestros encuentros una tradición tan rígida? —preguntó el prelado sintiendo que acababa de anotarse un punto a su favor. Tal vez vencido por la constante insistencia, cansado por el esfuerzo de días, aburrido por la soledad de aquellas tierras tan alejadas del pueblo, o por cualquier otra razón carente de importancia, el hombre volvió a dejar la pala a un lado y se sentó en la tierra. El prelado, cuidando la pulcritud de sus ropas ya raídas y remendadas incontables veces, continuó de pie a pesar del dolor en sus piernas tras tanto caminar. —¿Recuerdas que te encargaste de descubrir que era el último hombre fértil del pueblo…? ¿Cuándo fue eso? —Hace dieciséis años, cinco meses y dos semanas —respondió el prelado. —¿Tanto? —Se sorprendió el hombre—. Hubiera creído que eran unos años menos… Pero no importa, más a mi favor. ¿Qué he estado haciendo desde entonces? —Lo sabes tan bien como yo —respondió el prelado bajando la mirada. —He servido a cada hembra disponible del pueblo y, por lo que he podido averiguar, también lo he hecho con alguna que no lo era a pesar de haber aclarado que no intervendría en otros lugares. Incluso en ciertos casos tuve que hacerlo en más de una ocasión. Y nunca por mi propio gusto. Ni siquiera una vez… —No lo diría de ese modo, no somos animales —respondió el prelado. —Dilo como quieras. No somos animales pero lo parecemos —dijo el hombre escupiendo en la tierra antes de agregar—. Se sentía de ese modo.
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—Debíamos asegurar la siguiente generación, eras el único capaz de entre todos los hombres que regresaron de… —no completó la frase, tampoco hacía falta. El sol se ocultaba con rapidez tras el horizonte en el norte lejano. Lo miraron en silencio, antes de que el hombre pudiera volver a hablar. —Cuando nací —dijo el hombre sin desprenderse de la pala—, mi padre plantó un paulownias, un árbol, para mí. Es una tradición ancestral de algún pueblo que ya no existe. Estoy seguro que debe de haberlo leído en algún lado, porque siempre hemos vivido aquí y esos árboles no se encontraban en la comarca antes de mi nacimiento. Ni siquiera hay una palabra en nuestro idioma para nombrarlos. —¿Es el árbol junto a la casa? —preguntó el prelado. El hombre asintió. —Según esa misma tradición, debía talarlo y construir algo útil para el hogar con su madera el día que me casara… Nunca me casé, claramente… En fin. —Todavía hay tiempo para eso, eres joven —dijo el prelado. —Al cuerno con ello. No puedo hacerlo, no después de todo… de todo… eso — respondió atragantándose con las palabras. —Comprendo —dijo el prelado. —¿Ah, sí? Pues qué bueno —respondió con sarcasmo. —Intentaba ser… —Eso sí que no es necesario. —Entonces —dijo el prelado para evitar que el diálogo muriera—, cada uno de aquellos árboles, y las semillas que te he visto plantar, son… —Desconozco cuántos han nacido gracias a mis… necesarios esfuerzos… — dijo el hombre mirándose las manos—. Para ellos son estos árboles. Para que crezcan como ellos, para que… —se atragantó intentando disimular un sollozo y el temblor en sus palabras—. No. Ya ni siquiera sé para qué lo hago. La noche había caído mientras hablaban; las nubes ocultaban la luna lo suficiente para que ninguno de los dos se entera de que tanto uno como el otro lloraba por igual. —Somos seres de tradición —saludó el prelado a media voz comenzado a alejarse. —Lo seremos por siempre —respondió el hombre por lo bajo.
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José Rodolfo Espinosa Silva ¿Quieres saber cómo terminé aquí? Fue a causa de los cuervos. ¡Vaya que son listos! ¡No! ¡No me pongas esa cara! Esto sucedió antes de que nacieras… ¡Ven, pósate sobre mi hombro! Te contaré la historia. ¿Dónde estaba? Ah, sí… ¡Ustedes son muy listos! Una vez vi un documental acerca de una parvada como la tuya que imitaba el aullido de los lobos. ¿El motivo? El lobo llegaba a la zona y capturaba a la presa que la parvada había visto y, luego de comer, dejaba la mesa lista para ellos. Los cuervos son como nosotros, omnívoros y oportunistas, comen de todo y, por eso, al llegar al rancho del abuelo Hermes, no me sorprendió que intentaran comerse el maíz. Lo que me pareció increíble fue que un viejo y descolorido espantapájaros los mantuviera a raya. Digo, se supone que son tan inteligentes como para recordar rostros y hacer funerales a sus muertos. ¿Acaso, no se dan cuenta que aquel muñeco clavado en la tierra no puede hacerles ningún daño? Eso mismo se lo pregunté un día al abuelo mientras veía por la ventana cómo uno de ustedes descendía en diagonal y frenó en el último momento, a pocos centímetros del espantapájaros. Las plumas negras se encresparon y pareció detener el viento. El cuervo hizo una elegante maniobra y dio media vuelta hasta posarse en un deshojado algarrobo, el más cercano al maizal y ahí se quedó… —Tal vez no sean tan listos, no creas todo lo que dicen en la televisión. Una cosa sí te digo, de vez en cuando aparece uno muerto. Cuando eso sucede, los demás se reúnen alrededor del árbol, como si le estuvieran haciendo un velorio. —¿Y por qué se mueren? ¿Tienen algún depredador por los alrededores? —Ya te lo dije, chico, no son tan listos. Quien sí parece muy listo es el abuelo Hermes. Agricultor de maíz, tiene un rancho muy grande y tres camionetas: una para trabajo forzado, otra para ir a la ciudad, y una muy lujosa que rentaba para las fiestas de las quinceañeras y las novias del pueblo. 21
Habían pasado seis meses desde la muerte de mis padres, cinco desde que me había mudado con mi abuelo. De hecho, pasé un mes en el orfanato —un lugar donde viven los niños que no tienen familia—. Al parecer, el anciano tuvo que hacer mucho papeleo para poder tener mi custodia, una custodia es… bueno, no importa, la cosa es que el abuelo tiene dinero, mucho dinero. Su casa es del tamaño de ocho casas de la ciudad, y su televisor es más grande que una puerta. Un televisor es… bueno, no es tan importante, el punto es que vive bien. Era natural pensar que quería compartir su riqueza con su único familiar vivo. Antes de esto, me gustaba vivir en el rancho. En primer lugar, el abuelo no creía en la escuela, así que no me obligaba a ir. Inclusive, llegué a pensar que en un futuro me heredaría sus bienes, así que aprendía con mucho gusto las labores del campo. Por la mañana revisaba las gallinas y tomaba algunos huevos frescos para el almuerzo. Después ordeñaba a Gertrudis, le ataba las patas, luego arrimaba un banquito y un par de baldes de metal. Por último, enjuagaba sus ubres y después bombeaba. La primera vez me dio mucho asco, pero con el tiempo se hizo algo automático.
El abuelo preparaba el almuerzo, casi siempre eran huevos con frijoles, aunque de vez en cuando desayunábamos cereal. Decía que debía comer bien para crecer muy alto y fuerte. Acostumbraba a darme una segunda ración que siempre aceptaba con gusto. Por la tarde podía jugar videojuegos o escuchar música en mi habitación. A veces, el abuelo se iba y me quedaba solo en la casa. No me daba miedo. A las seis era hora de recoger leña y el abuelo me había asignado, como parte de mis deberes, llenar dos carretas de leña cada segundo día. 22
Lo único que me molestaba un poco era la hora de dormir, el viejo era muy estricto con eso. A las 8:12 pm, hora en que caía la noche, debía estar en mi habitación y no bajar para nada hasta el día siguiente. No había justificación alguna porque mi cuarto tenía baño, así que no necesitaba nada de abajo. La noche en que todo esto me pasó, yo estaba recostado en mi cama, con mi mano entre las piernas, pensando en Dove Cameron, cuando algo chocó con mi ventana. Me levanté de golpe y corrí hacia ella. Un ave negra se aproximaba al suelo y justo antes de tocarlo, desapareció. Me tallé los ojos y miré nuevamente, no había error, el cuervo chocó con mi ventana, cayó y se esfumó, como si se lo hubiera tragado el mismo viento. Salí de mi habitación descalzo, poniendo especial cuidado de no hacer ruido al bajar las escaleras. Cuando estuve en el recibidor, tomé la llave del porta llavero y abrí la puerta. La cerré lo más despacio que pude. El suelo estaba cubierto por una especie de niebla color negro que no dejaba ver el pasto. Apenas bajé el escalón que separaba la casa del patio, perdí los colores. Todo el mundo era blanco y negro. Temeroso, volví a subir. Debí haber entrado en la casa, debí haber subido las escaleras y debí hacer como si no hubiese visto nada, pero no fue lo que hice. Volví a bajar. Caminé por ese mundo sin color. Pronto me di cuenta de que tampoco había sonido, no escuchaba el viento, ni el trinar de los grillos. Sólo… graznidos. Sobre mí, volaba una parvada de cuervos. Descendieron y, coordinados, volaron a mi lado hasta llegar al espantapájaros. No parecían tenerle miedo. Incluso algunos se posaron en sus brazos. Me acerqué para verlos mejor.
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Descubrí que el maizal había desaparecido. No había nada, salvo la casa, los cuervos y el espantapájaros. —¡Hola!
—¡Corre! —Viré. Un demonio gordo y gris, con garras en manos y pies, estaba junto a la casa. Corrí, corrí por última vez con todas mis fuerzas.
—¿Quién ha dicho eso? —Soy yo — el espantapájaros acababa de mover su boca.
—Pero te alcanzó. —Sí, me alcanzó.
—¿Tú…? —¿Qué te hizo después? —Mi nombre es Atlas, ¿quién eres tú? —Soy Pirítoo.
—Bueno, esa es una historia para otra ocasión. Amanecerá pronto.
—Es un extraño nombre, ¿acaso tus padres no te querían?
¿Recuerdas qué pasa cuándo amanece?
—Mis padres murieron.
El pequeño Hugin abandonó mi hombro y voló hacia el algarrobo.
—Lo siento mucho —dijo. Y noté que había sinceridad en la disculpa del espantapájaros, quien no podía mover los brazos, pero agachó la cabeza un poco.
—Algún día traerá otro niño y necesitaré tu ayuda.
—Ahora vivo con el abuelo Hermes. —Ese no es tu abuelo, ni siquiera es un hombre. —¿A qué te refieres? —¡Libérame y te lo diré! —¿Liberarte? —Desata mis manos y pies.
Obedecí. El espantapájaros bajó de la cruz. Me sonrió y comenzó a desvanecerse. 23
Luis Enrique Franco Mata Ahí estaba él, en cuclillas, atisbando en el tiempo bajo las candentes sombras del hambre, en la espera de algo que quizás no llegará, o tal vez sí; la seguridad de lo incierto no le permitía descifrar nada. Sólo vislumbra un silencio que se rompe con el rugir de motores, lejanos a veces, ahora cercanos, pero aun así, para él, siguen estando lejos. —Todos vamos a morir algún día —le decía el otro. También como él, con la poca carne de su cuerpo apretando sus huesos. También ahí, en cuclillas, con la mirada extraviada en los confines del vacío. —Igual que ayer —dijo él. Y ese igual quedó gravitando en aquella sórdida atmósfera, quemándole la garganta reseca por la frustración. Igual que ayer y todos los días, envuelto en las brumas de la nada, tropezando con las ganas de hacerlo y el miedo a la muerte. Pensaba en su verdad, y la rabia lo acariciaba pretendiendo empalagarlo de bríos para vencer al miedo. Aquella rabia lo lanzaba hacia un abismo de impotencia, quería convertirse en el combustible que le permitiera encender todo su poder, para luego destruir sus necesidades. La epopeya agría de su vida, esa historia suya donde la bestia que lo asecha cobra forma de carencias ancestrales, como un ogro mítico queriendo abrazarlo con su aliento calcinante. —Lo haremos —le dijo al otro. —¿Lo harás? —le resonaba el miedo en su cabeza. Mientras tanto, el silencio parecía asustarse con el rugir de los motores. 24
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—Vienen más, ¿escuchas? —le dijo el otro. Y sí, al parecer había que hacerlo, aunque después defecarían el trabajo realizado, y todo volvería a estar igual. En cuclillas. El hambre seguía polarizándose, ganándole terreno a la quietud; quería exorcizarla, pero hasta el agua también había desaparecido de aquel pueblo, y ni bendita ni pagana ya le hacía compañía. Mientras escuchaba los motores, sintió desprecio por la grandeza de otros. El canto desesperado de su estómago, le hacía creer que el enaltecimiento de su pobreza venía de la mano de otros malvados que no son los mismos, que ahoyan sobre él para alcanzar la miseria de una grandeza amorfa, fermentada en el odio que ahora él sentía, y que poco a poco le iba desinflando el miedo, queriéndolo llevar hacia su justicia. Siempre había escuchado la voz de los faraones sentenciar que la solución estaba sobre ruedas. Pero siempre había visto esos motores desfilando frente a sus ojos sin detenerse ante él. —A menos que… —pensó. Al tiempo que el pensamiento se le perdía en aquella incertidumbre, y el miedo parecía debilitarse. —No es justo, ¿a dónde van? —y la pregunta quedó en el aire, sin respuesta. Tal vez el viento pudo decirle algo, pero sólo cantó en las ramas con voz triste, mientras traía el gruñido de los motores.
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Tiempo atrás, él negoció su existencia en un soberano acto de estupidez tercermundista. La vendió cuando con alegría de inocencia manoseada, corrió como el niño que acepta el carrito de hojalata made in china, corrió engalanado a decirle sí a quien ahora es su verdugo. Ese que desbordó su hambre cuando le abrazó, quemándole su inteligencia en el fuego diabólico de su discurso. Y es que América Latina parece vivir aún aquel acto de trueque irracional. Los motores van y vienen riéndose de él, de su miedo, de su hambre. Tentándolo. Es la caravana del verdugo pasando por el pueblo, que siempre está ahí, inerte, conformado con la desgracia donde se embalsama su desdicha; acompañado de su malaria, que así como la corrupción de su mesías, también se quedó. —Ayer mis hijos lloraron, yo también lloré. —Mis hijos tienen hambre. Yo tengo rabia. —¿Tú crees que nos maten? La caravana continúa, día tras día, perenne como el hambre pegada a su piel, como el paludismo, como la tribu de la desdicha, aquella que con apetito depredador lo asecha, lo acorrala. Esos cofres metálicos guardan los tesoros que él anhela, el de los llamados hombres de la política. Burócratas, como huestes de la indolencia. —Eso será rápido —dijo el otro. Así como incursión de piratas, los dos planificaron la acción, para ellos todo sería fácil, sólo había que perder el miedo. Pero los pretorianos de su majestad tienen la honrosa divisa de garantizarle al verdugo, la seguridad de su hegemonía monopolizadora. El patriarca debe seguir en su mítico trono de criminalidad mientras trata de convencerle, a él, de que su vida está mal por culpa de otros, y esos otros no son más que la cueva sagrada donde habita la maldad del verdugo.
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El hambre pareciera no dar más tregua, ya los gruñidos se escapan de sus tripas soltándose en un mosaico de bulliciosas tentaciones, pero aun así, no acallaban el llanto de los hijos, de la madre, de la frustración que lo cacheteaba buscando inflamar más su rabia y desespero. Queriendo crear un aluvión para luego empujarlo hacía el festín donde no habrá bambalinas, ni retretas, ni cohetes, sólo tronar de balas rozando la vida, tal vez para segarla. Todo se hizo con rapidez de rayo, así lo planearon ellos, la rabia venció al miedo dando paso al hombre desesperado, convertido ahora en el depredador que fue cazado por su presa, aquellos guardianes de los cofres blancos vestidos de verde, no de esperanzas, sino de muerte. El estallido fue violento. Todos vamos a morir algún día. Aquellas palabras taladraban como una sentencia en medio de ruidos que pretendían ser voces. Primero la locura, luego la desolación. —¡Qué vaina! —exclamó con un hilo de voz ya perdida. Detrás de la caravana, el verdugo había colocado su comparsa de la muerte. Esa que él inició cuando engalanado, corrió a firmar su sentencia en aquel sagrado favor del voto. Al parecer se confundieron los objetivos, y él, a quien le habían prometido el papel protagónico, pasó a ser un segundón en aquella bufonesca obra del siglo veintiuno.
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Sebastián Echegaray Rivera —¡No mamá, por favor, no te vayas! —gritaba desesperado Efraín. Sus manitos coloradas revoloteaban sobre su cabeza como queriendo disipar con el airecillo que producían, la perturbadora imagen de él viéndose sin mamá. Un par de largas tiras de gelatinas amarillentas se descolgaban de su inflamada nariz a la vez que copiosos ríos salados brotaban de sus resplandecientes y minúsculos ojillos. Mientras tanto, mamá seguía alimentando la maleta sin inmutarse. Indolente al doloroso llanto de Efraín. Caminaba con paso y rostro marcial de un lado a otro de la habitación, acarreando continuamente un montón de coloridas prendas que procedía a sumergir en la atiborrada maleta que a duras penas alcanzaría a cerrar. —¡Mamá! ¡Mamá!, me voy a portar bien, lo prometo —decía Efraín atragantándose con la angustia. Daba pequeños brincos aleteando como un pollito que aún no sabe que esas inútiles alas a lo mucho, sólo le darán calor. Perseguía a mamá tratando de buscarle la mirada, pensando que se apiadaría al ver su anegado rostro, pero sólo se topaba con un inmutable rostro de cera. —¡Te obedeceré! Ya no haré desorden, comeré la comida, pero no te vayas, por favor, mamá. Sus pequeños pulmones se vaciaban por completo sin obtener resultado alguno. Las cuerdas vocales, ya irritadas por la vibración antinatural que producían, bloqueaban el flujo continuo de las palabras, por lo que Efraín emitía cada frase de forma entrecortada, tartamudeando, aprovechando cada intervalo para inhalar un pequeño suspiro y así refrescar a su garganta en llamas. De repente mamá se detuvo de forma abrupta al medio de la habitación. Tenía la mirada estática, como de muerto. Sus casi imperceptibles labios por lo delgados que eran temblaban separados dejando un fino espacio por el que se asomaban unos tenues dientes teñidos de nicotina. Ambos brazos dejaron de trabajar para permanecer inertes 28
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colgando cada uno de su lado. Efraín pasó de ejecutar un solo estruendoso, a compartir un dueto silencioso con su madre. Afuera el sol pinchaba con sus puntiagudos rayos al afligido cielo, haciendo que vertiera su líquido naranja sobre las cetrinas nubes. Una bandada de gorriones andinos bañados de sombra atravesó en V la colorida paleta celestial rumbo a algún árbol que los cobije durante la fría noche, pero a donde no todos llegarían porque uno de ellos, el último de la fila diagonal izquierda, sería derribado por la fina puntería de un niño verdugo. Siendo absorbido por la gravedad hacia un tejado donde maullaba un achacoso gato clamando piedad. Si tal gato pensara, y como tal hablara, ya que por lo general esta última acción deriva de la primera, con algunas excepciones, por supuesto, habría proferido un agradecimiento al todopoderoso, sin saber que su proveedor fue un simple y anónimo niño. Adentro, Efraín mantenía los ojos fijos en el rostro de su mamá, observando cómo poco a poco se cubría por un fino manto de color naranja. Se deslizó unos cuantos pasos hasta situarse justo frente a ella. Contempló sus marcadas facciones: la piel agrietada por la sequía luego de años de llanto, la cabellera despojada de luto por la vejez prematura. Vio cómo esa mujer iba siendo devorada desde abajo por la inmensa boca de la noche. La última luz del fuego vespertino incendió por unos segundos la cima de su cabeza arrasando con el tupido bosque de lianas resecas, dejando un suelo árido y brioso que se perdió detrás de la oscuridad acompañado por un grito cuya desgarradora solicitud fue “no te vayas”
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Varios pasos atropellándose unos a otros subían aceleradamente las escaleras atraídos por la sangre. La sangre que clama ayuda. La sangre propia que recorre otro cuerpo. Diez escalones de reducido tamaño ahora estirados como fuelle de acordeón por la maciza mano de la angustia, separaban al papá y a la abuela del cuarto de donde provinieron los agudos gritos. Sin sentir la candente artritis, ésta última escaló al mismo ritmo que su hijo, ayudada por una sobredosis de adrenalina. Una vez en la cima, la mano del padre frenó en seco al tratar de girar la perilla. El cuarto de Marta estaba asegurado por dentro. —Hijo, ¿qué ocurre? Abre la puerta —gritó el padre acompañando su voz con cinco golpes de tonalidad ascendente en la puerta. —Hijito, no nos hagas esto —sollozó la abuela con su típica “s” silbadora, mientras frotaba sus abultadas rótulas cargadas de dolor. Pero al otro lado sólo respondió el silencio. —Hazte a un lado, mamá —dijo el padre mientras calculaba la distancia necesaria para derribar la puerta. La abuela, con las manos entrecruzadas a la altura de la boca, articulaba unas tenues plegarias mientras un rosario de gotas cristalinas afloraba de sus ojos pequeñitos, resbalando por su cuarteada pero suave piel, para luego introducirse por las comisuras de su boca hasta confundirse con la saliva. —¡Apúrate, hijo! —gritó sin poder contener más la desesperación que retenía entre sus trémulas manos. 29
De una certera patada, el padre rompió la cerradura. Accionó el interruptor de la luz y al hacerlo, vio a Efraín tendido boca abajo en el piso en medio de un charco de blancas y redondas pastillas con una rayita al medio. Potentes latidos hicieron vibrar la camisa del padre generando una onda expansiva que avanzó hasta su cerebro, provocando un súbito mareo que lo obligó a sostenerse del marco de la puerta. La abuela, al ver la reacción de su hijo, temió lo peor, pero también se sintió obligada a llenarse de un coraje artificial para adentrarse en el tal vez momentáneo sepulcro del nieto. Despegó la espalda de la tibia pared contigua donde se había refugiado a pedido del hijo. Avanzó dando pasos de procesión, arrastrando sus confortables pantuflas. Asomó la cabeza, y poco a poco su pequeño sol se fue dejando ver en un atardecer invertido. Se deslizó por el reducido espacio que dejaba el cuerpo de su hijo en el vano de la puerta, y como levitando, llegó a posicionarse en la cabecera del nieto. Palpó con dos de sus nudosos dedos la zona de la yugular. Un ligero flujo sanguíneo empujaba esporádicamente la azulada vena que se percibía a través de la casi translúcida piel. —¡Está vivo! —gritó con una fuerza ajena a ella, como si su intención fuese ahuyentar la fúnebre escena armada en su mente. Este aviso fue suficiente para sacar al papá de su estado de shock. Ingresó haciendo estallar los puntitos blancos desperdigados sobre el piso. Se arrodilló al lado de Efraín como si fuese a hacerle alguna petición, y tal vez sí lo hizo antes de llegar a él, pedirle que no se vaya. Volteó el frágil cuerpo gelatinoso para cargarlo de forma adecuada. Cuando hubo hecho eso, un portarretratos brotó del brazo derecho del pequeño. Una mujer sonriente lo observaba protegida detrás del brillante cristal, mostrando los vestigios de su extinto fulgor muy bien preservado por el papel fotográfico en su afán por detener el tiempo. Intercambió una fugaz mirada de profunda tristeza con su madre, y le alcanzó el retrato para que lo guardara. Levantó al niño en brazos dejando caer el frasco vacío de Clonazepam recetado por el psiquiatra como último recurso ante la fallida terapia del psicólogo. Salieron del cuarto con paso rápido. Bajaron corriendo las gradas. Atravesaron la sala blanqueada por los fluorescentes. Cruzaron el umbral de la puerta y justo cuando se dirigían al carro que los conduciría al hospital, un gato negro atravesó corriendo por delante ellos llevando en el hocico una avecilla que derramaba sus últimas gotas de vida sobre la vereda. 30
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Sebastián Núñez Torres A la hora presupuestada, acudieron los monarcas de la materia. Trayendo la guerra eterna el Gólgota de las bestias para los hijos de América, la que respira con dificultad entre bostezos de fábricas y ríos vaciados en los páramos del atardecer. Llegaron en el vientre de aeroplanos blandiendo las banderas del Gran Reino Transnacional, en las noches descomunales de los bosques andinos, y las lejanías congregadas en los cementerios minerales de las pampas, se infiltraron como cauces subterráneos en los valles mientras el granjero araba la tierra, y el gusano dormía plácido en el fruto. Con la retórica incuestionable de los dólares, dólares por doquier, erradicando barbarismos, y prendiendo las calderas para poner a fundir la piedra inútil del pasado. Una legión de colonizadores mentales repartiendo ídolos de mansedumbre, y eternos deseos órficos entre las huestes de la lobotomía digital. Fantoches de la comedia bursátil que erigieron rascacielos, y durmieron la siesta en oficinas soñando con el dogma del asfalto, que asaltaron las fronteras como ícaros metálicos sobre rostros despavoridos, y escupieron al sol sin temor a la hoguera de las Vanidades, que subastaron el pergamino de las latitudes 34
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entre habanos y risotadas de bufones insaciables, que dieron órdenes de compra y obtuvieron descuento en los mercados mayoristas de la Felicidad, avales sonrientes para el crédito del alma, dólares y whisky en el catecismo absoluto de las Libertades. Hombres de negocio en los concilios de la Parusía que establecieron las cláusulas para cuando el desempleado Jesús venga a pedirles trabajo, burguesitos afeminados de cuello y corbata bebiendo mocaccinos, serios padres de familia que tuvieron amoríos dantescos con empleadas domésticas, reuniones de directorio, masturbación patricia, y golden retrievers corriendo en las praderas, que conquistaron a los salvajes con la ferocidad de la bestia racional capitalista, una casta pletórica de timadores invictos exprimiendo los pechos de la usura.
Señores vitalicios del porvenir ahítos en un festín de uvas feroces, vírgenes de coños benditos y manantiales del vino embriagando sus corazones, que son tundras habitadas por relámpagos, que evacuaron doctrinas en las cloacas saturadas de la desesperación mientras duraba el soma de los mercados al alza, que pusieron a Pandora a servir café, emplearon a Paimon sin feriados legales y desataron su propio apocalipsis de dandys descarriados, uróboros pansexuales del amor dromedario, arquitectos del jardín ilimitado llevando sus cornucopias de bolsillo a través de siglos de apetitos titánicos.
Llegaron en el día estipulado en los calendarios del presente inmediato, donde abril no es el mes más cruel sino otro instante para que se marchiten y se oxiden los geranios. Pisoteando con la bota de los poderes en marcha los hombros cansados de Atlas, el miserable, escupiendo huracanes y delirios prometeicos como sultanes ingresando a los pueblos tras un reguero de maravillas babilónicas. 35
John Guayllas
me pongo coqueta con la soga. Incluso cuando la noche simplemente es noche, y el día es un día aburrido.
Refugio de fuego Caigo lentamente en la trampa que hay en sus ojos. Y mi aire poco a poco se extingue con todo el mar de melancolía. Caigo lentamente en la trama de su sonrisa. Y poco a poco mis pulmones tiemblan, con esperanza de respirar su piel. Caigo lentamente por debajo de su ombligo. Y mis huesos se vuelven vulnerables, débiles y transparentes. Quién diría que caer en el regazo de su sangre haría que el silencio de la soledad se hiciese llama. Corrientes Incluso cuando la noche no tiene nada que ofrecer y mi pluma se recuesta cansada. Incluso cuando los cigarros y el ron no quieren sangrar en mi garganta. Incluso cuando 36
Incluso así; sin dientes para morder un poco de vida. Pienso en lo que dejamos y en lo que seremos. Despedida Tengo en las manos tus poemas. Unos poemas tristes llenos de tachones y faltas de ortografía. Hoy no escribiré esos trozos de nostalgia a reglón seguido porque mis manos están cansadas de sostener tu pasado. Solamente me sentaré en un sofá viejo a esperar como tus caricias se despiden por esa puerta. En esta noche tengo en mis manos tu pasado, y lo releo tanto que empieza a doler poco. Nunca fue el tiempo ni el destino Tengo ganas de ti. Ganas de una vida más plena y agradable.
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Tengo ganas de perder una batalla en tu sonrisa y tristeza. Lo que yo quiero de ti son esas mañanas de orgasmo y que los muelles de la cama recen por no romperse. Quiero saber lo que piensas; ya sabes, de la rutina de cada día. Puede ser del perro, de mí, de ti o de un día cualquiera. Tengo ganas de que nuestras palabras callen y empiecen a sentir. Dejen de describir la apariencia y puedan ver más allá. Quiero un nosotros hasta que todo comience a doler y la memoria sólo tenga tu esencia. Tengo ganas de ti, pero sé claramente que no existes. Más allá Siento una gran soledad, aquí en mi pecho. Lo que me rodeaba ha dejado de existir. Rosas de tristeza caen sobre mi cuerpo y la piel se retuerce intentando salir.
Esta paz tan grande que me envuelve. Con que a esta calma se le llama soledad. Los cuerpos son fugaces Incluso la tormenta más perfecta como tú, se disipa. Incluso a todos esos besos de contrabando les llega una fecha de caducidad. El amor por más a fuego lento que vaya, termina consumiéndose. Sabemos perfectamente que no se puede volver a dar el mismo beso por segunda vez, y el problema claramente está en seguir mirando el pasado con ojos de hoy. Silenciosamente Si entras en mi vida hazlo silenciosamente. Quiero saber que ya estás ahí, cuando te necesite. Y no salir a buscarte para que tus ojos sientan compasión al verme. No quiero eso. Si vas a salir de mi vida hazlo silenciosamente. Sólo vete como si nunca hubieras interrumpido esta miserable vida.
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Jesús Berra Pensando en un sueño. Soñando y pensando, la imagen del olvido ataca lo logrado. Mis ojos son vacíos que envuelven el mirar, añorando un futuro que empieza a ramificar. Me encuentro divido entre el pensar y actuar. La paciencia me consume y el jaleo busca aturrullar. Soy un instante aquejado en la ilusión. Una ambición, rodeada de provocación. Mi mirada se extravía al observar al benigno. El benigno me persigue con una ilusión concebida. El espejo me enmienda, arrasando con delirios. La enmienda transforma el recuerdo ilusivo. 38
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Ángel Moises Rojas Agua corre agua, corriente dibuja caminos, gasta la piedra, borra las pisadas, en ocasiones es un riachuelo, -nunca cristalinoprieto con tanta piel de gente ajada todo les empeora la búsqueda, el empleo, la cadena, lo importante es que les llueva ¿Será salario? ¿Acaso el bienestar fuera del alcance del agua? Piedra entre las aguas del destino, caminan por donde otros pasan. Allí está su fuerza, su hambre, su riesgo, su silencio. ¡Charcos charcos charcos! Y sin embargo, la fuerza inmediata de su risa. Agua por todas partes.
¿Se secarán? Allí su rastro. El agua inunda la voz, la mirada, besa los pies, los lengüetea. Los hunde para no dejar salir. Agrieta y deja techos con la muerte lenta, mohosos, goteras de un hombre que cae que se detiene en algún latido como si su corazón fuera un pozo. Lo único es beber tirarse al piso a remojar. Cuentan le hace falta fuera Pero afuera llueve
El agua sea cual sea la calle. La agua ¿Qué camino? Lagua poco importa. A pesar de ello está la sed. Rutas, rutas desembocan en la tierra. ¿Si mañana el sol, les sale? 39
María Agustina Caro Escribo, pidiendo auxilio buscando consuelo. Siento un quiebre en mí. Si concibo la unidad me convierto en un espasmo emocional. Los sujetos tácitos de mi pasado terminan devorándome. Y yo queriendo escapar. Antropofágicas fantasías. Lujuriosa carne que se mimetiza entre tumbas. Busco respuestas para sentir alivio. El Otro. La mirada del otro, me condiciona. Consiento para calmar mis nervios. Soy ama y esclava de mi persona. Me someto a mis placeres poco mundanos. Soy Sísifo cargando en su espalda la piedra de la agonía. Absurda condición. Hopónipo gorrión, que desea escapar de la jaula de los deleites. Soy yo, contra mí. Podría lanzar infinidad de voces, si se me place. ¿Qué alivio? Satisfacer mis ansias, mis dudas y mi incompletitud. Me falta lo que no tengo.
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La única certeza es que poseo algo que me falta. Y a la vez me da impulso para buscar eso que no tengo. ¿Qué busco? Aliviar mi angustia de saber que en algún momento mi vida se va a terminar. Me gustaría ser algún tipo de ánima inanimada y no tener consciencia de mí. Ser eterna en la cúspide del tiempo.
Fausto le vendió su alma a Mephistopheles para perm a n e c e r sempiterno. Espiral sin fin de emociones. El miedo penumbra lo elemental. Angustia de ese otro. Entre los tiempos de ausencia, falta sustancial.
Fantasma intrínseco. Quisiera ser resistente a Cronos y al conocimiento. Y vuelve la intérprete que rompe con la moral practicando el canibalismo. ¿Qué hay? Si tuviera la firmeza de que hay un vacío en donde hay algo que no se nombra pero existe, me hubiese matado. Me consumo en el dolor de las vidas pasadas que me atraviesan por milésimas de segundos en cada respiro. Alguna vez ese vacío abrazó mi cuerpo de niña desnuda y virgen. Desperté buscándote para encontrarme. Soy como la curiosa Esfinge en el desierto preguntando lo que no conoce. Páramo de la soledad. Desequilibrio equilibrado. ¿Quién podrá resolver este enigma? Me estrangula la incertidumbre. Edipo descifró el enigma y la Esfinge acabó con su vida arrojándose al vacío. Irónico es el destino que él terminó extirpándose los ojos por enamorarse de su propia madre. Sublime amor universal. ¿Me tendré que arrancar los míos por no aguantar esta realidad? ¿Cómo hago para cortar el cordón umbilical del tiempo? 41
Mis ojos, vieron tanto que son inmunes a lo desconocido. Marcados por el Caos. Predestinados a la contingencia. Trágica condición por llevar en mi esclerótica
un comportamiento sádico. Perversa obsesión. ¿Estaré obsesionada con tu silencio?
el mismo vacío donde se arrojó la Esfinge. El presente me susurra con cada ráfaga de viento.
Quisiera ser la emperatriz de mis deseos pero muero en el intento cual faraona que logró sodomizar la sensibilidad del hombre más poderoso y acabó con su vida siendo mordida por una serpiente, símbolo de la continuidad de ciclos. ¿Volveremos a vernos? Me muerde la falta. ¿Qué me falta? Reflejarme en el espejo y enamorarme de mí, como lo hizo Narciso, pero sin caer al estanque. Sin ahogarme con mi propia carne. Cuerpo que no me pertenece. No logro domarlo.
Pulsión de muerte. La busqué en cada acto, en cada cuerpo. A su vez le escapo a Tanatos. Y mis pensamientos aparecen sin mesura por las noches y hacen una orgía con tu persona. Y trato de mantener la calma. La locura es como una metáfora de un poema. Porque como dice Pizarnik «es otro el lenguaje del agonizante». Lo comprendo, me extinguí en mi persona. Y dudé porque te vi en la oscuridad. Hipnosis de una pesadilla. Me desperté olvidando mi esencia. El dudar es 42
Un dolor cual gozo, como tus caricias que no fueron. Por eso vivo en una constante insatisfacción.
Me define la contradicción, delimitada entre la angustia y el éxtasis.
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Vivo y muero constantemente. Extremos en los que no quiero estar. Morir alegóricamente, en cada eyaculación. Acabar, acabándome en ese delirio penetrante. Penetrarme la ausencia. Lo que nunca voy a tener. Falo de mi padre. En el imaginario te penetro para cometer un crimen pasional porque me mataste en cada grito. Y en lo real, muero por silenciar. Pero no puede ser representado como la idea de vivir. Como mi persona. Soy un mito, de esa noche que alguna vez fue. Matarte por esta bendición de navegar en las fuentes del río Nilo. Y matarme en cada orgasmo. Parricidio a mi propia sangre. La cofosis de mi madre me dejó muda. Y en cada reflexión escucho el ruido del silencio.
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El Gran Otro. En los dioses se encuentra el significante de las palabras. Por suerte, no creo, e igual sigo oyendo murmullos. No logro descifrarlos. Por un momento me consuela el significado de los simples mortales. Muerto estás en mi cuerpo. Y me entrego al olvido, también a la espera. Como esperó Penélope ante la indiferencia de dioses. En el silencio se encuentra la templanza. Nunca los he visto. Tal vez me ignoran. Tantos interrogantes sin respuesta. Tanta falta. Pero en la completitud se encuentra la muerte, la suma de
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todas las partes. Y soy una fragmentación de constelaciones. Y prefiero estar incompleta, insatisfecha, despierta en el antagonismo de la vida. Porque no quiero llegar a lo más profundo. No quiero embarrarme. Tal vez encuentro paz y me enamoro. ¿Abrazará la muerte al amor que nos desnuda sólo con vernos?
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Stephanie Guaño Mamá, volvió la niña que huyó de tus enaguas, que escupió en el barro de tu entraña, y que abrasó el no de tu boca hasta arrancarte la voluntad para hacer la suya, pero no fue capaz de romper el cordón que nos junta ombligo con ombligo. Por eso he venido, a decirte que no seré nadie si sigo bebiendo de tu sangre, herencia servil que te dejó tu madre, y que yo desprecio y anhelo. Porque estoy rota y no he podido hacerme una vida. Estoy rota y quiero devorar tu carne. Estoy rota y quiero quemar todas mis fotos. Porque en ellas te veo callando mi llanto, callando mi risa, callando mi rabia ¿Lloras, mamá? La mandíbula de tu útero cenizo quiere tragarme antes de nacer. Porque me ves deforme, porque no quieres parir miedo. Y yo no quiero vivir a riesgo de perder mi gesto desafiante. Así que nos tragaremos la una a la otra. Hasta que no quede un sólo bocado. De tu cuerpo que es el mío. Esta es nuestra comunión, mamá Bebamos y comamos juntas de mi cuerpo que es el tuyo. 45
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Diego F. Llave
1.El pájaro y lo azul.
¿Qué es el pájaro? ¿Acaso no es un símbolo? Los simbolistas se empeñan en proponer que el pájaro representa el alma humana. Esta significación es común en muchas tradiciones como los egipcios y los hindús. (CIRLOT, 1992). En ese sentido el pájaro es la imagen del alma humana, que además representa la relación entre el cielo y la tierra, siendo su vuelo un acto de libertad y eterna tranquilidad hacia el espacio cósmico celestial. (Chevalier, 2018). Ahora bien, mirad pues ese pájaro que vuela con liviandad por los cielos con o sin la presencia de nubes. Sólo alza sus alas y se avienta al todo, recorre las casas, caga en las casas, incluso en hombres, ¿no es eso parte de su libertad? Los pajarillos hacen todo con libertad, puesto que, no tienen represión para sí. Nietzsche representaba a los pájaros como animales superiores por su cualidad de ser ligeros y no ser pesados, en ese sentido, decía a grosso modo, ¡Seamos aves! ¡Seamos ligeros! (Nietzsche, 2019) ¿Qué es ser ligeros? Es no tener en esencia ninguna carga encima, ya que para Nietzsche (2019) sólo el hombre es para sí una carga pesada, lleva consigo cargas propias como cargas ajenas, cargas que lo deprimen y lo inclinan a la flaqueza, interrumpiendo su cualidad de ligereza, de liviandad, o si se quiere, de libertad. De ese modo, si somos como el ave, libre, pues ¡volamos! Ya que no hay jaula que nos reprima. En suma, el pájaro representa a la libertad personal, a la actividad espontánea, a la emancipación propia o libre voluntad. En aquí o acullá, ¡libertad!, ¡libertad!, ¡libertad!
Empero, ¿qué es la libertad? Al disertar esta categoría, en primer lugar tendríamos que especificar, ¿libertad en qué y entre quiénes? Engolfándome en el tema, yo esbozo sobre la libertad de varones y mujeres, en pensar y actuar, dentro de una sociedad y cultura en la cual están perfectamente inscritas. Ya sea, pues, hombres en esencia, en un espacio donde distribuyen sus prácticas culturales y se apropian subjetivamente de aqueste espacio. Espacio que concibo como territorio desde una perspectiva simbólica, más allá de toda definición que hagan los jurisconsultos y politólogos. Por consiguiente, dentro de un territorio y en presencia de hombres, es donde la libertad de hombres puede explicarse o interpretarse por los espectadores, es decir, por los estudiosos de las ciencias históricas sociales. Heme aquí, yo, en un territorio, pero ¿tengo libertad? Si la libertad es el ejercicio libre en actuar y decidir dentro de una sociedad. Sin embargo, aquesta libertad se ve reducida sólo al acervo cultural, o más específico, a lo que está bien o mal. Puesto que los motivos de las acciones humanas son motivos morales. Moralidad que se ejerce en muchas ocasiones con vehemencia 48
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y en otras con razón. ¿Qué es el hombre sino un ser esclavo de sus pasiones? ¿Qué es el hombre sino es también un ser prácticamente razonable? Puesto que, a veces, es prisionero de sus pasiones. Yo concibo una libertad propia y libre de pasiones despreciables, libertad que sea guiada con la razón. Sin embargo, aquello se consigue entre los hombres sólo con esfuerzo. Así, pues, al refrenar aquellas pasiones, sólo represento una libertad sin dolores, más sí con placeres. O una libertad con virtudes, mas no con vicios. Sin embargo, son leyes de la naturaleza el crear como también el destruir, de ese modo, La Naturaleza en sí y para sí de toda vida y toda muerte, también quiere virtudes, así como vicios; empero de forma equilibrada, ¿no vemos en la naturaleza ese equilibrio? Aquella no habla porque quiere que sus obras lo hagan por ella. Según (Hume, 2001), la esencia de la virtud es producir placer, mientras la esencia del vicio generar dolor. Entonces, ¡qué mejor que seguir el principio estoico de pedir un menor placer posible para que la vida nos cause pocas molestias! Puesto que aquel que tenga la pretensión de querer grandes placeres, también tiene que estar preparado para recibir dolores en semejante proporción. Pues el dolor está atado fuertemente al placer. (Nietzsche, La Gaya Ciencia, 1984) Ahora bien, ¿qué es lo azul? ¿acaso no es un símbolo? Por consiguiente, voy a resaltar su significado o acepción general que se le ha dado, en esencia, por poetas y escritores como (Darío, 2017) y (Bukowski, 2019). Aquellos des coetáneos autores han representado lo azul como la más profunda tristeza que puede llevar el hombre en lo más interno de su carne. Tristeza que hace permanecer al hombre inquieto, mas no quieto. Azul que puede sentirse en el pecho o en la cabeza, en el cerebro o el corazón. Sin embargo, ambas tristezas se asoman por los ojos, puesto que son ventanas del dolor, por donde en las lágrimas, sale el
corazón afligido o el cerebro melancólico. En suma, estoy en concordia con los simbolistas al decir que el color azul se asocia con el sentimiento y el ánima (CIRLOT, 1992) (Chevalier, 2018). En ese sentido, lo azul es el color del ánima melancólico que desea fuertemente elevarse al celeste del cielo, pero que no puede porque está amarrado en la tierra y encerrado en el cuerpo de los hombres. Para Rubén Darío es el cerebro melancólico quien agobia, mientras que para Bukowski, es el corazón quien abruma. Pero ¿acaso la melancolía no se expresa en lágrimas? ¿qué hay de real en las lágrimas? ¿no podemos sentirlas? ¿no podemos verlas? ¿no podemos saborearlas? La lagrima representa pues, al más profundo dolor que puede llegar a sentir una existencia, la cual puede ser percibido por una seña en el semblante. Hele ahí ¡las lágrimas! Que son gotas que nos avisan que el corazón afligido o el cerebro melancólico se han asomado por el ventanal de los ojos. Hele ahí ¡lo azul de un pájaro! ¡la tristeza! ¡el dolor! ¡el vicio! No obstante, ¿qué hacer con aquellos? ¿cómo librarse de esas sensaciones que abren las llagas internas? En el cuento de (Darío, 2017) se opta por el suicidio para liquidar o dar fin a las tristezas, al dolor y a los vicios, elección que es tomada con vehemencia. No obstante, en el poema de (Bukowski, 2019) se opta por soportar las tristezas, el dolor y los vicios, y seguir viviendo con la elección de la razón. Ha de deberse, pues, a que son elecciones diferentes, por la ubicación del “pájaro azul”, puesto que en Rubén Darío el pájaro azul es representado en el cerebro, la cual tiende a perturbar la razón, siendo el suicidio una elección vehemente, mientras que en Bukowski el pájaro azul es representado en el corazón, por lo cual no tiende a perturbar su razón, siendo la vitalidad una elección razonable. Ahora bien, en los siguientes acápites haré un análisis del cuento de Darío y el poema de Bukowski. 49
2. El pájaro azul.
El pájaro azul en Rubén Darío anida en el cerebro, en el cerebro de su personaje y poeta llamado “Garcín” que de costumbre era un soñador y un bohémico intachable allá en Francia que cada cierto tiempo, se reunía en un café con sus amigos, a quienes leía sus versos, a quienes contaba sus problemas, y en todo sentido, a quienes mostraba su pájaro azul. Se narra que cuando su pájaro azul chocaba con las paredes de su cráneo, Garcín fruncía la frente y los entrecejos, luego volvía su mirada al cielo raso para terminar bebiendo su macerado de ajenjo, y vaciar la copa hasta la última gota acompañado de un cigarrillo. El poeta Garcín que solía tener vicios, era foco de análisis de sus amigos, y de un alienista que visitó, el cual le diagnosticó una monomanía, que era causa de su locura. Sin embargo, Garcín no era estúpido, ya que según aqueste poeta, era mejor padecer de neurosis que de estupidez. Por otro lado, era un poeta a la vez desdeñado por su padre, puesto que, sin duda, es por ello que lo amonestó de no darle ni un sou (billete), si no dejase de ser un gandul y prescindiese a sus escritos. Cosa que no hizo Garcín puesto que se inclinó a lo que más le agradó: ¡escribir! ¡beber! ¡follar! Así, de ese modo, para mí Garcín vivió hasta sus últimos días. El final de Garcín se debió a las más profundas tristezas, siendo la última de sus dolores, por la muerte de su vecina llamada Niní de ojos muy azules. Garcín, sin duda, habrá sentido el dolor más profundo al recibir esa noticia, ¡Niní a muerto! ¡Niní se ha ido, mientras viene la primavera! La cual le llevó a decir que era inminente que su pájaro azul dejara la jaula y se encaminara o volara solo para el cielo azul. Antes de liberar a su pájaro azul hacia el cielo azul, Garcín hizo una parada en el café donde concurrentemente se hacían las tertulias o cenáculos con sus amigos, aquellos que siempre lo escuchaban. Al visitarlos les dijo que le abrazaran fuertemente con el corazón y el alma y que le digan adiós, pues su pájaro azul vuela. Sus amigos pensaron súbitamente que se iba donde su padre, a trabajar, que se había determinado a quemar sus escritos, puesto que, así representó para sus amigos de tertulias y cenáculos esa visita y esa voz de Garcín. Sin 50
embargo, al día siguiente Garcín había determinado liquidar su propia vida, acabar consigo mismo en acto de que su pájaro azul sea libre, puesto que, si seguiría vivo, su pájaro azul seguiría reprimido entre los huesos y la carne de su cabeza. Hele ahí, en efecto, la abertura por donde salió su pájaro azul, como símbolo de trascendentalismo. Hele ahí el hueco que hízose con la bala en su cerebro, ¡qué horror! Masa encefálica por ahí y sangre por allá. ¿Acaso no encontró mejor forma de liberar a su pájaro azul? ¡Pues eligió el suicidio! ¡Lo eligió con vehemencia! ¡Con el corazón!
El pájaro azul en Charles Bukowski anida en el corazón. En el corazón del narrador, puesto que está escrito en primera persona. Según Bukowski, el pájaro azul habita profundamente en el corazón con el cual es rígido al prescribirle que se quede encerrado, ¡en una jaula! Pájaro azul, a cuál le echa wiski y se le hornea con cigarro para atenuar el impacto en el corazón, o mitigar el dolor en el pecho, así como Garcín lo hacía con el cigarro y el macerado de ajenjo. Sin embargo, hay días en que se le deja salir por las noches, en un tiempo lúgubre donde nadie pueda notarlo, mas sólo si, por el mismo narrador.
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Las noches son pues momentos en el que se desahoga libremente, sin embargo, no le deja salir del todo, puesto que, si saliera, saldría en forma de lágrimas, así que hay una represión consigo mismo, con lo cual convive jornada a jornada. En vista de ello decide soportar y seguir con su vida, seguir con su pájaro azul en su corazón, no optando por el suicidio pues decide la vitalidad, determinación o elección tomada ¡con la razón! ¡con el seso! De ambos autores, se puede aprender sobre la elección de la vida o la muerte, de la razón o la pasión, del cerebro o el corazón, de la vitalidad o el suicidio. Pero, ¿qué lleva a tomar tales elecciones? Las desgracias, sin duda, que aquejan a todo hombre. Dolores que se acumula en la memoria, ¿qué es el hombre sino memoria atormentada? El viejo Sófocles decía que la desgracia alcanza a cualquiera y en cualquier tiempo. Entonces, pretender huir de la desgracia es ir directo a la desgracia. Puesto que es inexorable “el eterno retorno” de las cosas, así como lo diserta Nietzsche (1984) y (2019). Las cosas retornan, verbigracia, como el placer y el dolor, y nosotros con aquellas. La existencia excepcional y superiormente ha de ser consciente de las alegrías y las tristezas, de los dolores y los placeres que retornan en ella misma. Sólo una existencia consciente puede llevar a tomar una elección más razonable, puesto que la solución a los problemas no se hayan en las bebidas ni en los cigarrillos, mas sí en la reflexión solitaria, reflexión guiada con razón, capaz de comprender que está bien llorar para evitar problemas de salud en el mañana. Ya que para mí, la represión ha de ser con las pasiones despreciables como los celos, el odio, la envidia, la ira, mientras no con las tristezas. Hele ahí pues mi propuesta, que ya sea que el corazón esté afligido o el cerebro esté melancólico, el pájaro azul ha de asomarse por los ojos, pues los ojos son
ventanales de ambos por donde las tristezas y los dolores salen en lágrimas. Así, concebido para mí, la vitalidad es mejor que peor para la bienandanza de la existencia. Vitalidad que viva y se desarrolle con valor, pues el valor es un gran matador como también viva y se desarrolle con voluntad que es el libertador y el portador de alegría. Valor y voluntad que entretejidos en la existencia hagan mejor la convivencia, así evitar los infortunios en los lúgubres plenilunios.
Bibliografía BUKOWSKI, C. (2019). Poema de la Ultima Noche de la Tierra. Madrid: Visor Libros. CHEVALIER, J. y. (2018). Diccionario de símbolos. Barcelona: Epuplibre. CIRLOT, J. E. (1992). Diccionario de símbolos. España: Editorial Labor. DARÍO, R. (2017). Cuentos completos. México: Fondo de cultura económica. HUME, D. (2001). Tratado de la naturaleza humana. España: Libros en la red. NIETZSCHE, F. (1984). La Gaya Ciencia. España: SARPE ediciones. NIETZSCHE, F. (2019). Azí Habló Zaratustra. España: Edimat libro.
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Julián Acevedo Rendón La novela Los estratos (Tusquets Editores, 2013) del escritor Juan Cárdenas, responde a una marginalidad estética basada en la configuración de lo grotesco fantástico (Kayser, 1964) y la representación de la monstruosa condición humana (Fisher, 2018). Una novela con exploraciones filosóficas que discute sobre las particulares formas del deseo, propias del capitalismo tardío (lumpen capitalista), en una sociedad tan desigual y contradictoria como la colombiana de finales de siglo XX. Su ficción se entreteje con discursos sobre la memoria, el continuo carácter deformador del mundo, los fundamentos racistas y excluyentes, y por último, la condición humana dentro de una sociedad consumada en el vicio, el goce y el decadentismo; en definitiva, Los estratos es narrativa ficcional con matices críticos, y sumamente entregada al vértigo de las letras que caracteriza a la literatura marginal. Las creaciones literarias de Cárdenas, se inscriben en la tentativa estética de la literatura marginal, debido a la representación narrativa de lugares provinciales, periferias urbanas, y por supuesto, un trasfondo discursivo sobre algunos de los fundamentos racistas que se encargan de excluir a las minorías de esta nación: las negritudes y los pueblos indígenas del Valle del Cauca y la Región del pacífico. Sin embargo, vale afirmar que el escritor Cárdenas se ha ido insertando dentro del canon literario de Hispanoamérica a pesar de proponer en su escritura temas indiscutiblemente marginales. Desde su trama inicial el personaje-narrador es un hombre, sin nombre, heredero de las acciones financieras de una empresa en crisis y esposo de una mujer a la que pierde con el paso del tiempo, o a la que quizás nunca tuvo. El escenario principal de la novela es Buenaventura, pero las ensoñaciones del personaje se tornan en pesadillas, en las que el recuerdo de los años de su infancia desea tomar forma y revelarse ante su presente, por esta razón, reconstruye las piezas perdidas de su recuerdo al atravesar espacios tan reales y simbólicos a los que llamamos: ciudad, 52
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puerto, mar, río, selva, presentes en el húmedo litoral del Pacífico colombiano. La categoría literaria lo grotesco fantástico según Wolfgang Kayser, tiene dos direcciones, en primera medida, la visión del mundo onírico, en donde los sueños retornan del pasado para imponerse ante el presente, y, en segunda medida, el mundo satírico con su alboroto de máscaras, en donde lo humorístico y lo cómico pierden su valor, para dar transparencia total a una mirada realista que contrasta con el correlato de una utopía social (1964: 227).
Los estratos, en efecto, reafirma la idea sobre lo grotesco fantástico a través de la interpelación de un mundo onírico, ensoñaciones en donde los escenarios son múltiples y las fuerzas del destino los cruza. En las ensoñaciones del personaje-narrador, son recurrentes los escenarios y espacios en donde transcurrió su infancia, el recuerdo es conocido y de inmediato ambivalente: se refiere a la “felicidad de la infancia: olor de aguas aceitosas, limo, residuos tóxicos, olor del mar apretado en una bahía sucia” (Cárdenas, 2013: 11). Sin embargo, estos recuerdos tienen un sabor amargo debido a la incertidumbre ante la ausencia de imágenes, generado por el continuo devenir del olvido ante el presente. Los sueños en el mundo onírico del personaje se revelan extraños, exóticos y con figuras siniestras, a pesar de ser un mundo que finge conocerse, pero que en realidad se presenta como un mundo distanciado, semejante al término extrañamiento: concepto fundamental que delimita el sentido de la categoría de lo grotesco. Los estratos desde la categoría de lo grotesco radicalmente satírico, consiste en desvanecer los efectos humorísticos que causan los monstruos de la novela El diablo de Chupirití, los náufragos zombis, la bailarina “orangutanidad”, los negros leprosos. La profundidad crítica de la novela se basa en un cuestionamiento a los fundamentos excluyentes y racistas sobre el gusto de la cultura afro e indígena de Colombia, que permite desde la crítica abordar un debate acerca de los diversos prejuicios y estigmas que se destilan en Colombia alrededor de las prácticas culturales de las negritudes y los indígenas de la Región del Pacífico. A las culturas afrodescendientes e indígenas de Colombia, se les ha atribuido estigmas culturales como: la exageración de colores en la vestimenta de los negros, la ininteligibilidad de sus dialectos aborígenes, la ensordecedora música del folclor pacífico, la malicia de los indígenas y sus plantas chamánicas: fuera de ser estigmas, son elementos latentes en sus prácticas culturales, en donde lo importante es discutir los procesos de descolonización. Tales estigmas son el polo opuesto al planteamiento crítico respecto al gusto y a las prácticas de los grupos minoritarios representados en Los estratos, pues la novela desafía las limitaciones de todas las identidades fijadas. 53
Entre la variedad de prácticas culturales de los negros del Litoral Pacífico, la novela revela esa intrínseca peculiaridad de la cultura afro, la exquisitez en su culinaria. En suma a lo anterior, a medida que la trama de la novela atraviesa las fronteras y los escenarios más inhóspitos, finalmente aparece la selva, en donde un indígena trabaja como detective para traficar información a través de la experimentación con psicotrópicos y especies silvestres (ayahuasca); esta práctica detectivesca es una costumbre de ciertos “chamanes” residentes de la región del Putumayo, que visten de tal forma que parecen ejecutivos y comercializan con los elementos que suscita la experiencia del trance psicodélico. Como se ha mencionado anteriormente, existe una serie de figuras siniestras y monstruosas que se revelan en el mundo onírico del personaje-narrador, lo que nos conduce a considerar lo no humano en el discurso novelístico. Hay páginas en Los estratos, en las que el terror se presenta ante los ojos temerosos de la infancia, pero estas figuras al verlas con una mirada diferente a lo cómico o a lo espeluznante, permiten reconocer la posición crítica sobre la condición monstruosa de la humanidad; según Mark Fisher (Lo grotesco y lo raro, 2018) la condición humana puede ser definida como: Podríamos llegar incluso a decir que la condición humana ha de ser grotesca, pues el animal humano no es el único que no encaja, el monstruo de la naturaleza que no tiene lugar en el orden natural y es capaz de reutilizar los productos de la naturaleza para darles nuevas y horrendas formas. (2018: 43) Interpretar Los estratos implica reconocer un debate latente en la profundidad crítica de la narrativa sobre lo no humano, resulta interesante abordarlo desde las categorías: barbarie y civilización, la barbarie (lo primitivo) es la ausencia de un lenguaje articulado, y por el otro, la civilización (lo humano) materializa su expresión en el lenguaje articulado. En Los estratos hay unas transcripciones al final de cada capítulo: “falla”, “sedimento” y “temblor”, en los que dos príncipes negros dialogan a través de las telegrafías de un periódico. Los mensajes están disfrazados con los restos de un lenguaje que han olvidado y que se ocultan entre los contenidos publicitarios del periódico (archivo). Los negros son príncipes haitianos en un principio, pero luego fueron forzados a la esclavitud y fusilados por el “General Esto y Lo otro de Más Acá” pero la verdad es que estaban muertos antes de ser fusilados, porque las cadenas de la esclavitud son semejantes a estar muerto en vida, así que la tumba no los detuvo para entregarse a la espesura de la selva, y en efecto, quitarse sus nobles vestiduras, convertirse en salvajes, monstruos leprosos, silenciados a causa de la ausencia de un lenguaje sin palabras articuladas. 54
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La única alternativa de comunicación para los monstruos, fue utilizar los mensajes transcritos en los periódicos para no olvidar los lazos que los unían y reinsertarse en los engranajes de la civilización moderna. En definitiva, el tema de lo salvaje ha retornado en la literatura y se ha dado en esta ocasión a través de la voz narrativa contemporánea de Juan Cárdenas; además, hay cierto diálogo provocador al reconocer la influencia de La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, una novela que sedimentó amplias consideraciones sobre la intrínseca relación entre la naturaleza primitiva y salvajismo del hispanoamericano, y en conclusión se revela como una utopía social. Y por último, vale considerar que su estética narrativa confluye con voces más universales como la novela La llamada de lo salvaje (1903) de Jack London.
REFERENCIAS BILIOGRÁFICAS Cárdenas, Juan (2019). Los estratos.Colombia: Tusquets Editores. Cárdenas, Juan (2019).Elástico de sombra.Colombia: Sexto Piso. Fisher, Mark (2018). “El cuerpo es un amasijo de tentáculos”. Lo grotesco y lo raro: The fall. Lo raro y lo espeluznante(40-47). Trad: Núria Molines. Barcelona: Ediciones Alpha Decay. Kayser, Wolfgang (1964). “Ensayo de una definición de la esencia de lo grotesco”. Lo grotesco y su configuración en pintura y literatura (218-229). Buenos aires: Editorial Nova.
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