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José Rodolfo Espinosa Silva “¡Oh vértigo! Ya, tembloroso, el espacio un beso parece qué, loco de nacer ocioso, ni estalla ni se devanece”. —Stéphane Mallarmé.
¡Ya no aguanto! Pido permiso para ir al baño. La maestra asiente con la cabeza mientras finge leer. Bajo las escaleras. Necesito lavarme la cara. No puede estar pasando. Junto a los baños hay una escalera. El conserje debe andar en el techo reparando la cisterna. “Es tu oportunidad”. La muevo y la coloco cerca de la barda. Subo y brinco de panza en el borde. Tengo miedo. Aspiro tomando impulso y echo mis pies hacia el otro lado, hasta quedar colgando de los brazos. Esto dolerá, lo sé. Pienso en sus ojos avellana. Lo vale. El impacto me lastima los pies. Renqueó alejándome de la escuela. Calle Fresnillo #11 entre Acacia y Gardenia. La vi anotada en la lista de la maestra hace un mes y la memoricé. Alzo la mano y un taxi se detiene. Le indico la dirección. “Son cincuenta pesos”. Es todo lo que traigo, ni hablar. Intento regatear sin éxito. Subo de todas formas. Regresaré caminando. La primera vez que la vi, me prendí del avellana y de sus mejillas pecosas. Esa cara en forma de corazón y la manera en que chupaba su paleta de cereza. Me prometí que sería mi novia. Hice mal en contarle a Sergio. Él le dijo a Genaro y conspirando con el resto del salón me la trajeron. Lucía incomoda; presionado por los demás decidí confesar lo que sentía. Dijo que yo era un gordete, que cómo lo pude imaginar. Recuerdo las risas cuando se dio la media vuelta y chocaba las palmas con sus amigas. No lloré, por lo menos no hasta llegar a casa. En la soledad. Decidí no rendirme. Al mes lo intenté de nuevo, armado con una caja de chocolates. Los depositó en la basura apenas los recibió. El intento número 14 fue el último. Sólo quedaba contemplarla de lejos. Jamás me dirigía la palabra y ahora éramos una especie de chiste escolar. 13