José A. García La casualidad le llevó a creer que cuanto le sucedía era real. Al menos se acercaba lo suficiente a la realidad como para que el propio Jaime pensara de ese modo. Claro que el principio, como sucede con todas las historias, fue bastante confuso ya que, a decir verdad, no era lo que se dice un lector asiduo de autores contemporáneos. Siempre había preferido a los clásicos, en ediciones más o menos económicas, más o menos llamativas, más o menos de colección. Lecturas que le generaban un placer que creía imposible de encontrar en autores más cercanos; por eso los esquivaba, como si se trataran de enfermos a los que mejor ni acercarse por temor al contagio, a una infección, o alguna otra cosa peor. Como no podía ser de otro modo, este tipo de ideas provenían más que nada de su propia ignorancia en cuanto a teoría literaria, movimientos de vanguardia, operaciones publicitarias, menciones en las redes asociales y asistencia a reuniones culturales. Lo sabía, o al menos lo intuía, pero en poco le preocupaba. La situación cambió, ya que de otro modo no tendríamos una historia para contar, el día en que, como al pasar, le fue recomendada la lectura de los cuentos de Augusto Monterroso. Eran finales del año 2002 y solo dos meses más tarde pudo hacerse con un libro del hondureño. Promediaba su lectura cuando lo sacudió la noticia de la muerte del autor. Regresó, luego, a la lectura de sus clásicos hasta que una portada extraña, poco llamativa pero sugerente en sí misma, atrajo su atención en una de las librerías que siempre visitaba. 8