UNIÓN “JOSÉ REVUELTAS” GUADALUPE HERNÁNDEZ CRUZ
EL HIGO
En cuanto el cielo empezaba a mudar su color negruzco y vestirse de rosa y azul, arriba del higo ya estaba preparada la orquesta, formada por una gran variedad de pajaros madrugadores: Cuiques, Primaveras, Tachis, Gorriones de pechito colorado y a veces, hasta San Miguelitos. Brincando de rama en rama buscando la fruta madura. De vez en vez, como a manera de agradecimiento a la bondad del arbol, le regalaban unos hermosos trinos, de uno a uno o en conjunto, eran una mezcla de sonidos melodiosos, alegres, que no solo el a rbol aceptaba con toda la serenidad que le daba su gran edad, sino tambie n a nosotros nos iba sacando de nuestros suenos inconscientes. Sublimes invadí an nuestro ser a traves de nuestros oídos, hasta hacernos despertar con una sonrisa y un bienestar involuntarios. Yo los empezaba a escuchar como a las 5:30 de la manana. Esa era la hora en la que mi mama, despues de regresar del molino, con la masa lista para hacer las tortillas y el atole, abrí a puertas y ventanas. Hacía entonces que el aire, despue s de haberse paseado toda la noche entre montanas, rios y a rboles, penetrara aromatizado y fresco. Y con la invitacio n de mi mama, echaba a empujones el aire viejo hacia afuera, danado por el encierro de toda la noche dentro de la casa. Yo abría los ojos, y mientras terminaba de despertar, completaba la bienvenida que mi mama le había dado al aire nuevo, invitandolo tambie n a entrar a mi cuerpo por la nariz, y por mi boca; en un gran bostezo. Ya ma s despierto, enfocaba la vista hacia el resplandor amarillo-naranja de la lumbre sobre el brasero, buscando el calor de la fogata recien prendida y la presencia de mi mama. Ella a esa hora, ya estaba con todos sus sentidos a toda su capacidad, puestos en los quehaceres de la manana. Brincaba de la ca-
ma, y mis pies desnudos sentían como los recibía el piso de tierra fresca y diverso del cuarto en el que dormíamos, mientras me transportaban en forma casi automatica hacia la cocina. Mi mama me saludaba con un -“¿Ya tienes hambre?”- Y me ofrecía la tortilla mas proxima a abandonar el comal, la dejaba que se inflara hasta casi reventar y luego la cogía con sus dedos retira ndola del comal, le ponía sal y la enfriaba con sus manos y soplidos de su boca al mismo tiempo que muy habilmente le daba una forma esferica. Cuando consideraba que la temperatura de la bola ya era inofensiva para mi boca, entonces la poní a en mis manos para que me la comiera mientras le contaba mi sueno de esa noche. Terminaba de comer mi tortilla y de narrar mi historia sonada, y comenzaba a escuchar como los gorjeos y trinos de los pajaros arriba del higo, se iban cambiando por voces y gritos de ninos que, atraídos por la misma razo n que las aves, le hací an la visita al a rbol apenas la luz del sol les permitía distinguir el color de las pequenas frutas. Minutos despue s, los gritos que salían de mi cuerpo, parado en alguna de las pocas ramas vacías del arbol, se unían a los gritos de los otros ninos, en muestra de jubilo al encontrar y devorar un suculento y dulce higo maduro.