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Hoy me siento mejor. Nuria Avisbal Portillo
Hoy me siento mejor
Nuria Avisbal Portillo
Imagino, doctora, que no dispone de mucho tiempo, demasiados pacientes, permítame que le robe tan solo unos minutos, hoy me siento mejor, no he tenido crisis en los últimos días y salgo a pasear tres veces a la semana, debe ser por eso que tengo más ganas de charlar.
Cuando yo era un niño, apenas 7 años, trabajaba en el campo, de sol a sol; a pesar de mi corta edad, tenía asumido que era mi deber como lo había sido antes de mis hermanos, no había tiempo ni dinero para otros planteamientos.
Mis padres se dejaban la piel en aquellas tierras castigadas por el sol y por la escasez de agua, pero el jornal no daba para mantener a una familia con 5 hijos, había que colaborar desde pequeños si no queríamos pasar hambre.
No era el único, muchos niños como yo hacían lo mismo, la necesidad y la escasez nos robó una infancia que se llenó de sudor y obligaciones, éramos viejos en miniatura con la piel curtida por un sol que nos abrasaba y las manos encallecidas por la aspereza de una tierra ingrata. A ratos, nos despistábamos y corríamos a escondernos, nos permitíamos pequeñas diversiones, hasta que los mayores dejaban de hacer la vista gorda y nos llamaban al orden recordándonos la tarea pendiente, a la que nos incorporábamos cabizbajos, pero sin rechistar.
En aquella época de mi infancia, aprendí a fumar, los jornaleros depositaban el pitillo sobre sus labios como un apéndice más, que se iba consumiendo lentamente, mientras araban, plantaban y recolectaban, aspiraban profundamente el humo que llegaba hasta sus pulmones creando esa falsa sensación placentera que los relajaba y hacía más liviana la carga diaria. -¡Eh, chaval! Ven, que te enseño a fumar, mira yo lo enciendo, tú solo tienes que chupar muy fuerte y luego echas el humo.
Aún recuerdo cómo comencé a toser, parecía una chimenea, el humo escapaba por mi boca, mi nariz y, si me apura, casi por las orejas; pero sabe, doctora, acabé por cogerle
gusto, ya no eran los mayores los que me ofrecían aquel tabaco que liaban en un fino papel con tanta maestría, era yo el que les reclamaba unas caladas, terminé aprendiendo a liarlos casi mejor que ellos.
De eso hará más de 70 años, toda una vida. Por aquel entonces, nadie nos advirtió de lo perjudicial que era, fumar era cosa de hombres, nos gustaba, nos relajaba, lo asimilamos a la rutina diaria.
Más tarde llegó la televisión, con anuncios de vaqueros que fumaban plácidamente sobre sus caballos contemplando la puesta de sol tras una dura jornada.
Ahora esos anuncios están prohibidos, pero en mi época te bombardeaban a todas horas, fumar te hacía más libre, más atractivo, en una palabra, te hacía mejor.
Para cuando nos enteramos de que el tabaco era peor que algunos venenos, que era responsable de un sinfín de enfermedades, el mal estaba hecho, nuestro cuerpo ya había sufrido el castigo. Sí, es cierto que veía a mi padre toser por las mañanas antes de incorporarse a las faenas, que fue perdiendo peso, casi podíamos contarle todas las costillas, cada vez le costaba más respirar, pero no éramos conscientes del daño real.
Cuando me miro al espejo, veo a mi padre, el movimiento de mis costillas, mis jadeos tras la ducha, mi tos matutina; no obstante, me considero afortunado, yo dispongo de esos pequeños inhaladores que dilatan mis bronquios, de esa máquina de oxígeno que me permite dormir por las noches, de mi mochila con la que doy paseítos cortos; él no tuvo tanta suerte.
Me siento orgulloso, conseguí dejar el hábito después de casi 70 años fumando, hay que tener mucha fuerza de voluntad, muchas agallas, porque cuando estás enfermo piensas que ya qué más da, que para qué vas a dejarlo si el mal ya está hecho.
Olvidarme del cigarrillo me ha permitido conocer a mi primer bisnieto, ¡ojalá vengan más!, ver a mis nietos finalizar sus estudios, tengo uno enfermero y otro abogado, disfrutar de ellos, participar de las reuniones familiares. Aún me quedan cosas por vivir si esta salud quebrada, pero de hierro, me lo permite.
Ni mis nietos ni mis hijos fuman, ya vieron cómo terminó su abuelo, y ahora me ven a mí, me han contado que está de moda lo que ellos llaman “vapear”: -Abuelo, eso es parecido a fumar, pero con cigarrillo electrónico, puedes elegir los sabores y te ayuda a dejar el cigarro.
Me río cuando me cuentan esas historias, ya he vivido algo parecido, yo les digo que eso de vapear no es más que el mismo perro con diferente collar.
A mis 82 años, pocas cosas pueden sorprenderme, la vida me ha enseñado que nada cae del cielo, que con voluntad, determinación y esfuerzo puedes seguir avanzando, que no hay que perder la ilusión ni dejarse ir, que, si quieres, lo consigues. Yo no necesité
ningún tratamiento para dejarlo, una mañana me levanté peor de lo habitual y dije: hasta aquí hemos llegado. Desde entonces no quiero ni olerlo, ni una calada, tiré a la basura el paquete con los últimos cinco cigarrillos que me quedaban, lo hice por mi familia y por mí.
Ahora, quienes más me preocupan son los jóvenes, los que están más expuestos, les venden humo de colores y se dejan hechizar por cantos de sirenas, no sólo por el tabaco, si no por toda esa química que en los telediarios llaman drogas de diseño.
Si en mis tiempos hubiéramos tenido tanta información como la que hay ahora, las tabacaleras se habrían arruinado, pero los que tienen el dinero saben cómo atraer a los más vulnerables, cuando se es joven uno quiere experimentar, probar cosas nuevas, ya sabe, el joven se cree inmortal.
Todos hemos pasado por esas etapas de rebeldía, uno no puede escarmentar en cabeza ajena, pero no estaría de más un poquito de información, de la de verdad, desde pequeñitos, ya sé que ahora dan a los niños charlas en los colegios, yo creo que habría que insistir más.
No le quito más tiempo, va siendo hora de ir terminando, los viejos nos ponemos a hablar y perdemos la noción del tiempo, quizás sea porque ya no tenemos prisa para casi nada.
Bueno, creo que va siendo hora de que termine con esta perorata. Disculpe de nuevo, doctora, esta visita se ha alargado más de lo previsto, ha sido usted muy paciente escuchando mis historias, me sentía con ganas de hablar, ya le dije que hoy me siento mejor.