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El camino de ida. Perla Valenzuela
El camino de ida
Perla Valenzuela
Llevaba toda la tarde con el punto de cruz. Quería tener terminado el cuadro bordado como agradecimiento a lo que habían hecho por ella. Hacía ya muchos años que esta tarea representaba una forma de hacer que los días fueran más llevaderos. Esta tarea en la que solo empleaba sus manos y que a su vista no le suponía un gran esfuerzo.
Suena el telefonillo. Se levanta de la silla sintiendo el molesto hormigueo en sus piernas debido a las horas que lleva sentada. -¡Buenos días, Queca! -le saluda de forma entusiasta el cartero. -Buenos días, Pedro. ¿Qué traes para mí hoy? -Sí mujer, unas cuantas cartas tengo para ti, alguna certificada. Firma por aquí.
Respiró profundamente intentando controlar las palpitaciones y el aviso de que se acerca una pequeña crisis de ansiedad. Ya sabía cómo controlar el bucle de pensamientos que le atropellaban la cabeza. Sabía bien que todas esas cartas eran avisos del banco de devoluciones de recibos, de saldos negativos y avisos legales de que su situación financiera no era la más adecuada.
Su situación actual era, como mínimo, lastimosa, había días en que lo llevaba mejor, sobre todo cuando no recibía ninguna llamada del banco. -Bueno hijo, hasta la próxima, que sea leve el día. -¡Hasta la próxima, Queca!
Bien era cierto que volvería la semana próxima con más cartas.
Volvió a su punto de cruz. En la mesilla tenía sus inhaladores habituales, decidió echarse dos inhalaciones del que ella misma llamaba el de “emergencia”, en un afán de calmar el peso que sentía en el pecho y al mismo tiempo de frenar todo lo que le preocupaba.
La semana próxima tenía la revisión con su médico. De alguna forma, esas revisiones periódicas le generaban momentos de tranquilidad y esperanza. Se sentía cuidada y querida por su médico.
Entrada la tarde, hizo en esfuerzo por prepararse algo para cenar, lo poco que tenía en el frigorífico. Un tomate aliñado con el poco aceite que le quedaba y un trozo de pan endurecido del que decidió hacer picatostes y pasarlos por la sartén. Posó su cuerpo en el mismo sillón donde hacía el punto de cruz, pero esta vez puso la radio nacional. El programa habitual solía poner música de los años setenta y, de vez en cuando, alguna tertulia sobre temas triviales.
Pasada la media noche, decidió irse a la cama, colocó dos almohadas en un intento de abrir más sus aquejados bronquios. -Hola, soy la neumóloga de guardia, te llamo para comentarte una paciente. -Buenooo, estamos hasta arriba, tú cuenta, a ver qué podemos hacer –le respondieron con desdén desde el otro lado. -Es una paciente mujer de 72 años, asma moderada-grave con control parcial, hace un año ingresó en planta por broncoespasmo moderado en contexto de gripe A. Buena situación basal, independiente. A pesar del tratamiento en planta, hemos tenido que pasar a reservorio, no remonta más del 80%. -Dime la habitación. Ya vamos. -Sí, es la 19. 02 -contesté de forma aliviada, porque ya sabía que al verla no dudarían en llevársela a la Unidad de Cuidados Intensivos.
Me parecía llamativo la tranquilidad y la parsimonia que mantenía la mujer. Nos indicaba que le pasaran su móvil y una bolsa que tenía en el cuarto de aseo. Todo esto con una mascarilla de reservorio a quince litros de oxígeno, una enfermera intentando coger otra vía periférica y otra colocando sulfato de magnesio.
Volví a realizar la auscultación, al menos algún sibilante espiratorio me daría un poco más de tranquilidad. En ese momento, me indicó que le retirara una especie de pulsera de hilo que llevaba en su muñeca derecha, intuía que tenía algún valor sentimental para ella y le indiqué que no estorbaba de momento. -Buenas noches, Enriqueta. Somos los médicos de cuidados intensivos. La llevaremos con nosotros para tenerla más vigilada. No se preocupe, todo irá bien.
Sentí una especie de punzada en el epigastrio, no sé si por las horas que llevaba despierta o por escuchar esa frase fatídica de “todo irá bien”. Desde hacía años, estaba convencida de que, cuando le dices eso a un paciente, todo se tuerce.
Un día estás bien y al día siguiente ya no.
Decidí bajar en el ascensor con la paciente, no porque me correspondiera, sino por el compromiso moral de acompañar. Cuando no podemos curar, acompañamos.
Al subir nuevamente a mi habitación, me costó bastante conciliar el sueño. Siempre que tenemos un pico de adrenalina pasa esto. Respiré profundamente, cogí el inhalador
de rescate que tenía en la mesilla del cuarto de guardia y realicé dos inhalaciones. Lentamente, sentía como me pesaban los párpados. Como si de un corto tiempo se tratara, el despertador de mi móvil sonó de forma estrepitosa. Sentía la opresión en el pecho y la incomodidad de ese taponamiento en la nariz junto con la cabeza embotada. Me lavé los dientes y subí a la planta. -¿Qué tal ha ido? -pregunté a la compañera. -Fatal, acabamos de intubarla.
En cierta forma, lo esperaba. Pero sentía cómo el peso de la guardia caía sobre mis hombros. El mundo me parecía un lugar gris, triste.
Cogí el coche y me dispuse a llegar a casa a descansar; tras otras dos inhalaciones de mi inhalador de rescate, parecía encontrarme un poco mejor.