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Pacto con el asma. Carlos A. Rombolá
Pacto con el asma
Carlos A. Rombolá
Eran las once de la noche y estaba llegando al aeropuerto. Sabía que esta vez sería distinto. Triste. Parte de incertidumbre, parte de ansiedad. Aún me esperaban doce horas de vuelo; el reencuentro con mi hermano en Ezeiza; la puesta al día de todos esos sucesos familiares que no se cuentan por teléfono; los ruidos de la gran ciudad y el gris de la autopista cada vez más desgastada. También los abrazos de bienvenida; las lágrimas por todo aquello no compartido y el nudo en la garganta. Y recién entonces, vería a papá, que estaba literalmente muriéndose.
Todo transcurrió según lo imaginado, aunque ver a mi viejito fue impactante. Su estado parecía más frágil que en las últimas fotos que me habían enviado, elegidas con cuidado para no herirme demasiado en la distancia.
Lo habían afeitado y perfumado. Para recibirme, él quiso que lo sentaran en una silla de ruedas haciendo un esfuerzo mayúsculo para que pudiéramos disfrutar de ese día de reencuentro. Su voz apenas salía de sus pálidos labios. Poco pudimos hablar, pero ambos pudimos expresar el amor que sentíamos.
A pesar de todo, me sentí contento: al fin podía verlo. Todos me advirtieron con asombro que estábamos presenciando la mejor versión de papá de las últimas semanas. Oí varias veces el comentario que, desde que supo que yo iría, volvió a tomar líquidos con mayor entusiasmo. Me estaba esperando…
Mi presencia consolaba a mamá y aliviaba al resto. Hacía demasiado que no nos veíamos. Además, podría aportar un poco de la tranquilidad que tanta falta hacía ante tanta desolación. El único médico en la familia y tan lejos en ese momento, separado por miles de kilómetros y por una insensible pandemia que todo lo complicaba.
Dentro de lo que cabe, fue un día de fiesta: no faltó el interminable banquete (centro de toda reunión de nuestra familia) y los sentidos abrazos de hermanos, primos y sobrinos que venían a recibirme y, sin quererlo, a despedirse de papá. Por momentos fue
inevitable quitarnos las mascarillas, abrazarnos y llorar por una mezcla de emociones que incluían la tristeza.
Al día siguiente, el estado de papá se derrumbó: ya no quiso ni pudo volver a sentarse, y otra vez apareció la dificultad para tragar los líquidos. Todos estuvimos de acuerdo con cumplir su voluntad de no volver al hospital. El postoperatorio de la cirugía de cadera había sido muy duro, principalmente por las restricciones de las visitas. No quería volver a estar solo. Deseaba estar rodeado de los suyos.
Sus piernas adelgazadas se movían con debilidad en la cama y su mente comenzaba a volar por horizontes desconocidos… Cuando alguien lo acariciaba, con mucho esfuerzo acercaba su mano sin abrir los ojos, y respondía con unas palmaditas tan características de él que creo que ya era un acto reflejo… Y así continuó apagándose durante los diez días de mi visita.
La tos se limitaba a la dificultad para tragar. Afortunadamente, sus broncoespasmos habían remitido casi por milagro. Al auscultarlo, no advertía ni roncus ni sibilancias, y cada vez que lo hacía, notaba un gesto de alivio y tranquilidad en su cara. Tuve la suerte de sentir que él percibía mi presencia. Inesperadamente, el asma, que siempre tan mal lo trató, se apiadó de papá durante sus últimos días. Respiraba tranquilo. Con poca fuerza, pero sereno.
El asma había sido muy cruel con mi padre desde su juventud. Lo había estigmatizado hasta tal punto, que no lo recuerdo sin su inhalador. Siempre cerca, en la mano o en el bolsillo. Desde niño, he visto la evolución de todos los dispositivos de inhalación. Desde aquellos que venían con pipetas de cristal y una pera de goma hasta los dispositivos más modernos de todas las formas y colores. Múltiples nebulizadores han pasado por casa, hasta el punto de convertirse en un mobiliario indispensable del salón comedor. Recuerdo la fatiga, que, desencadenada por el ejercicio, le obligaba a abandonar los juegos familiares y a aplicarse uno o más “chutes” del broncodilatador.
De anciano, verlo toser con tanta dificultad por las mañanas era desgarrador, y oírlo mientras hablábamos por teléfono era sumamente preocupante. Parecía que se iba a desvanecer por la hipoxia, tal como había ocurrido algunas veces. Incluso la risa le generaba accesos de tos tan violentos que en ocasiones llegaba al síncope. Últimamente, yo evitaba contarle cosas graciosas por eso.
Siempre estaba ilusionado con cada nuevo medicamento o aerosol que le indicaban. Sin embargo, la tos y las sibilancias siempre volvían. Era optimista para todo. Le gustaba estar informado sobre asuntos médicos que intentaba comprender, transformándose en un tema de conversación frecuente entre nosotros, ambos asmáticos.
Yo heredé el asma y las alergias. Habitualmente lo controlaba bien. Sin embargo, durante esos días padecí una crisis asmática como nunca. Incluso tuve que tomar corticoides y duplicar la dosis de mis inhaladores tras descartar infecciones respiratorias y el temido covid.
Y así llegó el día de mi regreso. Era imposible diferir mi retorno a España. Fue durísimo despedirme de papá en plena agonía y de toda la familia inmersa en ese sufrimiento. Aquel abrazo a mamá es imborrable en mi mente. Subí al avión con lágrimas y con el inhalador en mi bolsillo. Mal. Seguí con broncoespasmo durante varias horas en el vuelo hasta que pude descansar algo. Ya en casa, agotado y mal dormido, recibí el llamado de mi hermana avisándome que papá había partido. No queríamos que sufriera ya más.
Al siguiente día, apenas quedaban rastros de mi crisis asmática. Volví a la normalidad de mi asma leve casi súbitamente. La remisión de los síntomas de papá coincidiendo con mi crisis asmática fue solo casualidad… O tal vez, manifestaciones del estado emocional de ambos, del aumento o descenso de los niveles de ciertas prostaglandinas relacionadas con diversos factores exógenos, del cambio de clima o latitud. O de la combinación de todos ellos…
Muchas mañanas, aunque soy consciente que esto no funciona así, mientras inhalo mi aerosol me gusta fantasear que cargué con el asma de papá durante los últimos 10 días de su vida, liberándolo de ese mal hasta su sereno ocaso. Como si de un absurdo e ilógico pacto con la enfermedad se tratara…
Dedicado a mis amados padres y hermanos