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La muerte de Lucky. Perla Valenzuela
La muerte de Lucky
Perla Valenzuela
Cada día suponía un reto. Llevaba muchos años enfrentándose a la incertidumbre, al malestar y al dolor físico. Respirar era recordar que seguía con vida contra todo pronóstico médico. Las mañanas representaban para él una batalla, la insoportable tos y las espesas flemas. El ritual de ejercicios respiratorios que le habían enseñado los terapeutas parecía una danza a algún dios. -Buenos días, Pepe, ¿quieres azúcar en el café? -No, hoy ponle sacarina. -Aquí está. Recuerda tomarte la medicación. Me marcho ya a misa, hace un rato que suenan las campanas.
Le pasó el pastillero; en la división de la mañana se podían contar unas 10 pastillas. Tomaba cada una de ellas despacio, con la calma que le permitía el temblor fino de sus frágiles manos.
Sonaba el teléfono. Dejó que sonara varias veces porque sabía quién era. Su hija mayor solía llamar sobre las diez. Le costó levantarse del sillón. -Hola, papá. ¿Cómo estás? -Hola, Nina, estoy como siempre. ¿Cómo sigue Lucky? -Ahí va, le cuesta respirar cada día más. El veterinario ha dicho que le queda poco. -Bueno hija, ese perro ya ha cumplido con su expectativa de vida, son ya veinte años. Tanto él como yo creo que sobramos ya. -¡No digas eso, papá! ¿Cuándo tienes revisión con el médico? -Este viernes. Me echará la bronca, como siempre. -Bueno, te dejo papá, que salgo a comprar.
Se disponía a levantarse de la silla cuando un dolor súbito en el costado izquierdo le cortó de cuajo la respiración.
El perro daba el último suspiro. La chica le colocaba la cabeza en la almohada como si con esa acción le ayudara a disminuir el tiempo de agonía.
Al abrir la puerta, le encontró desplomado junto al teléfono. Con la parsimonia que le caracterizaba, comprobó que respiraba aún, el pulso era débil pero mantenido. Llamó al 112.
La enfermera que intentaba coger una vía estaba agotada, era el tercer pinchazo y no lo conseguía. La vía periférica que traía de la ambulancia se estropeó en el paso de la camilla a la cama de urgencias. Ya terminaba su turno y al llegar su compañera le pidió ayuda. Necesitaba salir y coger aire. Estaba exhausta.
Sus ojos se cerraban del agotamiento, la serenidad que había desarrollado a raíz de los múltiples ingresos de su marido le daban un aire fuera de este mundo. -Florencia Gutiérrez de Sandoval, pase por información.
La llamada para que le informaran. Un segundo en el que su corazón da un vuelco con una mezcla de miedo, frío y desamparo. -Florencia, esta vez le está costando mucho. Su corazón no está colaborando. Esta en insuficiencia cardíaca.
La cara del médico le era familiar, le había ya atendido en varias visitas. -¿Puedo pasar a verle?, le preguntó con un hilo de voz.
El monitor marcaba 80. Por las veces anteriores, sabía que esta vez podría ser el final.
El perro y Pepe habían decidido partir el mismo día. Sus cuerpos, maltratados por la edad y por la enfermedad, partieron del plano físico. -Hija, tu padre acaba de fallecer.
El silencio se hizo de ambas partes. A lo lejos, en la zona de urgencias, el sonido de órdenes, máquinas y algún grito de un paciente mantenía el día de marcha. Un día más. Uno menos.