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13 de octube de 2016. Andrea Sánchez Fernández
13 de octube de 2016
Andrea Sánchez Fernández
–Estás todavía aquí? Vuelve, tenías razón –suplicó con preocupación.
Por un momento, me quedé sin respiración y todo se detuvo a mi alrededor. Por supuesto que seguía ahí. Simplemente había bajado a renovar el ticket del parquímetro. Ya sé que todos esos trámites ahora se pueden hacer desde el móvil, pero la tecnología nunca ha sido mi fuerte; de lo contrario, no habría abandonado el hospital.
Mi mano estaba rígida, los dedos me temblaban y no acertaban siquiera a cerrar la cremallera del monedero. Maldita sea, llevaba meses queriéndome comprar uno nuevo porque siempre se atascaba. “Como para unas prisas”, solía pensar.
Hacía apenas un par de semanas que me había mudado a Italia, con todo lo que ello significaba. Vivíamos en una pequeña ciudad al sur de Milán. Recién graduada y con toda una carrera profesional por delante, decidí embarcarme en la que sería toda una aventura en el extranjero. Supuse que lo más inteligente (o eficiente, quizás) era llegar allí en avión y una vez que tuviéramos piso –sin saber cuánto tiempo nos iba a llevar este proceso– volver a España para hacer la gran mudanza en coche. Todo tenía sentido en mi cabeza.
Llevaba conmigo lo puramente esencial: ropa para unos cuantos días, mi funda con las cosas de hockey, un neceser básico y una carpeta con mi currículum traducido de aquella manera al italiano. Con las prisas, los nervios y mi afición por la procrastinación, lo terminé imprimiendo en la residencia de ancianos en la que vivían mis abuelos unas pocas horas antes de la salida del vuelo.
Ese día fui a despedirme de ellos. Me desearon un feliz viaje y mucha suerte en esa nueva etapa. Mi abuela Carmen me dio 20 euros a escondidas como era costumbre. Tanto si se me caía un diente como si aprobaba Selectividad, el obsequio era siempre el mismo. Muchas veces bromeaba con ella sobre el día de mi boda y el regalo que me haría. “Al menos nos darás veinte a cada uno, ¿no?”, me solía burlar. “A este paso nunca te vas a casar”, sentenciaba resoplando. Me consuela que pensaba exactamente lo mismo de todos sus nietos.
Se habían mudado allí en febrero y apenas estaba finalizando el verano. Recuerdo perfectamente el rostro de mi abuela aquella mañana antes de partir: una sonrisa tímida y ligeramente forzada y una mirada algo triste que parecía esconder dolor. Llevaba días con molestias en la espalda y con pocas ganas de salir a la calle. El pequeño hilo de voz que escapaba de sus labios sonaba entrecortado. Lejos quedaban aquellos gritos que me pegaba desde su sombrilla en la playa de Gandía para que saliera del agua y nos fuéramos a comer.
Todo marchaba bien por la llanura Padana. Casi perfecto, se podría decir. Casi. Empezaba a chapurrear un nuevo idioma, me compré un libro de 1001 recetas para hacer con pasta, probé el helado de pistacho de la mayoría de gelaterie de la zona y comencé a jugar en un nuevo club. Y sí, también me harté a comer pizza.
Hacía pocos días que había aterrizado. Todavía no me había dado tiempo a echar de menos el jamón serrano y las croquetas de la Carmencita que ya estaba de vuelta en Madrid para recoger mis enseres y llevarlos a mi nuevo hogar. Fueron apenas 4 días los que estuve en la capital, pero me parecieron años. Mi abuela estaba ingresada en un hospital del centro porque ya había dejado de caminar e íbamos todos los días a visitarla. Su aspecto físico no era del todo malo, pero los resultados de los primeros análisis que le hicieron revelaban una alteración en los niveles de sodio. El próximo paso sería hacerle una tomografía computarizada de tórax para descartar algo que los médicos no nos quisieron explicar en ese momento. Se la llevaron a la sala de rayos en una camilla que hacía un ruido insoportable.
Año 2013. Aula 6. Facultad de Enfermería y Fisioterapia de la Universidad de Alcalá de Henares. Asignatura de afecciones médicas. Hacía frío y la mitad de las sillas estaban vacías. A pesar de ello, yo ocupaba las últimas filas. De frente y a lo lejos, una presentación de Power Point que emanaba antigüedad en cada diapositiva: “La hiponatremia es un trastorno electrolítico muy habitual en los pacientes oncológicos”. Mi mente estaba allí fijada. Estaba reviviendo una y otra vez ese momento que había vivido años atrás en clase. En mi cabeza resonaba sin cesar esa misma frase. “Papá, esto pinta raro, yo creo que la abuela...”. Me detuve. ¿Cómo le dices a una persona que quieres que crees que su familiar tiene cáncer de pulmón basándote únicamente en un vago recuerdo universitario y una corazonada? Algo dentro de mí estaba seguro de ello y necesitaba compartirlo.
Mi padre se quedó callado. Ausente. Pensativo. Con la mirada perdida. De repente, un sonido bastante molesto nos hizo volver a la realidad. Era la alarma del móvil: quedaban 5 minutos para que se terminara el ticket de la hora. La siguiente vez que volvió a sonar el teléfono sería mi padre para darme la razón y pedirme que volviera.
Meter todas mis cosas en el coche fue una gran odisea, aunque no tanto como lo fueron las casi 18 horas de viaje hasta Pavía. Nada más llegar, la típica llamada protocolaria para decir que todo estaba bien, pero algo me decía que al otro lado las cosas no andaban tan bien. Esa noche la dediqué a comer techo en su totalidad pensando en todos los posibles escenarios que podrían acaecer. Nos terminamos mudando el primer día de octubre, coincidiendo con mi cumpleaños. Una vez “instalados” –por llamar así a tirar todas las cosas en 8 metros cuadrados de habitación– nos fuimos a celebrarlo con nuestras nuevas compañeras de piso. Me acuerdo de estar toda la tarde pendiente de si mi pantalla se iluminaba. Nunca me he sentido tan desconectada en la era de la conexión que estamos viviendo.
La noticia llegó poco después de una semana. Yo estaba en Roma jugando el segundo partido de liga y un frío “ven ya, está muy malita” fue el responsable de que me plantara en menos de media hora en el aeropuerto de Fiumicino. Iba con lo puesto y un exceso de 30 kilos de ansiedad como equipaje de mano. Así me encontraba: en el aire, con dificultad para respirar y suplicando poder llegar antes de su último suspiro.
Cuando aterricé, fui directa al centro de paliativos donde pasaría los últimos días de su vida, y afortunadamente llegué a tiempo para tenderle la mano. Ya no era capaz de abrir los ojos, ni siquiera gesticulaba. Y allí me encontraba yo, sentada a su lado, abrazando el recuerdo de la última vez que pude escuchar su voz hacía apenas un par de días. Solas ella y yo. Solo se oía nuestra respiración.
El día antes de que nos dejara, el hospital se llenó de invitados. Según los trabajadores del centro, hacía muchos meses que no veían a tanta gente. Era festivo nacional y todo el mundo aprovechó para visitar a sus familiares y poder darles un último adiós. Por unas horas, la clínica se llenó de sonrisas y carcajadas, de abrazos y caricias, de instrumentos y canciones.
De pronto, la noche se sumergió en un profundo y placentero silencio. Yo me quedé dormida en un incómodo sillón de la sala de espera, y fue otra corazonada la que hizo que me despertara de golpe: esta vez parte de mi corazón se lo llevaba ella. Y aunque en su lápida no quisimos que grabaran sus datos vitales, a mí ese día me cambió la vida: 13 de octubre de 2016.