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Mamá. Virginia Brito García
Mamá
Virginia Brito García
«¡Mamá!, ¿eres tú?». Claro que es ella, tonto… está más joven y guapa que nunca. He echado tanto de menos su olor, el tacto de sus manos. Me abrazo a ella como cuando era pequeño y siento que se para el tiempo. Ojalá fuera así, quisiera eternizarme en este momento. A lo lejos se oye un pitido corto y constante, casi imperceptible. Mi madre parece haberlo notado también y se separa de mí, mirando al infinito con preocupación. Desesperado, me aferro a su mano en un intento de mantenerla conmigo, pero el maldito sonido se acerca cada vez más, acelerando el ritmo y ensordeciéndonos por momentos. Siento una presión en el pecho que me paraliza, permitiendo involuntariamente que mi madre desaparezca en la lejanía. Intento gritar y correr hacia ella, pero debo estar en una de esas pesadillas en las que las piernas no responden y no sale ni un ápice de voz de las cuerdas vocales. Desesperado y boqueando, despierto en una habitación blanquísima. En medio de la luz que me ciega, localizo el maldito aparato que pitaba en mis sueños: es un monitor de constantes vitales que parece amenazarme desde la mesita de noche.
Alguien ha debido notar también el infernal sonido de las alarmas, pues no tarda mucho en abrirse la puerta. Es una chica joven, con uniforme níveo, como todo lo que me rodea. –¡Por fin despierto, Mateo! ¡Lo que ha costado!
Mateo, ese es mi nombre. Ha estado sin pronunciarse tanto tiempo, que ya ni siquiera lo recordaba. Poco a poco, comienzan a aflorar en mi mente los recuerdos, y la realidad me sobreviene como un jarro de agua fría. A la joven que manipula los monitores que me controlan la sigue otra mujer algo mayor, con un fonendoscopio colgado al cuello. Cada una hace su trabajo en silencio, como una coreografía insonora en la que todos saben exactamente cuál es el paso que va a continuación, y bailan sin entorpecerse unos
a otros. El dolor en el pecho es real, no formaba parte de mi sueño. Respirar resulta una tarea difícil a pesar de la mascarilla que me cubre media cara y que me envía oxígeno a una presión que se me antoja insuficiente. Comienza de nuevo el pitido discontinuo que, deduzco, informa de mi pésima respiración. «Súbele el oxígeno, la saturación sigue bajando». Por la mirada que intercambian, sé que mis sospechas de un final más que cercano son ciertas. La enfermera ha empezado a buscar con rapidez en lo que queda de mis brazos alguna vena lo suficientemente buena como para poner la medicación urgente que le solicitan. Quisiera aconsejarle cuáles son las mejores, pero no tengo fuerzas. «Las del brazo derecho, niña». No es soberbia ni desconfianza, pero treinta años consumiendo drogas intravenosas dejan ciertas enseñanzas que no esperaba poder aplicar en este contexto. Lo cierto es que no sé por qué se toman tantas molestias conmigo. Lo que empezó como un coqueteo inteligente con las drogas, terminó convirtiéndose en todo aquello que me advirtieron: perdí mi casa, mi empleo, mi familia. Casi sin darme cuenta, la calle se convirtió en mi único hogar, y mi cuerpo jamás volvió a rozar siquiera una cama hasta este momento. Y ahora que estoy aquí, recibiendo todas estas atenciones, deseo con toda mi alma que paren. Hay cientos de pacientes en este instante que necesitan esta cama, esta habitación, estos profesionales; personas que merecen infinitamente más que yo los cuidados que ahora recibo.
Ellos no parecen darse cuenta de mi insignificancia, pues cada vez son más en la habitación. La coreografía se ha vuelto una danza frenética, en la que los movimientos incesantes se alternan con órdenes cruzadas a viva voz que acompañan a la melodía principal. El pitido del monitor parece haberse multiplicado, y ahora se oyen distintos tonos, dependiendo de la máquina de la que provienen. La enfermera y la doctora que entraron por primera vez se miran de un extremo a otro de la habitación, por encima del alboroto. Deduzco que soy su paciente, y entienden, igual que yo, que no hay mucho que hacer. Agotado, cierro los ojos y me dejo abrazar por el calor de la cama. Dios, hacía tantos años que no sentía este calor. No sé si porque me he acostumbrado, o como consecuencia de la medicación que me han administrado, pero las alarmas de los monitores comienzan a embelesarme, y por un momento disfruto de la danza desde mi horizontalidad, como si fuera el protagonista de ella. El sueño se apodera de mí, y me encuentro de nuevo en el escenario donde he visto a mi madre hace un rato. Escucho las voces distantes de los médicos y enfermeras, apresurando la danza cada vez más, como en un ritual ancestral. A lo lejos, la figura que esperaba volver a encontrar. Mi madre se acerca con un vestido de flores, con el que me llevaba a misa los domingos cuando era un niño. Su sonrisa, que nunca se borró de mi memoria, es lo más hermoso que he visto en toda mi vida. Me tiende una mano, ahora sin la preocupación de los pitidos ni de las máqui-
nas que intentan mantenerme atado al mundo terrenal. Con una inmensa felicidad, por fin sale de mi boca una palabra, la más bonita que se ha pronunciado nunca: «mamá». En la habitación, se miran unos a otros, comprendiendo que Mateo por fin ha encontrado un lugar mejor para descansar que el banco de un parque. Se detiene la RCP.