2 minute read

Petricor. Ángel Cilleruelo Ramos

Petricor

Ángel Cilleruelo Ramos

“Abuelo, sal de una vez”. Recostado sobre su sillón orejero, ese que conocía cada parte de su anatomía desde hacía más de 20 años, observaba cómo jugaban sus nietos en el jardín de la casa. Estaba empezando a llover, pero eso hacía que los jóvenes se divirtiesen aún más.

Los recuerdos en torno a ese jardín eran recurrentes: la ilusión de la compra de la casa junto a su esposa, la llegada de cada uno de sus hijos y las diferentes celebraciones que allí se habían realizado. Pero la sensación agridulce del recuerdo de un factor común en todos los eventos; desde la infancia, con 12 años, comenzó con sus primeros cigarrillos. ¡Qué mejor manera de parecer adulto! El hábito continuó indefectiblemente durante más de 60 años. Problemas en el trabajo, discusiones de pareja, problemas con familiares o el estrés combinaban de manera perfecta con las celebraciones de bautizos, comuniones, bodas, vacaciones u otras exaltaciones de alegría con un único punto de encuentro: el tabaco. De niños, sus hijos comenzaron a jugar con cigarrillos de chocolate, que pasaron a ser combinados de nicotina, alquitrán y otros tóxicos en un demasiado corto espacio de tiempo.

Desde hacía dos años, su vida había cambiado. La ansiedad por la enfermedad de su esposa solo podía hacer incrementar su dependencia tabáquica. Aún llora cuando recuerda el momento de la noticia. Quizá también un cierto sentimiento de culpa por haber compartido tantos cigarrillos con ella. El diagnóstico del cáncer de pulmón de su mujer le supuso un mazazo, y su fallecimiento marcó un antes y un después en su vida. Fue a partir de entonces cuando decidió dejar el maldito tabaco. Lejos de una motivación personal, realmente lo sentía como una deuda hacia su querida esposa. Sus sentimientos no podían definirse mejor que con una frase que escuchó a su escritor favorito, Miguel Delibes, y es que “vivir era ir muriendo día a día, poquito a poco, inexorablemente”.

“Abuelo, pasa el balón”. La voz de sus nietos le hizo regresar a su jardín. Al abrir la ventana, entró un intenso olor a tierra mojada. Hace unos días, uno de sus hijos le había dicho que ese aroma tenía un nombre propio, pero era incapaz de recordarlo. Olores,

sabores y sensaciones que habían estado dormidas durante más de medio siglo, y que se habían ido incorporando poco a poco a sus sentidos tras el cese de su hábito.

Por fin decidió desconectarse de la que es su fiel compañera durante 16 horas diarias. Se levantó de su sillón, apagó la máquina de oxigenoterapia y salió a acompañar a sus nietos al jardín. Una bocanada de humo procedente de uno de sus hijos llegó a lo más profundo de sus vías respiratorias; no lo pudo negar, aún le producía un enorme placer.

Mirando a aquellos niños, aún mantenía la esperanza de que ellos no cayesen en sus mismos errores. Y es que “el poder de decisión le llega al hombre cuando ya no le hace falta para nada”.

This article is from: