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Efecto mariposa. Raúl Clavero Bázquez

Efecto mariposa

Raúl Clavero Blázquez

Ese niño que respira con dificultad, emitiendo un sonido burbujeante, cuarteado, similar a la noticia de un incendio, no podrá celebrar su primer cumpleaños porque a la aldea de Mali en la que nació jamás llegan antibióticos para la neumonía bacteriana.

No sabrá decir nunca su propio nombre.

No aprenderá a caminar.

No sentirá el sabor de la arena en la punta de su lengua ni reunirá en sus mejillas todo el calor del desierto.

Esa pequeña suma de sangre y hueso, de piel nueva y ya cansada, de músculos vibrantes que habrán de pudrirse sin consuelo, ese cuerpo minúsculo como la sombra de la acacia al mediodía, no escuchará jamás el aleteo breve y salvaje que da cuerda al mundo.

Ese bebé que ni siquiera consigue gritar, que pone toda su esperanza de auxilio en un gemido ahogado, agudo, nacido en la zona oculta en la que se agazapa la condición más animal del ser humano, nunca recorrerá descalzo cada día, con paso firme y obstinado, los seis kilómetros de ida y los seis kilómetros de vuelta que separan su casa de la escuela.

Ese rostro de labios azulados que aprieta los puños como si buscara el aire en las palmas de sus manos no las verá crecer tanto como para cobijar en ellas el último aliento de su madre.

Jamás aplaudirá.

No conocerá a su hermano pequeño.

No sabrá lo que es una pelota de fútbol, ni una tableta de chocolate, ni un abuelo.

No conocerá la felicidad de ser distinguido con la mejor nota de su colegio, ni esa especie de punzada en el pecho que asalta invariablemente a los más jóvenes cuando cruzan su mirada con otra mirada y que en otras partes del planeta han convenido en llamar amor.

Nunca se verá sorprendido una tarde por la nostalgia de haber dejado definitivamente atrás la infancia.

No se levantará una mañana con ganas de atravesar muros a dentelladas.

No recibirá a los dieciocho años una beca para continuar sus estudios en la Universidad de Bamako.

No dudará.

No pasará noches en vela.

No vivirá ningún momento de iluminación, de prodigiosa epifanía, que le hará discernir con certezas lo que para otros no son más que intuiciones.

No viajará a los veintitrés a París para especializarse en epidemiología.

No sentirá de pronto vergüenza, ni culpa, por haber abandonado a los suyos.

No regresará, después de una crisis vocacional, a la casa de sus padres para descubrir que ya no puede habitar ningún espacio concreto del mundo.

No hará su maleta una y otra vez.

No trabajará en los mejores laboratorios de cada continente, hasta dar con el adecuado.

No formará parte a los veintinueve del equipo que dará con el remedio definitivo para curar la malaria.

No se reconciliará a los treinta y cinco con su pasado, ni hablará de su país en una entrevista de televisión con orgullo, pena y esperanza a partes iguales.

A los treinta y ocho años que no cumplirá no será el responsable de una vacuna eficaz para la Covid-19 que se adelantaría en cinco meses a sus competidoras.

Cinco meses. ¿Has oído bien? Cinco meses.

De acuerdo, cinco meses pueden parecer poco tiempo, pero sabes que son más que suficientes para que tu abuelo enferme, para que lo ingresen de urgencia en un hospital, para que pase sus últimos días enganchado a una máquina de respiración asistida, y para que lo entierren casi en soledad, una mañana lluviosa de octubre.

Pero no te preocupes, recuerda que todo esto aún no ha ocurrido. De momento, sólo hay un bebé que llora, y una mariposa que, con cruel inocencia, en algún lugar extiende sus alas.

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