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De la ECMO a las postillas en las rodillas. Laura Delgado García
De la ECMO a las postillas en las rodillas
Laura Delgado García
El pasado mes de agosto, mi hijo de cuatro años aprendió a ir en bicicleta. Como es habitual, ese entrañable momento de dejar atrás los ruedines de apoyo o las manos de quien corre a nuestro lado ha traído consigo unas postillas en las rodillas con las que ha puesto el broche final a un verano en el pueblo, como nos ha ocurrido a muchas de las generaciones anteriores.
Esto no sería nada del otro mundo de no ser por cómo ha ido escribiendo su página en la historia mi pequeño campeón; porque hoy sonríe orgulloso pensando que la cuesta que acaba de subir ha sido el mayor reto de su vida, debido a que aún no es plenamente consciente de que el más trascendental fue aprender a respirar.
Tras haber vivido ya un mes de mi embarazo a reloj parado mientras aguardaba los resultados de la amniocentesis, y haber vuelto a recuperar la tranquilidad, llegó la ecografía de la semana veinte, y con ella el diagnóstico. La ginecóloga que seguía mi embarazo no tenía dudas: “Tu hijo tiene una hernia diafragmática congénita”. Esa fue la primera vez que oí hablar de esa enfermedad, de la que fui recibiendo información adecuadamente dosificada, y digo adecuada, porque ahora, tras estos años, pienso que mi bienestar emocional de entonces se mantuvo por la prudencia de los doctores que me explicaron en cada momento lo que había que explicar, y por el acierto de haber buscado por mi cuenta la información justa.
En cuestión de días, pasé de hablar sobre si “será niño o niña” o sobre el peso según las ecografías, a hablar de un porcentaje, el de supervivencia. De mi primera visita al equipo médico de Barcelona me traje más información, más preocupación, pero también una gran medicina, la asociación de familias “La Vida con Hernia Diafragmática Congénita”.
Gracias a esta Asociación, conocí las historias de muchos otros niños y niñas HDC y fui consciente de que en ellas había finales felices y otros que no lo eran tanto. Guardé los finales que no me gustaban en el último “estante” de la cabeza y me aferré cuanto
pude a muchas historias bonitas. Cuando llegó el momento de decidir, decidimos que nuestro pequeño campeón tenía que tener la oportunidad de intentar vivir. Restaban unos cuatro meses de embarazo y las semanas volvían a transcurrir a otro ritmo. El reloj volvía a quedarse parado por momentos, pero la vida realmente transcurría. A la vuelta de la esquina llegó una Navidad de la que disfruté gracias a mi hijo mayor. Porque todos sabemos que la ilusión de estas fechas se vive diferente si hay un niño en casa.
Llegó enero y una nueva visita a Barcelona que preparé con un billete de ida y vuelta, pero del que solo usé la primera parte. Y es que aquí está el claro ejemplo de que no importa cómo empieza una historia, sino cómo termina. Y lo que en un primer momento pareció una situación de parto prematuro, que trajo como consecuencia que ya no regresara a Asturias, acabó siendo un embarazo con mucho reposo y muchas dosis de atosibán, pero que terminó en un parto espontáneo del que guardo un recuerdo maravilloso.
Hoy, a las familias que buscan información siempre les digo que las noticias buenas y malas siempre se entrelazan, no nos quedemos nunca con todo lo bueno ni tampoco con todo lo malo, y les aconsejo que no se marquen una sola meta. Tras superar una etapa, hay que comenzar otra carrera para alcanzar otra nueva meta sin olvidar nunca todo lo que hemos ganado.
Nuestra primera meta fue que el embarazo llegara a término, luego nacer y sobrevivir durante esas primeras horas. Al poco de nacer, Daniel tenía una hipertensión pulmonar que no revertía con medicación y fue necesario entrar en ECMO, una máquina que durante unos días fue su pulmón y su corazón. Sus órganos descansaron, comenzaron a funcionar, y el soporte de la máquina fue cada vez menor. Tras salir de ECMO, su cuerpo se mantuvo estable y llegó otra meta: la cirugía de reparación. Fue la tercera vez que se me pasó por la cabeza la posibilidad de que me tendría que despedir de él, pero durante la intervención y los días siguientes se mantuvo sorprendentemente estable, y ahí empezó a subir una escalera, en la que sólo retrocedió algún peldaño para coger impulso y seguir subiendo.
Tras unos días, me convencí por fin de que él seguiría con nosotros y empezamos a plantearnos otras metas: ¿conseguirán sus pulmones respirar por sí solos, sin respirador ni oxigenotereapia? Sí. Y así pasaron dos meses y medio de hospitalización, con muchas preguntas y respuestas y otra meta: nos iríamos a casa con sonda nasogástrica para la alimentación, así que hicimos nuestra pequeña formación de enfermería, las maletas, y con la sensación de irnos a casa y de ella a la vez, empezamos por fin a vivir en familia. Ésta fue quizás una de las etapas más difíciles, siempre con miedo a no darnos cuenta de alguna señal que reflejara alguna complicación, y con el ajetreo de seguir manteniendo
ciertas rutinas “de hospital” a la vez que recuperábamos algunas que habíamos dejado estancadas. ¿Llegará a comer por boca y dejará de usar la sonda? Lo consiguió. ¿Podrá llegar a caminar con normalidad? Lo hizo a la vez que muchos niños de su edad. ¿Llegará a hablar? ¿Podrá ir al colegio?... Y así continuaron y continuarán llegando infinitas preguntas. La respuesta siempre ha sido SÍ.
Llegaron las conclusiones del estudio genético y con ellas otro diagnóstico: Síndrome de Simpson Golabi Behmel; lo que nos supuso tener una respuesta al por qué de la enfermedad y sumar alguna especialidad más al listado de controles.
Hoy, nuestro calendario sigue teniendo muchas visitas médicas, pero también actividades como las que disfruta cualquier niño de su edad. No sabemos qué vendrá después, pero sí sabemos todo lo que hemos conseguido hasta ahora, en un camino en el que nos han acompañado personas que nos han demostrado su profesionalidad, cariño, y empatía. Sin todos ellos nada de esto habría sido posible.
Atrás hemos dejado los tiempos en la UCIN, con los respiradores y los pitidos, ese control exhaustivo de respiraciones, de pulsaciones, la sonda, las intensas sesiones de rehabilitación, y esa ansiedad que teníamos cuando sabíamos que algo no iba bien y derivaría, seguramente, en un par de días de ingreso hospitalario. Hay un temor que siempre se queda, pero tiene tan poca densidad, que es capaz de evaporarse por momentos. Por delante tenemos mucho trabajo para no dejar de subir esa escalera que empezamos hace ya más de cuatro años, muchos momentos para disfrutar en familia y cómo no, seguramente otro verano con postillas en las rodillas.