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En el tanatorio. Eduard Francesc de Paula Gisbert i Sampedro

En el tanatorio

Eduard Francesc de Paula Gisbert i Sampedro

El hombre de sesenta y cuatro años está observando la caja de caoba, herméticamente cerrada, donde, supuestamente, se encuentra el cuerpo sin vida de su madre.

El covid.

Ese virus cabrón al que le han puesto un nombre neutro y poco impactante, pero que, sin embargo, es más peligroso que la más devastadora de las riadas.

Que la más devastadora de las riadas.

Rápidamente, se van cruzando en su mente pensamientos, recuerdos, palabras, música y amor.

Su madre, que había tenido una vida larga, como la mayoría de los miembros de su familia, no merecía una muerte como esa; ni ella ni todas las víctimas de ese virus asesino que se implantó en nuestras vidas, donde todavía está presente, sin haber sido invitado.

El hombre de sesenta y cuatro años observa en silencio aquella caja con un crucifijo en la tapa, como ella quería, sin haber podido, ni siquiera, despedirse de ella con un beso de adiós. Sólo ha venido él y su familia, su propia familia; sus hermanos, hijos también de su madre, no han aparecido.

Recuerda todas las ocasiones en las que la madre había faltado de casa, la mayoría de las veces por algún parto o por algún aborto espontáneo; su madre había tenido demasiados abortos. Y un par de veces, para operarse las varices, en las piernas. En aquellas ocasiones, en todas ellas, recuerda el hombre de sesenta y cuatro años, la familia quedaba totalmente descabezada y, aunque el padre los llevaba a la casa de la abuela –su madre–, una mujer de mal carácter, siempre malhumorada, que él veía muy mayor y resulta que era más joven que él en este momento, la sensación de orfandad estaba presente en todos los miembros de la familia, porque si la familia quedaba sin su motor, como es lógico, no arrancaba, no salía adelante.

Pero la ausencia más prolongada, recuerda el hombre de sesenta y cuatro años, cuando ya eran todos adolescentes, fue la de la pleuritis.

Hacía días que no se encontraba muy bien, con pérdida de apetito y constantes pinchazos en el tórax, tan fuertes como si le clavaran un puñal, pero ella se tomaba una aspirina pensando que le iba a surtir efecto; no fue así. Y una noche notó cómo le faltaba aire en los pulmones y una tos poderosa le impedía dormir, por lo que se levantó, fue al lavabo a expulsar todo lo que tenía en el estómago, fue a la cocina, se sentó en un taburete y empezó a rezar: –¿Qué me ocurre, Señor? Ayúdame, no puedo irme ahora contigo; tengo todavía mucho que hacer en esta familia y en esta casa.

Pero la falta de aire y la tos no remitían.

No quería despertar a su esposo, el padre del hombre de sesenta y cuatro años y sus hermanos, que dormía plácidamente, ajeno a todo lo que ocurría en su casa en ese momento, así que decidió que cuando se marchara su marido a trabajar, esperaría la hora de apertura del médico de cabecera, y le haría una visita.

Poco después de las nueve de la mañana, entró en el consultorio, por sus propios pies. Poco después de las nueve y cuarto de la mañana, salía del consultorio montada en una ambulancia, camino del hospital La Fe, que llevaba un par de años en funcionamiento y era considerado el mejor de la ciudad. Podía haber ido a cualquier hospital de la ciudad, puesto que la empresa donde trabajaba su marido tenía convenios con todos los hospitales públicos y privados del Estado, pero el doctor Amorós prefirió enviarla a ese, pues no sólo era el más nuevo, sino, también, el mejor. –Ahí estará usted muy bien, ya verá. –Pero, ¿qué tengo, doctor? –No lo sé exactamente, pero creo que tiene algo en los pulmones que no acaba de gustarme; no puedo decirle nada más.

Una voz desconocida sacó al hombre de sesenta y cuatro años de sus recuerdos; se extrañó, pues no esperaba a nadie; hacía tiempo que no esperaba que su madre tuviera alguna visita, de hecho, la mayoría de sus hermanos catecumenales prácticamente se habían olvidado de ella y, de no ser por un toque que había tenido que dar su hijo, seguirían en ese estado de olvido absoluto. –Buenos días; ¿es aquí, Pilar Torralba? -preguntó una mujer asomándose por la puerta; una mujer de esas que disfrutan plenamente visitando los tanatorios, los fallecidos y sus familias. –No; creo que se ha confundido –contestó el hombre de sesenta y cuatro años, intentando ser amable. –Perdone... –dijo la mujer, como disculpa, y se fue.

Su padre –continuó el hombre de sesenta y cuatro volviendo a sus pensamientos y olvidando rápidamente la interrupción de aquella mujer desconocida–, al enterarse de lo que le ocurría a su esposa, lo comunicó a sus superiores y se fue al hospital en taxi, pues se encontraba en las afueras de la ciudad, cerca de Campanar. –Su mujer tiene una pleuritis –le dijo el doctor Sanz en la puerta de la habitación, pues salía en ese momento de visitarla–; es una enfermedad seria, de la que, ahora que ya está aquí, no debemos preocuparnos; pese a su gravedad, la pleuritis, hoy por hoy, tiene cura, y vamos a ponernos a ello desde este preciso momento. –¿Y cómo? –preguntó el padre, ciertamente asustado. –Parece ser –dijo el doctor– que su hermano mayor la sufrió cuando era joven, después de la guerra, y que ella le cuidaba. Posiblemente se infectó en algún momento, pero al ser una chica joven y fuerte, la bacteria se quedó en vilo, sin activarse. Ahora, según me ha contado su esposa, está pasando por unos momentos con las defensas muy bajas, pues parece que, en menos de un año, han faltado sus padres y un hermano muy querido por ella. –Sí, doctor; así es. –Pero no se preocupe; tendrá que permanecer algunas semanas aquí, porque la pleuritis no es un resfriado o una gripe; esté tranquilo, pues estará en buenas manos y debe tener toda nuestra dedicación. Pueden visitarla y es conveniente que lo hagan, puesto que necesita levantar el ánimo y, como le digo, en unas semanas, en casa, a seguir el tratamiento.

El hombre de sesenta y cuatro años recuerda ahora este episodio y otros muchos de la relación de su madre y la Enfermedad; ha sido una mujer fuerte y valiente, que siempre ha ganado todas las batallas que ésta le ha planteado.

Salvo ésta, que ha sido la definitiva; nunca sabremos –aunque podemos intuirlo– como ocurrió, pero después de diferentes intentos, el virus ganó la partida, sin piedad. El hombre de sesenta y cuatro años acudió al hospital a despedirse de ella, dos días antes de que se marchara, y nunca podrá olvidar, porque se le quedó grabado en la memoria, ese rostro cansado, esa mirada inquieta que recorría la habitación de lado a lado, esa soledad y ese silencio que pesaba brutalmente en aquel ambiente lleno de tristeza, lleno de despedida, lleno de muerte.

El hombre de sesenta y cuatro años no es persona de llanto fácil, pero, ahora, ante la caja mortuoria al otro lado del cristal, ha dejado resbalar algunas sentidas lágrimas por sus mejillas, dando el último adiós a la persona que le dio la vida, y con la que espera volver a reunirse algún día, en algún sitio.

De aquí o de allá.

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