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Fumando espero. Eduard Francesc de Paula Gisbert i Sampedro

Fumando espero

Eduard Francesc de Paula Gisbert i Sampedro

Fumo. ¿Por qué no?

Me gusta, me relaja, me da placer…

Pero no me sienta bien.

Sí, es cierto, no me sienta bien, sobre todo en estos momentos en que mi vida se acerca ya a la fecha de caducidad. Pero, aun así, no me importa; cada vez que doy una calada a uno de los muchos cigarrillos que me fumo cada día, negros, eso sí, que ya decía mi padre, un hombre de su tiempo, que ya sería centenario si viviera, que los hombres fuman tabaco negro, que el tabaco rubio es para las señoritas. Sí, eso decía mi padre, entre otras muchas lindezas propias de su tiempo y de su condición que, hoy, sería impensable manifestarlas en público.

Pues lo que estaba queriendo decir es que cada vez que doy una calada noto como el humo viaja por mi interior, baja hasta los tobillos por el lado derecho del cuerpo y, desde aquí, asciende por el lado izquierdo hasta los pulmones y ya, finalmente, sale por la garganta y por mi boca, a fundirse con las moléculas del aire. ¡Qué gozada! ¡Cuánto placer!

El bueno de mi padre hubo de dejar de fumar cigarrillos porque no le sentaban bien; no sé si fue porque había cogido faringitis crónica en algún momento de su vida de fumador, o por otro motivo, pero cuando empezó a sangrar por la boca, por culpa del humo del tabaco, según le dijo el médico, se pasó al tabaco de pipa que, mira por dónde, es rubio. Y así estuvo muchos años, perfumando todos los espacios de nuestra casa con el agradable aroma del tabaco rubio de pipa, hasta que la enfermedad que lo llevó a la caja –que no es la misma que me va a llevar a mí– se lo impidió. Y no fumó más. Eso fue durante unos seis meses como mucho.

Eso es, más o menos, lo que me queda a mí; espero que sea más bien menos que más;

lo antes posible, al tanatorio, al crematorio y a donde sea, que no sé dónde será, aunque tampoco me preocupa. Ya he hablado con mi sobrino Lorenzo, y mis cenizas serán esparcidas por la Albufera, durante una puesta de sol, pues aunque estas cosas sean más de hijos que de sobrinos, mi hija, primero, y unos años después mi hijo, murieron en sendos accidentes; de tráfico ella, y cayéndose del andamio en el que estaba trabajando a más de treinta metros de altura él. Pero su madre, mi esposa, no tuvo que sufrirlo, pues hacía ya algunos años que se había ido; se la llevó el mismo mal que se me va a llevar a mí.

Y todo esto, ¿por qué?

Sí, ya lo sé; lo leo en la cajetilla de cada paquete que compro, cada vez que saco un cigarrillo para fumármelo: fumar mata; fumar produce cáncer de pulmón; fumar provoca enfermedades cardiovasculares; fumar… ¡a tomar por culo!

Don Francisco, el doctor que me atiende aquí, en el Hospital Provincial, que se empeña en que le llame Paco, porque es mucho más joven que yo –dice– y porque ya es como si fuésemos familia. Pero yo le digo que no, que los tratamientos están para utilizarlos y el don y el usted están en los libros de gramática y en los diccionarios para ser conocidos y, por tanto, utilizados; y punto.

Pues el bueno de don Francisco me echa, cada vez que nos vemos, el sermón: no tenía que haber fumado usted tanto, Manolo –por cierto, me llamo Manuel, pero siempre he sido Manolo, Manolín, de niño–; si me hubiera hecho caso cuando nos conocimos, ahora no habríamos llegado a este extremo. –Doctor –le contesto–, la culpa no es mía; la culpa no es de los que empezamos a fumar porque lo hacían nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros tíos…todos los hombres que conocíamos o que veíamos en las películas; porque fumar era cosa de hombres y nosotros queríamos ser hombres. ¿Cómo no íbamos a fumar, o a desear hacerlo, si cada día habíamos de ver, en el cine o en la televisión, a aquel vaquero que se corría de gusto tirando el humo de aquellas caladas que pegaba a su cigarrillo –rubio, por cierto– y que duraban casi medio minuto? ¿Cómo no íbamos a fumar, o a desear hacerlo, si cada vez que leíamos una historia de Anacleto, agente secreto, su protagonista siempre llevaba un cigarrillo encendido en la boca? ¿Cómo no íbamos a fumar, o a desear hacerlo, al escuchar por la radio o ver en la pantalla a la cantante de la voz bonita y sensual fumándose un cigarro de escándalo, tendida en su chaise longue, cantar aquello de “fumando espero al hombre a quien yo quiero”? ¿Cómo no íbamos a fumar, o a desear hacerlo, si a cada boda que íbamos, al final del banquete el padre de la novia obsequiaba a todos los asistentes varones con un buen puro habano, para fumárselo con una copa de buen vino en la otra mano?

¿Cómo no íbamos a fumar, o a desear hacerlo, viendo a Rick consumiendo cigarrillo tras cigarrillo, intentando ahogar en humo y whisky su dolor por la inesperada aparición del pasado, en su local de Casablanca? ¿Cómo no íbamos a fumar, o a seguir haciéndolo, al ver los puros que se fumaba Trabucco cada vez que mandaba a alguna víctima al otro barrio, en la última película de Willy Wilder? ¿Cómo no íbamos a fumar, o a desear hacerlo, con tantos y tantos ejemplos en las pantallas de cine, o en la televisión, o en nuestra propia casa, o en nuestro entorno? ¿Cómo no íbamos a desear hacerlo? ¿Cómo no íbamos a hacerlo?

Porque el humo, don Francisco –acabo diciéndole–, primero entra por los ojos y, después, por la boca; hasta que aparece el toca huevos de turno, se te instala en los pulmones, y a la caja; unos, con peor suerte, viven con el toca huevos durante muchos años, pues parece que es un toca huevos que tarda tiempo en ser detectado; otros, en cambio, son afortunados y, a los pocos meses, semanas incluso, al tanatorio y al nicho.

O al crematorio.

Mi caso, don Francisco, como usted bien sabe, es mixto, pues aunque se ha tardado mucho en detectar el toca huevos, no pienso durar demasiado, porque yo, lo mismo que el viejo profesor, que llegó a alcalde de Madrid, no quiero que me alarguen la vida, ni que me den quimioterapia, ni nada de eso; si he de morirme, que sea cuanto antes, de manera natural. Y, lo antes posible, a la Albufera.

Ahora, déjeme dormir, doctor. Y si cuando vuelva a visitarme, esta tarde, antes de irse a casa, con los suyos, huele a tabaco en la habitación, no se enfade mucho conmigo, por favor. A los condenados a muerte se les permite comer lo que quieren en su última noche e, incluso, si se da el caso, fumarse un buen puro en su celda. Yo no deseo comer nada, ni especial, ni ordinario; ya sabe que he perdido el apetito; pero sí deseo fumarme un buen cigarrillo de tabaco negro.

El último cigarrillo de tabaco negro.

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