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La decisión. Carlos de Francisco Cañón

La decisión

Carlos de Francisco Cañón

Ahí está de nuevo. Vaya donde vaya, siempre me acaba asaltando. Da igual si estoy en el instituto como en la calle con mis amigos: nunca dejará de perseguirme. Allá por donde voy, veo surgir su cilíndrica figura de alguna oscura riñonera o de un recóndito bolsillo. Su llamativa banda de color naranja atrapa rápidamente mi mirada, que capta su trayectoria mientras es desenvainado por su dueño. A pesar de que sé lo que vendrá después, ya es demasiado tarde. En seguida me apuntan con su extremo abierto y oscuro, relleno de misterioso contenido. Intento huir, pero las fatídicas palabras llegan a mis oídos antes que pueda reaccionar. —¿Quieres un cigarro?

Se hace el silencio. Casi puedo sentir en mi piel cada punto en que se clava la mirada expectante de algún asistente. Comienzan a sudarme las manos. Muchos de los que ahora me observan ya lo han aceptado. Oigo el crujir de un mechero al activarse, y percibo aquel olor fétido pero intrigante, repulsivo y al mismo tiempo seductor.

Todo esto ha pasado en una fracción de segundo, y noto cómo pasa el tiempo y tengo que dar una respuesta. Miro a Joaquín, que está sentado a mi derecha. Joaquín es mi amigo de toda la vida: nos conocemos desde que comenzamos el colegio, y siempre hemos sido inseparables. Hasta hace bien poco, pasábamos horas y horas jugando con los Lego que tanto nos divertían: tardes enteras montando algún nuevo set que nos habían regalado a uno de los dos, tras lo cual nos apresurábamos a hacer encajar las pequeñas figuras que incluía en el complejo universo que habíamos ido creando. Otros días charlábamos mientras dibujábamos personajes de libros que habíamos leído, o echábamos partidas de ping-pong en la mesa que tengo en mi casa.

Así había sido siempre, y así era como yo creía que funcionaría todo indefinidamente. Hasta que un día las cosas cambiaron. Comenzó con un presentimiento, una vaga intuición. Noté que aquel día Joaquín no estaba como siempre. Andaba distraído, como si

estuviera en otro sitio. En el colegio, últimamente se relacionaba mucho con otro grupo de nuestro curso, compuesto por chicas y chicos que salían los fines de semana con gente un par de años mayor que nosotros.

Antes de que me diera cuenta, ese grupo con el que jamás pensé que tendríamos nada que ver, invitó a Joaquín a salir con ellos un viernes. —Les he dicho que si podía invitarte también, y han aceptado. ¿Vendrás, verdad? — me dijo con esperanza. —Pero Joaquín, aún nos queda por montar la octava bolsa del Halcón Milenario. Dijimos que la íbamos a terminar este viernes, ¿no te acuerdas? —repliqué molesto. Me había costado meses convencer a mis padres para que me compraran el Halcón Milenario, hasta que al final me lo habían regalado por mi cumpleaños. —Eso puede esperar, hombre. Además, no querrás que seamos niños chicos toda la vida.

Finalmente, accedí cuando me prometió que retomaríamos el montaje del Halcón Milenario el sábado, pero no pude quitarme de la cabeza en todos esos días las palabras de Joaquín: “no querrás que seamos niños chicos toda la vida”. ¿Por qué decía aquello? ¿Por qué era de “niño chico” tener ilusión por terminar de montar el Halcón Milenario? Teníamos doce años, ya no éramos “niños chicos”.

A partir de esa semana, comenzamos a salir todos los viernes con los amigos de Joaquín. Pronto descubrí que eran muy distintos a nosotros: decían cosas que no entendía muy bien, y las que entendía muchas veces me hacían sonrojar. Fue entonces cuando apareció por primera vez ese enigmático cilindro. Hasta entonces, yo sólo había visto fumar a los adultos, cuando iba con mis padres a un bar, por ejemplo. Siempre me había parecido asqueroso el olor que desprendían los cigarrillos, pero cuando vi que la mayoría de los del grupo lo consumían, la curiosidad comenzó a crecer de manera incontrolable.

Joaquín pronto sucumbió a la tentación. Recuerdo verle llevándose su primer cigarro torpemente a la boca. Una chica tuvo que encendérselo, y empezó a toser casi en seguida. Se notaba que no le había gustado, pero cuando todo el mundo comenzó a felicitarle y darle palmadas en la espalda, se reconfortó en el acto. Esto no hizo sino reforzar mis ganas de probarlo, pues hasta entonces Joaquín y yo lo habíamos hecho todo juntos.

Han pasado varios meses de esos primeros días, y ahora Joaquín se maneja mejor con los cigarros. Lo miro mientras le enciende otro pitillo a una chica, pero recuerdo que sigo teniendo que dar una respuesta.

Vuelvo la mirada de nuevo al cilindro que tengo frente a mí. Su portador me mira como probándome, haciendo que el cigarrillo parezca el cañón de un fusil con el que me está amenazando. Vuelve a preguntármelo:

—¿Me has oído? Te he dicho que si quieres uno. Anda, cógelo. Al principio sabe mal, pero luego verás cómo te acostumbras.

No puedo apartar la vista del cigarrillo. Es tan fácil: lo tengo ahí mismo. Solo tengo que extender la mano y agarrarlo. Me imagino cómo me felicitará el resto si lo cojo, cómo me sonreirá Joaquín al encendérmelo con su mechero nuevo.

Finalmente, tomo una decisión.

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