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Maneras de respirar. Alberto de Frutos Dávalos

Maneras de respirar

Alberto de Frutos Dávalos

Lo olvidé, claro. Mi abuela murió hace tanto tiempo, que olvidé a qué “sonaba”. Porque todos tenemos un sonido característico, ¿no? Los niños suenan a diccionario de galimatías; los adolescentes, a géiser; los hombres maduros, a taller de sueños fallidos; y los mayores, a chimenea de tren. No está mal. Suena poético.

Luego, hay excepciones. Yo, por ejemplo, soy un hombre maduro, pero he soñado muy poco. A veces viajo, pero podéis creerme: no sueno a Taj Mahal ni a gañido de Bombonera. Me gustan los países adosados, Portugal y Francia. Me reconozco en la saudade y la chanson de los sesenta. Adoro a Françoise Hardy. Me pregunto qué habrá sido de ella.

Qué diablos, los hombres maduros como yo no sonamos a nada. ¿A taller de sueños fallidos? Venga, no nos pongamos estupendos. Un día amanecemos con el meñique despellejado y no sabemos a qué atenernos, pero tampoco queremos ir al médico y que nos atenga él a nada. Lo dejamos estar y, puestos a esconder el polvo bajo la alfombra, miramos para otro lado si el Manneken Pis orina sangre o nos olvidamos de los títulos de las canciones de Françoise Hardy (ya sé lo que ha sido de ella, lo he buscado en google: un linfoma extranodal contra el que lucha desde el año 2003, la nostalgia de la minifalda, la melena de lady Godiva, los Peeping Toms).

Quiero decir que durante la mayor parte de nuestra vida, entre los treinta y cinco y los setenta más o menos, no prestamos atención a la calidad de nuestro sonido; y no importa si desafinamos o no, porque, al fin y al cabo, nosotros somos los directores de la charanga, o creemos serlo. Si tenemos hijos –y no es mi caso, conste–, nos empollamos como cualquier padre un manual de semántica o un compendio de hidrogeología, y nos esforzamos por interpretar la jerigonza de esos pequeños bastardos. Así, sordamente, va pasando la gloria del mundo.

Porque si la adolescencia es una fiebre que remite pronto, la madurez es una peste de la que no podemos ser aislados. Una oquedad sin brillo. Un cero sin otro atributo que su enojosa redondez. Pero peor que eso, creedme, más penoso o menos simpático –peor, sí, mucho peor–, es la vejez con su chimenea de tren de vapor.

“Envejecer es tremendo”, piensa Françoise Hardy. (Este cuento habla de ti, papá, ahora ya lo sabes, no dejes de leerlo, estoy intentando hacerlo bien, sin desfallecer hasta la última línea. Llevo varios años en blanco, pero este cuento me gustaría publicarlo, como he publicado otros, y que tú lo leyeras y sintieras la verdad, el dolor y la alegría que hay en él. Me gustaría que este cuento fuera algo así como un sílex tierno, un hacha inofensiva, nada más).

Mientras almorzaba esta tarde –ensalada y pollo, como todos los miércoles–, me he fijado en la respiración de mi padre y se me ha venido a la cabeza el resuello de mi abuela, que murió hace más de veinte años. Veintitrés, para ser exactos. Por supuesto, no me he sentido tentado de saludar a su fantasma en el sofá, porque sabía perfectamente que mi abuela no iba a resucitar por tan poca cosa: ver comer a su nieto, que ya peina canas, o acompañar a Jordi Hurtado en Saber y ganar. No. Sin dudas, era mi padre el que respiraba: mi padre, que, sin darme cuenta, ha saltado de casilla para acomodarse en el pasillo de colores que precede a la meta, ese en el que no hay cárceles ni seguros y nadie puede comerte, qué alivio.

Respira como mi abuela, esto es, tomando aire en cantidades balénidas para soltarlo después en ráfagas concisas e impetuosas. Así respira mi padre. Es un oso hormiguero que chupa ansioso la caja de humos de la caldera y se percata, tontaina, de que se está quemando la lengua.

Mi padre tiene la edad de mi abuela y yo tengo la edad de mi padre. No es un acertijo. Es la sustantividad de los hechos. Mi padre suena a mi abuela unos años antes de morir y yo sueno a la calma chicha de mi padre, cuando recorría las playas de Salou, o me subía a hombros para que admirara desde el balcón de su coronilla los monigotes de Cortylandia. Que sonaban a promesa de castillo, al helor de una habitación ausente de caldera, a la excepcionalidad de una copa de champán que estimulaba sueños selváticos, mañanas de resaca, delicadeza.

Pero si aspiro a la honradez a carta cabal en este cuento, no puedo mentir, como he hecho más arriba, y apuntar que la respiración de mi padre, esa suerte de silbido cosido a balazos, me ha pillado de improviso. Los seres humanos declinamos como el sol o las civilizaciones, lentamente. Para entendernos, el jueves negro tuvo que venir precedido por un miércoles gris o un martes plomizo, y, hasta que se abrió el séptimo sello, los animales no hacían más que repetir la letanía esa del “Ven y verás”, quizá para que San Juan no pudiera impugnar el fallo del Apocalipsis.

Yo no he estado en Patmos, lo que no quita para que haya recibido algunas revelaciones, más modestas que las del evangelista pero también más inteligibles. A saber, el modo en que respiramos o la manera en que nos levantamos del sofá. El día en que a mi

madre le costó ponerse en pie y tuvo que reptar hasta el borde para hacerlo, supe que había dejado de ser joven. ¿Y yo? ¿Qué hay del entomólogo, eh? Porque releyendo lo que he escrito hasta ahora me da la impresión de que veo las edades como compartimentos estanco y de que no voy a quebrar mi voto de silencio hasta cumplidos los setenta. Respira, aspira, respira, aspira, y hazlo con cautela para que la muerte no sepa nunca dónde estás. ¿Acaso no estoy envejeciendo mientras escribo? ¿Cuántos millones de células se me mueren cada día? ¿Quién dijo aquello de “nacemos para morir”? Se quedaría calvo, el tío. Tuvo que ser Little Foot. O Lucy. O los dos a la vez.

Una noche ingresaron a mi abuela en el hospital y, a la mañana siguiente, dejó de respirar, aunque en la habitación seguía habiendo aire. Mi abuela se quejaba siempre de sus problemas con las branquias, como si fuera un pez, y otras veces se tenía por un ratón: le costaba roer los alimentos. Yo estaba ahí cuando se apagó. La agonía tiene una manera inhóspita de respirar, como de tala amazónica. Es un exorcismo en el que conjuramos la fuerza maligna de la vida. Mis padres lloraron, desconsolados: era otra cuenta más en la cadena del adiós, una nota en el minué de la ceniza. Lo que más le pesaba a mi padre era que ya nunca podría corregir alguno de sus silencios con una palabra o un descuido con un abrazo. Sabiendo, como sabía, que Dios no había señalado a su madre con el don de la vida eterna, a veces había preferido el orgullo a la clemencia. Dejó que las palabras se oxidaran en su alma, y me legó sus aprensiones.

Por la noche, cuando mi padre tose en la cama, deseo envenenarme con las convulsiones que lo desgarran. Yo podría vencerlas. Todavía soy fuerte. No soporto el abuso sobre los débiles, las lágrimas de los bebés ni el sopor con que la naturaleza gusta de aplastar a los más viejos.

Más allá de la chimenea del tren, está el humo que se desbarata en el aire. En la meta del parchís, susurran los cipreses. Me di cuenta de ello la semana pasada, en un cementerio. Los muertos no juegan a contener la respiración.

Los muertos no respiran. Y envejecer, Françoise, es tremendo. Qué razón tienes.

En el parque de abajo, los corredores jadean. En la cama, jadean los amantes. Jadea el hombre que descarga el camión de mudanzas y, a su manera, también mi padre jadea. Este cuento va de eso. De jadeos. De nuestra manera de respirar. O, más bien, de la manera de respirar de mi padre. De cómo nos perdemos. O, más bien, de cómo –y cuándo– nos encontraremos. (Ya me dirás, papá, si te ha gustado).

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