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Sin rastro de apnea. Guillermo García Jimenez

Sin rastro de apnea

Guillermo García Jiménez

La última y más importante decisión que tomé en mi vida fue la de dejar de respirar o, por lo menos, hacerlo muy lentamente. Quería ser lo más parecido a una piedra o, mejor, a un monte, a una arboleda en la que el ruido del viento se confundiera con mi resoplido, pero los médicos no me dejaban. Ellos siempre me han acompañado, no sé si por interés científico o porque acabé siendo para ellos una enorme y exótica mascota.

Mi madre siempre me decía: “Hijo mío, respira bajito, no molestes a nadie; trata de pasar desapercibido y así te dejarán en paz y vivirás tranquilo. Eres especial y a nadie le gusta lo diferente. Mira a tu padre lo que le pasó por llamar la atención, al final acabó entre rejas”.

Pero la personalidad de cada uno es inevitable, y por mucho que la disimules o disfraces, no la puedes cambiar. Nacemos cada uno con la nuestra y es única: la personalidad es la huella dactilar de la conciencia o del alma o de como lo quieran llamar, que de todo hay expertos.

Por mi singularidad, siempre he estado rodeado por médicos de todas las especialidades, sobre todo neumólogos, que han intentado, sin mucho éxito, enseñarme a respirar de forma adecuada. Para ellos, todo pasa inhalar y exhalar correctamente: la respiración es la herramienta de control corporal más importante, con ella podemos activar el cuerpo o desactivarlo. Me explicaron que existen dos tipos de respiración: la intercostal (torácica) y la diafragmática (abdominal).

Después me obligaron a hacer deporte, algo que no es natural en mí y que por genética no necesito. Intentaron que aprendiera a utilizar los dos tipos de respiración dependiendo de la actividad que realizara, si lo hacía bien, todo eran ventajas: generaría endorfinas, el cuerpo se oxigenaría mejor y sentiría menos cansancio; pero la cosa no funcionó porque yo lo que quería era dormir, comer y viajar, en ese orden.

Como me tenían encerrado la mayor parte del tiempo intentando enseñarme algo que nunca podría hacer como ellos me pedían, lo único que lograron es que tuviera ataques de ansiedad, y la solución, cómo no, también era cuestión de respirar y de hacerlo más lenta y profundamente.

Pero en lo que más insistieron fue en cambiar mi resuello mientras dormía. Yo intenté explicarles que formaba parte de la herencia familiar, que aquellos ruidos eran lo normal y que esos parones no eran apneas. Dio igual; se empeñaron incluso en ponerme un aparato con una mascarilla que me cubría la nariz y la boca y que acababa destrozado la mayoría de las noches.

Con mucho esfuerzo y todos los tratamientos y pruebas a los que me sometieron, consiguieron por fin que durmiera un poco peor. Pero fue cuando la conocí cuando las cosas se torcieron del todo.

En una de mis excursiones obligatorias a otros centros médicos, la vi, mejor dicho, primero la oí: aquella risa escandalosa a mí me parecía música divina y al resto del mundo un peligrosísimo bramido. Coincidíamos en las salas de espera y en el comedor. Me encantaba verla comer, disfrutaba con la comida sin complejos. Enseguida simpatizamos y, aunque podíamos mantener largas conversaciones sobre cualquier cosa, no necesitábamos muchas palabras para saber lo que pensaba el otro. A las pocas semanas, teníamos claro que todo aquello que nos rodeaba se quedaba pequeño.

Todo se descompensó: mis inspiraciones y espiraciones se volvieron irregulares y fuertes, curiosa sensación la de estar enamorado: me sentía arder por dentro y a la vez tenía el corazón congelado.

Para desesperación de los técnicos, nos quitábamos los cables de las pruebas de sueño y nos escapábamos de nuestras habitaciones para mirar juntos la luna desde los tejados.

Una de aquellas noches, nos dimos cuenta de que nuestros resoplidos estaban perfectamente sincronizados y que lo que para los demás era algo a corregir, para nosotros se convirtió en la señal evidente de que entre los dos formábamos algo extraordinario. El resto del planeta se equivocaba, aquello que éramos no era un error, era la respuesta exacta. No estábamos enfermos, solo necesitábamos volar lejos y respirar sin pensar. Misterio resuelto.

Cuando se dieron cuenta de lo que ocurría, decidieron separarnos. Había otros planes preparados para los dos y no podían permitir que se estropeara todo.

A los pocos días, sin avisar y sin despedida, ella desapareció. La pena inicial se convirtió en rabia y dolor, y entonces pasó lo que tenía que pasar dadas las circunstancias. Por mucho que los neumólogos se empeñen en intentar cambiarlo, los dragones es lo que hacemos: respirar aire y expulsar fuego.

Epílogo

El dragón enamorado y ahora triste y enfadado, obligado a respirar como querían los especialistas, arrasó con todo en varios kilómetros a la redonda; las batas chamuscadas y los cuerpos calcinados se contaron por docenas. El dragón se alejó volando. La leyenda dice que acabó posándose sobre un monte nevado, donde se quedó profundamente dormido. Con el calor de su cuerpo, la nieve se derritió y un hermoso pinar creció sobre su lomo. Hoy, apenas puede distinguirse una garra de una raíz, alguna escama de una roca o un pedazo de mármol de un diente.

En el silencio de las calurosas noches de verano o en las no menos silenciosas noches invernales, si te adentras en el bosque y solo si estás verdaderamente enamorado, puedes distinguir del viento la lenta y pausada respiración del dragón; sin el mínimo rastro de apnea.

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