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La primera vez. Olga González Alonso

La primera vez

Olga González Alonso

Sin razón aparente, y para su sorpresa, aquella extraña caricia en su cara le llenó la mente de recuerdos. Esa primera vez le trajo a la memoria otras primeras veces que marcaron su vida.

Cerró los ojos y la vio, en una imagen tan clara y nítida como irreal. “Carla”, musitó para sí. Bella, altiva, burlona, atrevida. “Carla”. Y desfilaron por la oscuridad de sus pensamientos todas las primeras veces con ella.

La primera vez que la vio. La primera vez que le sonrió. La primera vez que la besó. La primera vez que la amó.

Y aquel primer cigarrillo. –No hay nada como el pitillo de después. –A mí me gusta más lo de antes –dijo él, y ella rio la ocurrencia. –Pero nada te impide llenar el después con otro placer. –En el después me basta con mirarte. –¡Anda, no seas cursi! Toma uno, te gustará. –Es que yo no fumo. –Siempre hay una primera vez.

Todo valía la pena por Carla. Correr, abandonar, reír, llorar, desaparecer, dejarlo todo atrás, saltar al vacío… Fumar.

Se dejó llevar y atrapar. Se dejó seducir por la sensación de felicidad, de seguridad, de placer y de paz que ella le daba. Y, en el mismo camino, se dejó seducir por la falsa sensación de felicidad, de seguridad, de placer y de paz que creía conseguir envolviéndose en humo.

Abrió los ojos para huir del dolor de los recuerdos. Pero la realidad le golpeó más fuerte y quiso volver atrás.

Aquel amor eterno duró apenas un año. Un mal día, Carla se plantó ante él. Bella, altiva, burlona, atrevida. Y le expulsó de aquel sueño sin perder la sonrisa. –Necesito espacio.

Espacio, libertad, tiempo. Necesitaba aire, le dijo.

Oxígeno.

Y le dejó.

No supo rehacerse. Y se entregó a la nicotina como quien se entrega a una amante de pago para enmascarar la pena. Fumaba para recordarla y para olvidarla. Fumaba porque la quería y fumaba para odiarla. Fumaba porque estaba mal y para aparentar que estaba bien. Fumaba buscando en el cigarrillo el sabor de sus labios. Convertía cualquier pretexto en razón de peso para no abandonar. Para abandonarse.

Y, poco a poco, el aire que le había cedido a ella empezó a faltarle a él.

Primero fue la fatiga. Después los silbidos en el pecho y, más tarde, la tos. Siguieron las muchas visitas al médico, las pruebas, los análisis. Y llegó el diagnóstico, tardío, pero aplastante.

Volvió a abrir los ojos y lanzó un suspiro. Un suspiro corto, ahogado y débil que surgió de sus labios encerrados en plástico. En el plástico de aquella mascarilla que, con una extraña caricia en su cara, le unía a la máquina a la que tendría que estar atado a partir de ahora. La máquina que le permitiría respirar como antes de que la marcha de Carla le cortara la respiración. La máquina que le daría lo que más necesitaba. Aire.

Oxígeno.

La máquina a la que hoy se conectaba por primera vez.

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