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Negra Sombra. Elena Goyanes Vilar

Negra Sombra

Elena Goyanes Vilar

Abrió los ojos gradualmente con la vana esperanza de que todo siguiese igual. Pero no. El techo, de un tono amarillento sucio, había descendido algo más, como todas las mañanas en los últimos tiempos. Intentaba engañarse diciéndose que solo era una mala pasada de su imaginación, pero ya antes de empezar a recorrer el cuarto con la mirada sabía lo que se iba a encontrar. Algo imperceptible quizá para otros, pero no para él. La habitación estaba encogiendo, se hacía cada vez más pequeña sin que él pudiese hacer nada por impedirlo.

Techo y paredes se acercaban más y más, como un decorado de pantomima que alguien estuviese ordenando desplazar sin percatarse de que el actor principal, él, todavía permanecía en la estancia.

Se revolvió de ira durante unos segundos y sintió cierto alivio, porque la furia era preferible a la opresión que lo agarrotaba cada mañana. Le dio por pensar que llegaría un día en que las paredes acabarían por aplastarlo definitivamente, y durante unos segundos la idea funcionó como un bálsamo de consuelo. Mejor un golpe por sorpresa que la angustia lenta de tanto tiempo.

Al sentirse completamente superado obligó a su mente a frenar en seco. Probó a centrarse en algún pensamiento amable que pudiese infundirle algo de calma y consuelo. Pero por más que lo intentó, no pudo encontrar ninguno. Lo había ya ensayado todo. La meditación le había dado unos días de respiro, pero no los suficientes. Su araña interior recuperó enseguida el espacio y volvió a tejer la tela negra que lo envolvía fuertemente y sin piedad, sin dejar ni un solo resquicio por el que huir. Como en aquel viejo poema del colegio, Negra Sombra, nunca me abandonas, en el que veía reflejada su agonía cada instante del día.

Trató de pensar en cómo había comenzado todo, en la primera mañana en la que percibió que la habitación había menguado, y se percató de que no lo recordaba. Le resultaba muy difícil reconstruir sus pasos, sin duda porque su cabeza se negaba a evocar la vida ya olvidada, cuando nadie estrujaba el decorado contra él.

Al dolor por el paraíso perdido se sumó una espantosa sensación de soledad. Antes tenía mujer, hijos y otras personas que lo querían y con los que compartía sus anhelos. Qué iluso, había dado por sentado que aquello duraría para siempre. Su mujer hacía mucho que se había ido. Sus hijos ahora entraban en la habitación pero dejaban fuera el alma. Las pocas veces que iban, él reconocía enseguida su afán irrefrenable por huir. Al principio luchó fuertemente por retenerlos, pero acabó por cejar y así, poco a poco, también ellos se fueron desvaneciendo en el recóndito lugar al que apartaba los recuerdos. Ahora su mundo se reducía a una mujer filipina, muy prolija y atenta, pero demasiado rápida y siempre con una sonrisa boba en el rostro porque no hablaba español. Por eso no era capaz de hacerla entender que muy pronto no sería necesaria su ayuda, que no habría habitación que limpiar.

Reaccionó violentamente contra los recuerdos. El pasado dañaba más que la negra sombra en la que volvió a sumergirse de un modo deliberado. Verse envuelto por la araña era mil veces preferible a rememorar los años en que caminaba y amaba sin imaginar lo que estaba por venir.

Se sintió algo reconfortado al retornar al minúsculo espacio menguante en el que se desarrollaba su vida. No recordaba cuándo había salido de aquella habitación por última vez, pero sí que, cuando se encerró, fue por la certeza de que no sería capaz de volver, de subir la docena de peldaños que lo alejaban de su alegre vida anterior. Decidió girarse, recolocar las cánulas por las que corría el poco aliento que le quedaba y cerrar los ojos para dormir. Sabía que al despertar todo empezaría de nuevo, que los abriría gradualmente con esperanza pero solo para ver que el techo amarillento habría descendido un poco más.

Finalmente se durmió obligándose a no soñar.

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