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Un día como cualquier otro. Ignacio Antonio Martínez Adánz
Un día como cualquier otro
Ignacio Antonio Martínez Adán
Miguel está un día más en la huerta. Como todos los días desde que se retiró de su trabajo como contable, ha cogido la moto después de desayunar (café y tostadas) y se ha venido. Tomates a la izquierda, hierbas aromáticas a la derecha. Este año leyó acerca de cómo plantar cebollas y pimientos, así que junto a la verja hay un par de brotes verdes que no solían estar ahí. A mediodía se juntará con sus amigos en el bar del pueblo a tomar una chistorra, jugar a las cartas y tomar alguna cerveza. Pero, ahora mismo, Miguel está trabajando. Mientras silba alegremente, va quitando hierbajos, que por mucho que la mala hierba nunca muera, él está dispuesto a intentarlo. De rodillas en la tierra, tira con fuerza de cada matojo que se atreve a asomar. Es, sin duda, el mejor momento del día. El olor de la tierra, el olor de las plantas… Miguel coge aire con fuerza, quiere sentir plenamente el placer de su trabajo. Pero algo no va bien. Miguel nota que no está cogiendo todo el aire que esperaría coger. De hecho, ahora que se fija, está respirando un poco más rápido de lo que le gustaría. Se nota un poco cansado, cuando a duras penas ha empezado a trabajar. Y si se fija mucho, cada vez que respira ese maldito pitido en su pecho está ahí. Miguel se levanta del suelo, apoyando firmemente ambos pies, y se dirige a por su chaqueta. De camino, tiene que pararse. Jadeando, con las manos en las rodillas, nota el latido de su corazón en las sienes. Y ese puñetero pitido. Un par de pasos más, y tiene la chaqueta en su mano. Miguel busca en el bolsillo de su chaqueta, en ese de dentro con cremallera que siempre comprueba dos veces antes de salir de casa. Con la mano temblorosa, Miguel saca un inhalador. Tras forzarse a bajar el ritmo de respiración, Miguel repite una vez más ese gesto que tantas veces ha realizado. Rodeando con sus labios el inhalador, aprieta el botón y aspira con fuerza. Repite una vez más, y poco a poco nota que se va relajando. Se sienta un rato a descansar. Al igual hoy toca ir al bar un poco antes que el resto y esperarles con la cerveza en la mano, se dice. A cada minuto que pasa, su respiración se va ralentizando y haciéndose más profunda. Poco a poco, Miguel deja de oír pitidos al respirar, y finalmente se levanta. Anota en su teléfono
que hoy ha usado un rescate de su inhalador, primera vez en lo que lleva de mes. No está mal, piensa, mucho mejor que con el tratamiento anterior. De todos modos, se lo comentaré a mi neumóloga, que estas cosas es mejor que las sepa. Aún sonríe cuando recuerda lo que tuvo que insistirle su hija para que fuera al médico y le comentara sus episodios de falta de respiración. Es algo que su neumóloga usa una y otra vez para insistirle en que anote todo lo que va pasando. La amenaza de hablar con su hija, el ultimátum que consigue que Miguel se sonría y obedezca. Y ya de paso, piensa mientras se va poniendo la chaqueta y se sube a la moto para ir al bar, a ver si me crecen bien las cebollas y le llevo alguna.