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Luisa. María José López Jiménez
Luísa
María José López Jiménez
Esa noche, de madrugada, falleció. Yo, por un segundo, enmudecí. Recuerdo las muelas apretadas, las manos inquietas, ese dolor en la garganta que te impide tragar y anticipa que no vas a poder soportarlo… Y lloré. Lloré mucho. Por dentro y por fuera.
Siempre he sido muy sensible, pero en ese instante mi alma se hizo un nudo y se puso del revés.
Luisa… sin latido, sin sonrisa, sin futuro. Después de tantas consultas, tantos tratamientos. Después de tanta ilusión y tanto sufrimiento, se desvaneció sin remedio. No se había rendido. Ella no era un ser humano normal. De hecho, era extraordinaria, pero estaba cansada de repetir en cada ingreso la misma Batalla de las Termópilas. “Doctora, eran demasiados”, solía recordarme.
Y mientras todos la miraban, tan delicada sobre esas sábanas ajadas de hospital, yo solo sujeté su mano. En esa prudente oscuridad, la acariciaba una y otra vez con la esperanza de que aún pudiera sentirme. La acariciaba despidiéndome de ella. La acariciaba porque sabía que no podría hacerlo más.
Pocos minutos después, llegaron sus padres. Logramos sacar una media sonrisa y asentimos muy despacio con los ojos. Nos buscamos. Nos abrazamos. Y aquella habitación se silenció. No había nada que decir y, sin embargo, ellos nos dieron las gracias de corazón. Nos dieron las gracias demasiadas veces y tuve que sentarme conmigo misma para entender que aquella niña lo cambiaría absolutamente todo.
La muerte llegó en medio de la fragilidad. ¡Qué dura! ¡Qué injusta! ¡Qué inoportuna! Y a pesar del final, en esa madrugada hubo amor, respeto, cariño y paz, sobre todo paz. Una paz que inundó cada resquicio de tristeza. Recordé haber leído en alguna parte que puede que la vida sea la muerte, y la muerte, la vida. Pensé en Luisa dándole vueltas a ese manojo de palabras. Ojalá hubiese algo de verdad en ellas.
A la mañana siguiente y durante algunos días, se respiró nostalgia al recorrer el pasillo de la habitación 119. Al verme, los compañeros mostraban gestos de empatía. Me reconfortaba creer que, por un instante, habían percibido la conexión con aquella niña
delgada y adorable. Eso me transmitía cierta armonía. Yo no era un familiar. Ella no era una amiga. Ella era una paciente. Mi paciente… mi Luisa…
Fue complicado asumir ese dolor desde la calma y la profesionalidad. Porque cuando los pacientes fallecen, duele. Porque en lo más cotidiano de la enfermedad, es difícil decir adiós. Porque, ese día, la muerte se presentó como una oportunidad y entendí, desde lo más profundo de mi alma, cómo querría ser a partir de entonces.
Ya han pasado algunos años y mis pacientes a menudo me recuerdan a ella… con latido, con sonrisa, con futuro… En la era de los fármacos revolucionarios. La era de los pulmones con segundas oportunidades. ¿Y si estuviera aquí? Sonrío, y me siento de nuevo conmigo misma para darle las gracias a aquella niña que lo cambió absolutamente todo.