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Un baile de noche. Ignacio Antonio Martínez Adán

Un baile de noche

Ignacio Antonio Martínez Adán

Tres pares de ojos miraban fijamente el monitor. Fuera, dos pares de manos se aferraban fuertemente unas a otras, como si apretándose pudieran mandar a través de la puerta a la persona tumbada en la camilla. Los tres pares de ojos, alguno con una pequeña gota de sudor cayendo por el borde, seguían con atención el movimiento de la respiración que en la pantalla se reflejaba. Una inspiración, seguida de otra inspiración, con en medio una espiración. Una espiración siguiendo a la inspiración y otra vez vuelta a empezar el ciclo. Un baile en el que los bailarines no se sueltan ni se pueden pisar los pies. Un baile que se inicia con el momento en el que una persona llega al mundo y que cuando cede, y los bailarines se separan para agradecer el aplauso del público, inicia el viaje al siguiente mundo.

En la camilla, ajena a todo esto, una persona respiraba con velocidad y esfuerzo. Una respiración superficial, pero una respiración que se mantenía constante. Enganchada a la cara de esta persona, un tubo de plástico por el que pasaba oxígeno a gran velocidad. En cada inspiración, esa ayuda extra, ese aporte, pasaba a la sangre de la persona, viajando luego por todo su cuerpo. Ese cuerpo, que había sido la alegría más grande de sus padres, que había conocido el amor y el desamor, y por el que afuera de la habitación dos personas sufrían en ansioso silencio. Dentro de ese cuerpo, la persona a la que algunos llamaban mamá, otros amiga, uno esposa y casi todos Amparo. Y todo el rato, la inspiración y la espiración, ajenos a todo, envueltos en su baile vital.

Con el paso de las horas, el baile fue bajando de ritmo. Una aguja se había colado furtivamente a través de la piel de la persona de la camilla, inyectando alguna sustancia cuyo nombre nunca habría sido capaz de recordar ni tampoco entendería realmente cómo funcionaba. Los tres ojos que tan fijamente miraban a nuestra persona habían cambiado el foco de su atención, con dos pares de ellos mirando con admiración al otro par mientras explicaba qué estaba pasando y cómo habría que actuar. Poco después, tres juegos de pasos indicaron que las tres personas que estaban junto a la camilla abandona-

ban la habitación. En la penumbra de la habitación mal iluminada no quedó nadie más que la persona tumbada en la cama. Y si hubiera estado más despierta, y su oído hubiera estado en mejor estado (cosas de la edad), habría oído cómo dos personas se ponían de pie con rapidez. Habría oído también una voz serena que decía: “Está respondiendo, saldrá de esta”, seguido de un llanto suave y el ruido de un abrazo. Pero la persona de la camilla estaba en estos momentos absorta con una danza que se desarrollaba en su cuerpo, una danza que había amenazado con acabar bruscamente. Y tras el amago de separarse, los dos bailarines, Inspiración y Espiración, se abrazaron con fuerza, dirigiendo el baile uno y luego el otro, sin pisarse los pies, incansables, ajenos a todo lo que no fuera su compañero. Esa noche no sería el final del baile.

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