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Llano
Cosas que hacer con un paciente cuando está muerto
Luis Alejandro Pérez de Llano
Como cada mañana al llegar al hospital, eché un vistazo al listado de los pacientes ingresados en Neumología. Entre ellos, me llamó la atención un hombre de 57 años con sospecha de cáncer de pulmón. Descargué la radiografía de tórax y no pude evitar una desagradable sensación, mezcla de congoja y compasión. Se veía con claridad una masa de gran tamaño en el lóbulo superior derecho y pequeños nódulos en el pulmón contralateral que hacían presagiar un diagnóstico y un pronóstico aciagos. Supongo que la primera reacción de un médico es ponerse en el lugar del paciente, quizás de una forma un tanto egoísta (“pobre hombre, no me gustaría estar en su lugar”). Esto solo dura unos segundos, después dejamos a un lado a la persona y nos sumergimos en el caso. Al entrar en la habitación, me encontré a un hombre alto, moreno, que bien aparentaba unos años menos que su edad real. Hola, buenos días, Marcos. Buenos días, doctor. ¿Cómo se encuentra? Bien, hoy no eché nada de sangre con el esputo, no me duele nada… ¿me podría decir qué es lo que tengo? Por favor, con sinceridad. Sí, claro, sospechamos que tiene un cáncer de pulmón. El paciente no mostró sorpresa y esbozó una media sonrisa. Supongo que es el pago a mis pecados. No, hombre, nadie es culpable de las enfermedades que sufre. Además, todavía no sabemos con exactitud lo que tiene, y cuando lo sepamos podremos ofrecerle un tratamiento efectivo. El hombre se encogió de hombros. ¿Le puedo preguntar una cosa, doctor? Claro. ¿El cáncer es la enfermedad más grave de pulmón? Bueno, depende… Ya, ya sé que dependerá del tipo, de la extensión… pero, en general, ¿podríamos decir que lo es? Sí, en general lo es. De acuerdo. ¿Y me podría decir qué factores tienen en cuenta para la adjudicación de habitaciones individuales en esta planta? La pregunta me sorprendió. ¿Cómo? No entiendo. Quiero decir que parece lógico pensar que los pacientes más graves deben estar en habitaciones individuales por estar arriba en el ranking. Reaccioné como pude al asombro inicial. Mire, esto no funciona así… se tienen en cuenta factores como la contagiosidad, agitación psicomotriz, si el paciente se encuentra en situación terminal… Doctor, me gustaría una habitación
de acuerdo con la gravedad de mi enfermedad, que usted mismo me ha dicho que es la de peor pronóstico. Pues mire, Marcos, de momento no tiene usted un cáncer, sólo una sospecha de cáncer. El paciente reflexionó un momento y después se encogió de hombros. Irrefutable, doctor, tiene usted razón.
Pasaron los días y se hicieron las pruebas pertinentes. Adenocarcinoma pulmonar estadio IV. Se lo comuniqué al tiempo que le ofrecí información de las posibilidades de tratamiento. Marcos, quiero transmitirle que hoy en día disponemos de inmunoterapias muy efectivas. El paciente reflexionó unos momentos. Vale, pero ahora sí tengo derecho a una individual ¿verdad?
Empezamos la medicación sin efectos adversos indeseables. Le dije que no necesitaba más tiempo de ingreso y le felicité por su entereza. Doctor, como decía Homero, los queridos de los dioses mueren jóvenes. ¿Para qué llegar a anciano y vivir la pena y humillación de ir perdiendo poco a poco todas las capacidades adquiridas? Nunca tuve especial interés en cumplir muchos años. Además, no sé si se imagina la sensación de poder y libertad que proporciona una condena a muerte. Protesté. Usted no tiene por qué morirse, puede responder a la medicación… Doctor, no soy idiota, su inmunoterapia puede prolongar mi vida, pero no me va a curar, es cuestión de tiempo. ¿Y qué se puede hacer en ese tiempo? Pues no hay muchas opciones, o seguir haciendo lo que se ha hecho hasta la fecha o hacer lo que no se ha podido. Y, fíjese, casi todo el mundo opta por lo primero, pocos corren a tirarse en paracaídas o viajan a un todoincluido caribeño… Pero hay una tercera opción. Nadie toma represalias contra un moribundo, ¿verdad? El paciente se acercó y, sin más, me dio una sonora bofetada. ¡Ay! ¿Está usted loco? No, doctor, es una simple demostración. ¿Se da cuenta? Le he dado un buen cachete y usted ni me lo va a devolver ni me va a denunciar. Se quedará con él. Creo que es una buena oportunidad para divertirme un rato. Me acaricié la mejilla. Definitivamente, no está usted bien de la cabeza. Se rio. Quién sabe, lo mismo es un efecto secundario de la medicación… Me di media vuelta y me fui. El informe se lo entregó una enfermera.
Las semanas siguientes pensé de vez en cuando en Marcos y en su extraña conducta. Me sentí tentando de atribuirle algunos hechos insólitos que aparecieron en la prensa local. La destrucción de detectores de velocidad en las calles de la ciudad, la rotura del escaparate de un banco, las pintadas en la fachada del edificio de hacienda, e incluso el audaz robo de una de las copas de Europa del Real Madrid (concretamente la 11). Poco a poco me fui olvidando del paciente hasta que la secretaria del servicio me entregó una carta manuscrita. En ella no sólo me apremiaba a acudir a la fiesta de su suicidio, sino que me exigía que le aplicase la eutanasia con un cóctel de fármacos, argumentando su derecho legal y mi obligación de prestarle asistencia como médico responsable. No me lo
podía creer. Pensé en mandarlo al cuerno, pero, por alguna razón, me sentí comprometido, o quizás amenazado, por ese hombre que me desconcertaba por completo.
Marcos me recibió con una sonrisa en la fiesta de su eutanasia. Me presentó a su también sonriente mujer y a unos hijos ya adultos. Todos muy amables y educados. El piso estaba lleno de un animado grupo de familiares y amigos que comentaban anécdotas sobre Marcos mientras daban buena cuenta del generoso catering que habían dispuesto los anfitriones. Así me enteré de que mi paciente era un afamado arquitecto, que había jugado en las categorías inferiores del Atlético de Madrid y que era un habilidoso jugador de póker. Poco o poco, la gente se fue marchando, despidiéndose de Marcos con un fuerte abrazo, hasta que quedé yo solo. Bueno, doctor, ¿se ha divertido? No supe qué contestar a eso, así que le dije que estaba preparado para hacer mi trabajo. Me miró dubitativo. Le voy a pedir un último favor… me apetece echar el último polvo con mi mujer… seguro que usted es capaz de comprenderlo… es una buena forma de despedirse. Así que, si no le importa, le voy a dejar aquí con una copa y el mando a distancia. Está usted en su casa.
Como un idiota, me quedé frente al televisor, luchando contra el sueño y contando las horas. A eso de las cuatro de la mañana, mi paciente entró en el salón. Lo siento mucho, doctor, he abusado de su confianza… y no sé cómo decirle esto… pero estando en la cama, con mi mujer, he cambiado de idea y he decidido esperar unos días más antes de ponerle fin a mi vida. Una vez más, confío en su comprensión. Esta vez no me sorprendió, había tenido mucho tiempo para pensar. Marcos, después de muchos años de ejercicio, creo conocer bastante bien la naturaleza humana. Ya había contado con esto, así que no se preocupe. En mi maletín está el cóctel que había preparado para su eutanasia, pero también la dosis de medicación que le tocaba para su cáncer, así que le pondré ésta y esperaré pacientemente a que me vuelva a llamar. Esta vez el asombrado fue él. Titubeó. ¿De verdad que no está molesto, doctor? Ni mucho menos, Marcos, le entiendo perfectamente. Acérquese a que le ponga su medicación. En cuanto extendió el brazo le aticé un buen chute del Dormicum que tenía preparado. No sé si imaginé una expresión de reproche en su rostro antes de que se quedase profundamente dormido, pero me dio igual. Le cogí una vía y le inyecté una dosis letal de curarizante. No esperé, recogí mis cosas y, al salir, pensé que hubiera sido feo llevarle la contraria a Homero.