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La dopamina se paga con bitcoins. Luis Alejandro Pérez de Llano

La dopamina se paga con bitcoins

Luis Alejandro Pérez de Llano

Después de una breve comida con mi mujer, me dirijo al ordenador para conectarme al metaverso. Debo aclarar que soy un 50/50, una persona que divide equitativamente su tiempo entre el mundo real y el virtual, aunque la frontera entre ambos se está haciendo cada vez más difusa. Mi mujer es 30/70 y está cerca de alcanzar el tope fijado por la ley: no se puede estar más del 80% del tiempo en el metaverso, porque cuando se alcanza ese límite se produce la DF (desconexión forzada). Aunque sea superfluo, diré que el tiempo que cada persona habita en la realidad virtual es variable dentro de todo el espectro posible: están los objetores, que nunca entran en la realidad virtual, y los ausentes, que sobreviven en el mundo real a través de las cada vez más poderosas ESVs (empresas de soporte vital básico), que cubren sus necesidades más elementales: comida, sanidad, limpieza corporal... El dinero fluye de un entorno a otro con naturalidad, y las criptomonedas que se ganan en el metaverso se pueden emplear fácilmente en el otro lado. La tendencia general es pasar cada vez más tiempo conectado a la red, y ya nada podrá invertir el flujo: lo virtual tiene muchas ventajas. Echando la vista hacia atrás, no cuesta aceptar que fueron las redes sociales, ese escaparate de vidas envidiables, sonrisas deslumbrantes, cuerpos retocados por aplicaciones informáticas y paisajes paradisíacos, las que allanaron el camino a lo que había de venir. En el metaverso nadie tiene por qué sufrir las humillaciones de la vejez, la calvicie o la halitosis. El sueño de la eterna juventud al alcance de cualquiera, tentador para todos, irresistible para los ancianos.

Me despido de mi mujer antes de conectarme. Ella sabe a qué me dedico en el metaverso, pero yo no tengo ni idea de quién es ella o qué hace allí. En realidad, esto es lo común, hay un acuerdo tácito de privacidad entre las parejas que permite lo que al principio se llamó “vacaciones matrimoniales”, pero que poco después se convirtió en una costumbre generalizada y sin restricciones temporales. Ya dentro, adopto el aspecto de mi avatar, un tipo de unos 40 años, bien proporcionado, pero sin una musculatura excesiva (algo que aquí se considera de mal gusto), con pelo entrecano, barba recortada

con esmero y traje de marca. Mi dinero me costó cuando decidí acudir a uno de los más afamados DAEs (diseñadores de avatares de excelencia). Un buen envoltorio siempre puede ocultar un contenido vulgar.

Camino por el centro de Zuckerville entre personajes ociosos o apurados, esquivando alguna figura inmóvil (está sancionado con severidad abandonar un avatar en la vía pública, así que es de suponer que pertenecen a recién fallecidos y que el servicio de limpieza los retirará con prontitud), saludando a algunos conocidos. Es una zona cara y hay pocos avatares básicos, los que por defecto concede el sistema al conectarse por primera vez. Me paro un momento al cruzarme con un rostro desfigurado, víctima de un ataque viral encargado a un hacker nigromante por algún enemigo. Pobre tipo, la cirugía virtual es un lujo al alcance de pocos. Llego al edificio donde tengo mi consulta, un despacho alquilado en el rascacielos art noveau que diseñó el afamado arquitecto virtual He Jankui. Saludo a mi secretaria, ella me sonríe porque la pasada semana la invité a sexo (los orgasmos -el sistema operativo libera dopamina en centros cerebrales estratégicos- se pagan en el metaverso, aunque no son caros). Confieso que pasé un buen rato. Ella me dice que ya hay un paciente en la sala de espera. Me dedico a tratar lo que podríamos llamar “trastornos existenciales”. Como mi edad biológica es de 66 años, mi título de psicólogo lo obtuve de la prestigiosa universidad antigua de Yale, hoy prácticamente desaparecida en favor de su versión virtual, NewYale.

Hago pasar al tipo. Tiene un avatar DAE y porta un buen traje. Se sienta frente a mí y enciende un cigarrillo. Debo precisar que el uso del tabaco está generalizado en el metaverso; libres de sus efectos nocivos, los usuarios compran los paquetes para que el sistema operativo libere con cada calada una cierta cantidad de dopamina en el locus coeruleus cerebral. En los tiempos que siguieron a la inauguración, era habitual conectarse a la realidad virtual bajo los efectos de opiáceos: el metaverso era un caos de sujetos colocados que hacían el memo mientras les duraba la dosis, pero el consiguiente aumento de mortalidad hizo que las autoridades persiguiesen el tráfico de drogas en el mundo físico. Esto fue sustituido por la drogadicción virtual. Pago mediante, los hackers nigromantes podían piratear el sistema para liberar endorfinas en el cerebro del cliente, pero los efectos eran prácticamente los mismos que con las drogas reales, tolerancia y necesidad de más dosis, muerte por sobredosis, así que las autoridades también las prohibieron, aunque todavía opera una clandestina red a la que acuden los adictos.

El tipo empieza a hablar y el traductor universal del sistema convierte al inglés el conjunto de quejas habituales. La inicial euforia que desató el metaverso fue mutando progresivamente en hastío, estrés y lamentaciones cuando los usuarios comprobaron que los problemas de allí se reproducían aquí. Algunos, no tantos, optaron por la desconexión

definitiva. El paciente dice que está deprimido y que necesita medicación. Yo le contesto que se limite a contarme lo que le ocurre, los diagnósticos son cosa mía. Le paso un test de Horbach. Su resultado confirma mis sospechas: disociación total. La mente de algunas personas ha evolucionado hasta el punto de separar por completo la realidad virtual y la física, así que un antidepresivo en el mundo real no serviría de nada. Me dispongo a proponerle el plan de rehabilitación psíquico estándar, pero algún extraño resorte se activa súbitamente en mí y me sorprendo a gritándole: -¡Cállese de una vez! ¿Quién coño le ha engañado diciéndole que nacimos para ser felices? ¿Algún coach de pacotilla? Es usted uno más entre todos los occidentales blandengues, tristones y autocompasivos del mundo, un tipo ansioso y neurótico, y no podría ser de otra forma porque todos sus antepasados han sido así, los que no lo eran fueron devorados por animales hambrientos o se mostraron incapaces de competir en una sociedad exigente y hostil. ¡Déjese ya de lloriqueos y quejas! ¡Deberíamos dar gracias a los dioses por tener un cuerpo que funciona por sí mismo y un grifo por el que sale agua caliente! ¡Váyase a su casa y dedique diez minutos al día a la autocompasión si no lo puede evitar, pero después échese un buen polvo, joder! ¡Fíjese en el mundo virtual que hemos creado! ¡De esto no se puede culpar a ningún dios, y resulta que es idéntico al mundo físico! No queremos ser felices... ¡Es una puta mentira! ¡Lárguese ya! Yo no puedo curarle, y usted me enferma a mí.

No sé por qué actué así, simplemente no lo pude evitar. El tipo se queda estupefacto durante unos segundos y después, sin más, se levanta y se marcha. Le digo a mi secretaria que anule todas las citas pendientes y me bajo al bar de Pete. Pago por el efecto de un whisky doble y saco mi móvil virtual para ver qué ocurre en las redes sociales (sí, en el metaverso también hay redes sociales). Como todo se graba, espero ver mi discurso acompañado de comentarios injuriosos, pero ocurre justo lo contrario. Atónito, contemplo lo que mi paciente ha dicho: “El doctor Wineduke ha visto el fondo de mi alma y me ha hablado con sinceridad, soy una persona nueva”. Le pido un cigarrillo a Pete y dejo que el whisky adormezca dulcemente mi conciencia. Al rato, mi secretaria me llama para decirme que hay un aluvión de peticiones de consulta y yo me río al decidir, sin dudarlo un instante, que no tengo la menor gana de fustigar a un grupo de adinerados masoquistas. Que se busquen a una madame enfundada en cuero negro, yo me voy a desconectar a ver si convenzo a mi canosa mujer para que comparta una botella de vino conmigo, algo más quizás sería ya mucho pedir, pero por intentarlo no pasa nada. Pete, ponme un último whisky y que le den bien a todos los blandengues reales o virtuales. ¿Quién quiere vivir para siempre?

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