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Ética y servicio público

Arlene Ramírez*

Thomas Jefferson, padre fundador de los Estados Unidos, decía que “el arte del poder es la capacidad de un presidente para resolver los problemas nacionales día a día”. Su visión del poder apuntaba a la capacidad de reconocer que, para mantenerlo, era necesario entregar un país más fortalecido que el que se había recibido. Más allá de la búsqueda del poder, en la óptica de Jefferson, el liderazgo político debe estar enfocado al servicio, a la estrategia y a los logros.

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Cuando revisamos los alcances del comportamiento de los liderazgos políticos actuales alrededor del mundo, la constante es la voracidad, no el servicio, y mucho menos los logros. Las aspiraciones de regresar, mantener o llegar al poder se han convertido en una nueva bandera, el estandarte del neopopulista .

Retomando la visión de Jefferson, las aspiraciones políticas tendrían que estar supeditadas a los resultados entregados por el servidor público en sus encomiendas anteriores. Para lograrlo, la cultura de rendición de cuentas y transparencia debería estar fortalecida y tendría que ser parte fundamental del desarrollo de nuevos proyectos y rumbos políticos.

En ese contexto, la ética debería ser una guía de orientación práctica para los servidores públicos de cualquier orden de gobierno y en cualquier país. Utópicamente, no habría políticos sino ciudadanos realizando los deberes de la administración pública. Las aspiraciones permanentes y anticipadas tendrían que ser sustituidas por un comportamiento totalmente fundamentado en valores como la integridad, la justicia, la responsabilidad, la honestidad y el respeto, entre otros. Si así fuera, la ciudadanía podría tener la confianza de que la administración pública mejoraría en la medida en que los servidores públicos dejaran de anteponer sus intereses personales (o los de sus partidos) al interés nacional. Ya, en ese camino, la ciudadanía podría realizar evaluaciones del desempeño y no concursos de simpatía y popularidad para los aspirantes a un cargo público. En otras palabras, los servidores públicos deberían ser sometidos a procesos de rendición de cuentas antes de buscar el siguiente paso en la carrera por el poder.

El caso de Boris Johnson, Donald Trump, Lula Da Silva, Cristina Fernández, Guillermo Lasso o Pedro Castillo nos dejan importantes aprendizajes respecto a la discrepancia que existe entre los valores e intereses del individuo y los valores e intereses colectivos. Estos personajes osan desafiar sus respectivas instituciones para imponer un nuevo estándar, el de la impunidad disfrazada de persecución política y jugarretas de los adversarios.

La sola idea de tener a un criminal aspirando a la presidencia de un país perpetuado en el colectivo de una nación, debería alarmarnos y generar reacciones de participación ciudadana para lograr reestablecer el sistema de pesos y contrapesos que claramente se está diluyendo. Sin embargo, la normalización de las conductas tóxicas entre los liderazgos políticos parece enraizarse entre grupos sociales radicales que justifican esta toxicidad como una respuesta a su hartazgo y a la falta de confianza en las instituciones. Por ejemplo, este mismo discurso resuena con encono entre las huestes trumpistas que martirizan a su candidato/personaje acusado de cometer crímenes federales, mientras su popularidad permanece estoica e incluso con un inexplicable ascenso. Con un proceso de sobrada anticipación, a nadie parece incomodarle la idea de tener a un candidato hallado culpable y con la posibilidad de ocupar uno de los encargos púbicos del más alto honor.

Dado que estos fenómenos son cada vez más frecuentes en el contexto internacional, debería preocuparnos de forma importante el debilitamiento de la democracia, de la gobernabilidad, de la rendición de cuentas y de la transparencia.

Cuando son los mismos partidos políticos los que cobijan y promueven liderazgos radicales y carentes de calidad moral con el objetivo de mantenerse en el poder, deberíamos ser los ciudadanos quienes, en un acto de responsabilidad social, exigiéramos el desarrollo de perfiles de servicio público, que a modo de un proceso de reclutamiento y selección permitiera únicamente la presentación de candidatos con las credenciales, logros y competencias para ocupar cualquier cargo público.

Los dilemas éticos del siglo XXI requieren una nueva visión del liderazgo político y los ciudadanos tenemos la responsabilidad de participar activamente y dejar de lado la indiferencia que tanto beneficia la falta de ética en el servicio público.

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