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Escuchar y volver a hacerlo: Klein. Residuos fantasmales

Por Carlos G. De Marcos.

--“A veces, escuchar música trata más de escuchar tus propias formas de escuchar. Escuchar tus propias formas de escuchar, preguntándote qué estás escuchando. Y a veces necesitas tiempo para hacerlo, y ahí es cuando surge la ansiedad. A tu alrededor dicen que escuchar (música) es una pérdida de tiempo, pero tienes que recordarte que escuchar es una forma activa de crear “.

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Kodwo Eshun

Puede que fuera el entonces prestigioso locutor Rafa Abitbol o puede que no. Lo tengo por ahí grabado en una casete de las muchas que grababa de los programas de Radio 3, cuando escuchar Radio 3 era una aventura o por lo menos una fuente de descubrimientos excitante, con especial interés en el post punk de la época y las bandas españolas de aquel momento. Es decir, Radio 3 hacía cultura viva, era una emisora que se preocupaba por el momento que le tocaba vivir y expandir sus creaciones. Nada de nostalgia vana y paralizante.

Bien, quizás Abitbol o quizás no. El caso es que el locutor presentaba la canción con un: “Los Jam, cada vez más sofisticados” para dar paso a The Bitterest Pil (I Ever Had To Swallow) y Beat Surrender, canto de cisne de la banda, antes de que Paul Weller diera paso a Style Council, un proyecto, sí, a priori más sofisticado que The Jam. Me llamó la atención que el locutor eligiera aquella fórmula de “más sofisticados”. Sonaban cuerdas y vientos, es cierto, pero no era la primera vez que sonaban en canciones de los Jam. De hecho, en su corta carrera, desde In The City, publicado en 1977, hasta The Gift, en 1982, publicaron seis discos e innumerables singles en los que su sonido fue evolucionando, como no podía ser de otro modo, a medida que el propio universo sónico de Weller, Bruce Foxton y Rick Buckler se expandía. Abitbol o quizás no él, no lo decía de modo peyorativo. Sin embargo, no deja de ser curiosa la actitud de muchos críticos musicales en cuanto a la evolución de algunos artistas. Es como si no consintieran en ello, como si un artista, -un creador-, debiera estar atado a una estética y un modo de hacer canciones y afrontar la música, como si esa evolución fuera un anatema o un pecado. Como si les sacara de sus casillas y se vieran forzados a tener que resetear su comprensión de la obra y las obsesiones de estos. Como si sus esquemas de comprensión se vinieran abajo. “Todos estos sermones prehistóricos no son más que el cretinismo británico (cambie aquí la nacionalidad por la que quiera el lector. Nota del autor) haciéndose pasar por un vector hacia el reino sublime de la Tradición”, dice Kodwo Eshun al principio de su maravilloso libro Más brillante que el sol. Todo lo dado por obvio se cae como un

castillo de naipes. Tiene entonces que pensar en otras posibilidades, imaginar nuevos escenarios, dar un paso atrás o al lado y tratar de comprender lo nuevo dado. ¿A qué se debe ese nuevo proceder? ¿No podía haber seguido el artista/los artistas habitando los mismos páramos pantanosos conocidos hasta terminar hundido en su propia nausea sartreana creativa? Renunciar a la familiaridad que nos da lo conocido supone atreverse a explorar nuevos territorios, pero como el primate temeroso, no todos están dispuestos a echarse a caminar. Es más cómodo dejarse proteger por el abrazo urobórico del dolce far niente donde nada cambia, pero nada avanza.

Y no digo que sea así en todos los casos, obviamente, pero es también lugar común del propio oyente: un individuo, un estilo musical, una estética inalterable, un filtro estrecho por el que pasa únicamente aquello preconcebido, construido en muchas ocasiones en base a prejuicios, desprecio y pereza, mucha pereza. Es como si una vez construida una especie de identidad con la que construir una entidad o filiación, como en un espejo que nos devuelve una imagen idealizada, hubiéramos llegado al punto extremo de la exploración en los universos sónicos y creativos. Más allá de lo elegido: heavy metal, la música asociada a rockers, mods, skins, folkies, b-boys, reguetoneros, punks, hippies, góticos, emo, rastas, grunges o cualquier otra tendencia, etiqueta, tribu urbana o el significante que le quieran dar todos aquellos que se acercan a la música de modo que esta sea más que música, nos esperará un seguro agujero negro. En ese agujero negro vive, además, un demonio devorador de almas al que adoran los devotos seguidores de esas otras músicas que repudiamos. La nuestra es la verdadera religión. Hecha a medida de nuestras expectativas.

De entre ellos, los revivalistas se solazan en la representación de un hecho anterior, la cosa vacía, la máscara. Aunque muchos vivieran tras ella una experiencia que han creído decisiva, no hacen otra cosa que repetir y recrear unas posibilidades de vida sucedidas érase una vez. Y recrear es lo contrario de crear. Estas militancias revivalistas no aceptan nuevos modos estéticos ni nuevas maneras musicales que los hagan evolucionar. Todo esto habla del inmovilismo de su idiosincrasia, por lo tanto, de su entidad como cultura muerta, que no se renueva, no es energía, no se transforma, no es vida. Es entropía y fuerza centrípeta. El crítico cultural británico Mark Fisher decía sobre ello que: “El `modo nostálgico´ designa un modo de repetición prácticamente ubicuo, pero en gran parte no-reconocido, en una cultura en la que las

condiciones para el surgimiento de lo original y la ruptura de esquemas ya no tienen lugar, o tienen lugar solo en circunstancias muy excepcionales. La nostalgia no es una categoría ni psicológica ni afectiva. Es estructural y cultural, no un problema de un individuo o un colectivo que añora el pasado. Casi al contrario, el modo nostálgico es la incapacidad de imaginar algo diferente al pasado, la incapacidad de generar formas que puedan comprometerse con el presente, mucho menos con el futuro. Es la afirmación de Jameson de que las representaciones del futuro, de hecho, cada vez más tienden a mostrársenos bajo las formas del pasado”. A lo que podemos añadir las palabras del también crítico británico Simon Reynolds: “Cuando los fanáticos compran álbumes nuevos de los favoritos reformados de su juventud, en el fondo esperan un borrado mágico del tiempo. No están realmente interesados en lo que la banda pueda tener que decir ahora, o adónde los han llevado los viajes musicales separados de los miembros de la banda en las décadas siguientes; quieren que la banda cree canciones “nuevas” en su estilo clásico (…) Aquí tienes, entonces, exactamente lo que anhelas secretamente en el fondo: las viejas canciones, de nuevo”. En cuanto a los artistas, qué identificables y fieles son todos aquellos que han hecho el mismo disco una y otra vez en una progresión entrópica que satisface únicamente a sus fanáticos, ávidos de la misma vieja sensación familiar. ¿Qué decir de todas aquellas propuestas supuestamente modernas que en realidad lo que hacen es repetir sus discos favoritos del pasado? Un fenómeno comenzado ya en los años ochenta del siglo pasado y exacerbado y no concluido en nuestro siglo XXI. Bandas de revival en lo musical, pero con una estética “actual” que confunde al oyente y los lleva a identificar como arte y creación “viva”, contemporánea. Posiblemente estén en lo cierto, lo cual sería terrible: “Si lo piensas, hoy en día no tenemos “el futuro”: tenemos actualizaciones. Y en cierto modo es una cosa post-posmodernista. Toda la experiencia de la modernidad fue esta doble percepción de que, sea cual sea su experiencia actual, ya está obsoleta; porque la modernidad es un proceso que nunca llega a su fin: no hay reposo, no hay un punto de equilibrio, solo esta actualización sin fin”. Mark Fisher.

Supongo que esa obcecación en la repetición les satisface y les satisface la satisfacción de su público en un círculo que se retroalimenta pero que apenas deja entrar aire fresco en los compartimentos estancos de sus creaciones (re-creaciones). El oxigeno se agota y si no entra aire nuevo y fresco, respirar se hace imposible y llega la asfixia y la defunción de la idea, la putrefacción. Y con ella la putrefacción de la cultura popular musical que se habitúa a alimentarse de esa comida regurgitada que apenas aporta nutrientes. Particularmente, siento horror ante el espectáculo de esas bandas que resucitan el justo olvido de decenas de años o de la penumbra de las catacumbas y se obstinan en mostrarnos su presente que nada tiene que ver con las motivaciones originales de su juventud, cuando sintieron la necesidad de crear y comunicar. También el horror del espectáculo de las salas de conciertos llenas de público hambriento de la función, la ceremonia de la muerte. Démosle otra vez la palabra a Mark Fisher: “Los productores de la cultura solo pueden dirigirse ya al pasado: la imitación de estilos muertos, el discurso a través de las máscaras y las voces almacenadas en el museo imaginario de una cultura que hoy es global”. En esta tesitura, es complicado encontrar vías de fuga, proyectos que encuentren lenguajes populares musicales novedosos y que traten de explicar el momento presente y las condiciones de vida que nos rodean más que otra cosa que un rock pastiche que reproduce las formas del pasado sin ansia alguna. Afortunadamente, los hay, por supuesto, pero obviamente no van a encontrarse en los medios masivos de consumo musical. El oyente tendrá que hacer el esfuerzo de buscar. En realidad,

ni siquiera tendrá que buscar tanto ni gastar nada de su preciado dinero, le bastará con un click o dos de su ratón en cualquier buscador de Internet para tener acceso a todo un mundo de territorios nuevos y poco explorados. No obstante, es más sencillo no esforzarse en absoluto. No estaría de más recordar que la descompresión de la responsabilidad de ser fiel a un estilo o estilos, de una estética, hace que uno pueda disfrutar de excitantes creadores visionarios y contemporáneos. Escuchar no solo por placer sino por la formación de nuevas ideas como meta, que la música no solo te satisfaga, sino que te ofrezca nuevos pensamientos y nuevas sensaciones. Entonces esto crea inevitablemente un sesgo, una distorsión de la sensibilidad, buscando el siguiente paso adelante, el nuevo desarrollo. Porque obliga a tu mente a pensar en nuevas ideas, en un nuevo lenguaje. La música y la fidelidad a bandas y artistas tiene mucho del fanatismo y el fervor del que se identifica con una religión, una ideología política o un equipo de fútbol. Una necesidad de satisfacer las dosis de dopamina, un neurotransmisor químico, que podría jugar un importante papel en los procesos cerebrales que conducen a los comportamientos fanáticos, independientemente de la forma en que se expresen. Las neuronas que manejan la dopamina están muy relacionadas con las emociones que experimentamos y se activan cuando el organismo obtiene placer con alguna acción. Nos volvemos especialistas, adictos de estas acciones que identificamos con una creencia que nos llena (religión y política) o experiencias sensoriales (ver un partido y sentirse parte de la masa, dejándose llevar por ella -despersonalizándose- o escuchando canciones). Pero quizás lo más importante de todo sea que el cerebro se acostumbra enseguida a esperar estas neurorrecompensas. Una de las zonas del sistema nervioso en las que más dopamina se produce es la llamada sustancia negra, que está situada en el cerebro medio y tiene como una de sus principales funciones el aprendizaje. La repetición de las recompensas acaba por crear una señal permanente en los circuitos cerebrales, que invita a los individuos que viven tales satisfacciones a buscarlas de nuevo. Se produce, por tanto, una adicción a la sensación. Así pues, sería la mente la que dicta, desde las profundidades de las neuronas, la necesidad de volver a alcanzar estos impredecibles momentos de éxtasis a los cuales el deporte, la religión, la política y la música son proclives, como una deformación inquietante de la teoría del peak moment de Colin Wilson. Según el compositor e historiador de la música Ted Goia, la oxitocina tiene también mucho que ver con este proceso, como revela en su libro La música. Una historia subversiva, una hormona que paradójicamente te relaja tanto como te conduce a la batalla. Goia dice también que “Los líderes políticos y religiosos de toda la Historia han temido los nuevos estilos de música” y si estos, a través de sus métodos de Control, utilizan contra nosotros la neurolingüística, es muy fácil comprender por qué el Poder prefiere la repetición a la novedad. Nada nuevo sobre la faz de la Tierra. Lo nuevo es menos proclive a ser controlado, así que podemos ver aquello novedoso (dentro del arte y la creación) casi como una opción política. Estas constataciones sobre el funcionamiento neuroquímico de nuestra mente podrían explicar en parte el comportamiento de los fans, término que viene a ser un acortamiento de fanatic, fanático. “Mientras las personas no fanáticas tienen ideas, los fanáticos tienen creencias, que son funciones adaptativas para lograr certidumbre y seguridad”, dice Enrique Echeburúa, catedrático de Psicología Clínica de la Universidad del País Vasco. Esta configuración del pensamiento fanático suele mostrar unas peculiaridades conocidas como distorsiones cognitivas. Se trata de errores en el procesamiento de la información característicos de muchos trastornos mentales, como los de personalidad

o la depresión. Así tienden a dividir el mundo entre nosotros y ellos. Si no estás conmigo, estás contra mí. Tú música es una mierda, la mía es la que mola. Todo esto que cuento, este funcionamiento o el modo repetitivo u obsesivo en que a veces nos acercamos a la música, tiene el poder de construir “Tradición” (aquella que despreciaba Kodwo Eshun unas líneas más arriba) con una rapidez asombrosa: el rock´n´roll, aparecido a finales de los años cincuenta del pasado siglo XX, ya se había convertido en tradición en los años setenta. Además, una tradición reaccionaria, como demuestra la campaña llamada Disco Sucks, de 1979, y su infame evento de la Disco Demolition Night contra la música disco liderada por el dj de rock´n´roll Steve Dahl y protagonizada por miles de jóvenes blancos en Chicago que quizás veían comprometida su jerarquía por todos aquellos otros miles de jóvenes negros, latinos o gays que se entregaban al hedonismo dionisíaco de la música disco. En este caso, el rock´n´roll pasa a ser un instrumento de control por parte del Poder. Y no solo eso, volviendo a Eshun, la música disco es “el momento en que la Música Negra cae desde la gracia de la tradición del gospel en el metrónomo de la línea de ensamble. (…) el disco es, por lo tanto, el lugar donde comienza de manera audible el siglo XXI”. Así pues, y de algún modo extraño, los seguidores de la campaña Disco Sucks intuían que su “Tradición” de música (que un día fuera igualmente perseguida por inmoral pero luego asumida por el establishment, el Poder, previamente desbravada, docilizada y aún banalizada; reconstruida para ser aceptable e inofensiva, iba a ser desplazada por una otra mucho más excitante. En realidad, para 1979 la música disco ya había sido asumida por la industria musical y del entretenimiento, como había hecho con el punk en un tiempo récord de apenas seis meses (la ceremonia de defunción del punk está recogida fotográficamente cuando los cuatro Pistols, junto a Malcolm McLaren, firman en marzo de 1977 su contrato con la multinacional A&M, por mucho que McLaren quisiera disfrazarlo de “acto situacionista”). Sin embargo, la música disco ya había marcado un punto de no retorno cuando cambia las reglas del juego creativo al manipular el propio tiempo en sus producciones, donde este es alterado, extendido, cortadas las voces o multiplicadas según las necesidades de la canción y su intención como artefacto destinado a la pista de baile (Eshun decía que “cada bailarín entre la multitud se vuelve un médium transmitiendo corriente sensorial”. No seré quien le lleve la contraria: las vueltas del bailarín irradian energía que contagia y detienen el sentido del tiempo, transformándolo en un tiempo sagrado. La bola de espejos sobre la pista de baile captura la imagen de los danzantes devolviéndola mezclada y múltiple, como el collar de gemas de Indra. Todos dentro, todos fuera, arriba y abajo y en todos los sitios a la

vez. Es la comunión del baile y el psiquismo. La colectividad rítmica, personas que se mueven juntas. El baile es uno de los hechos indisociables de la música negra. Está ahí en el ritual y en el acto mágico, al invocar a los espíritus y al pasar al otro lado), donde la propia grabación (ya una tecnología análoga a una máquina del tiempo en sí) muestra tentáculos creativos y se convierte en un ente impuro, mezclado, futurista. Y de esta idea de futuro futurista surgen las criaturas mixtas: el dub, el house, el hip hop, el electro, el techno (posiblemente surgido en Detroit de una “mala comprensión” del tecno europeo de Kraftwerk y grupos como Depeche Mode o incluso A Flock of Seagulls, según el propio Kodwo Eshun) la música rave, ragga, breakbeat, streetsoul, el jungle, UK garage, speedgarage, 2 step, breakstep, R&B, grime, dubstep y otras etiquetas más que vendrían a ser esas ramificaciones o excrecencias, mutaciones de la música negra que muchos aún quieren hijas del gospel y los campos de algodón, de un supuesto humanismo que mutó en campo de batalla y unión en la pista de baile y que pone banda sonora a la ciudad futurista en la noche de la cancelación del futuro. La música de Klein va todavía más allá. Klein es un ente alienígena. Lo es en su acepción inglesa de extraño, extranjero, una anomalía. Afortunadamente, en la historia de la música popular las anomalías existen mucho más de lo que los oídos finos y de gusto medio desearían. Klein cumple el papel a la perfección: una mujer negra, joven, nigeriana nacida en la cosmopolita Londres y sobre la cual los críticos pensaban que su extraña música debía proceder de alguna oscura influencia africana de su juventud. Nada de eso: Klein sueña con Brandy, la cantante de r´n´b, quien se le aparece en sus sueños y le habla y le da consejos sobre su música. No sé si el lector o la lectora de este texto se ha planteado alguna vez la creación musical, su capacidad para producir, crear o reproducir aquello que le late y las posibilidades creativas y de comunicación artística. De qué modo se relaciona con las fuerzas implicadas, el susurro de la musa (música procede de musa) en el oído y el concepto, cómo se conecta con una supuesta tradición o cómo la subvierte, los anhelos y el deseo de buscar una propia voz que no se pierda entre las voces de los muertos que se mezclan con las voces de las musas. Todo artista es una suerte de médium, una persona dotada con la capacidad de establecer contacto con porciones de su inconsciente que le permiten desde allí acceder a realidades no ordinarias y eventualmente comunicarlas.

No está muy claro que sea una actividad extrasensorial, sino probablemente mediada por el “sensorio” hacia zonas poco conocidas de la actividad psíquica. Imagino a Klein en ese proceso, en el mínimo estudio de su casa del sur de Londres, acompañada o en solitario, el ordenador encendido, el programa Audacity en la pantalla. Quizás uno o dos micrófonos y quizás algún sintetizador barato o similar. Burial creo su maravillosa música con el editor básico de música SoundForge. Klein, ni siquiera, crea su música con el gratuito Audacity. Lo que se pone en juego es un ejercicio de imaginación (e inconsciencia, la parte fundamental del juego) donde “escuchar” y tratar de traducir al lenguaje musical propio la influencia de lo escuchado (y lo soñado) se convierte en una invocación de fantasmas, pura espectralidad sónica. En la música de Klein creemos reconocer los ecos de una tradición de la música negra, pero la música negra ya no tiene tradición (Kodwo Eshun sobre la tradición de la música negra) sólo espectros que avanzan a través de portales, lugares liminales, por un presente futurista donde todo es impuro, mezclado (el protagonista de la maravillosa película Penda’s Fen únicamente es capaz de liberarse de la tiranía de la tradición cuando se reconoce impuro, mezclado. El ideal de pureza somete), excitante e inaudito. Klein parece hacer música para sorprenderse a sí misma o quizás es que hace música porque un día se sorprendió a sí misma en el error, al tratar de adaptar sus influencias de r’n’b y los

musicales, desarrolladas en base a la exploración de las posibilidades de muestras de sonido existentes previamente, creadas por otros, transformadas según la necesidad de la nueva pista, archivos memorísticos falsos con los que la pretensión es crear una nueva narración, creando una comunicación incesante entre lo supuestamente terminado, lo finito, y lo que no lo está, lo que se expande, en un juego de espejos y posibilidades en el que las más de las veces reclamarse de una tradición es traicionar esa tradición. Se convierte en tra(d)ición. El único modo de hacer avanzar las músicas en el presente y exponerlas al futuro.

Klein es music-brut, si es que es posible comparar la composición musical de hoy día al art brut de Adolf Wölfli, Aloïse Corbaz, Augustin Lesage o el aduanero Rousseau que defendía Jean Dubuffet. Klein trabaja su música con programas de fácil ejecución y sin conocimientos musicales previos, pero esto no quiere decir que sea fácil lo que hace. En la música de Klein existe una espiritualidad urbana de ciencia ficción y uneasy listening. Y, volviendo al “error”, fue Simon Reynolds quien dijo que los músicos británicos no suelen entender la música popular norteamericana a pesar de aceptarla, escucharla y tratar de reproducirla. Así, por ejemplo, los músicos de los sesenta británicos como Yardbirds, Animals, Small Faces, Them, Graham Bond, Kinks o los propios Rolling Stones no entendieron el R&B de John Lee Hooker, Muddy Waters o Howlin’ Wolf, a pesar de venerar a esos autores y de que sirvieran para que estos entonces jóvenes blancos iniciaran su propia carrera musical. No discutiré con Reynolds su aseveración, de hecho, la tomaré por cierta. Me parece muy interesante el hecho de que un “error” de percepción y ejecución, de entender un género musical que venía a tratar de explicar las circunstancias de otras gentes con otras vicisitudes (la cultura musical de los negros estadounidenses de las décadas de 1950 y 1960 y sus circunstancias sociales), en otro tiempo y en otro lugar, diera pie a una expresión musical propia, la del R&B británico, en base a la implantación de un simulacro o artificio que aquellos jóvenes británicos creyeron puro como el oro y que diera paso

al Swinging, la psicodelia, el prog rock, y por extensión el glam, y hasta el hard rock y el heavy, obviamente estilos impuros, bastardos. Klein, la artista anglonigeriana de Hyperdub, ama el r´n´b de Brandy, R. Kelly y otros muchos o los musicales de Andrew Lloyd Weber, pero no sabe o no puede reproducirlo y por eso sus collages sonoros son interpretaciones mutantes, errores del estilo. Me complace que así sea. El uneasy listening de Klein nos habla de la pretensión del artista y de qué se revela en el proceso de crear y qué sorpresas o vericuetos hemos de descubrir o recorrer hasta reconocerse o extrañarse definitivamente en la obra. Klein internaliza materiales culturales profundamente dañados para llegar a un arte psicodélico que quizás se presenta más vanguardista que las músicas que le precedieron, enfatizando no solo una revolución musical, sino una música revolucionaria: hipnótica y visionaria como Sun Ra, efervescente y omnívora como Yves Tumor, seductora como B2K, indomable como los artistas del sello Halcyon Veil, algunos de sus compañeros de sello como Loraine James, Fatima Al-Qadiri, Nazar o esos y esas Dis Fig, Zeroh, Low Leaf, Ras G, Gonjasufi, Arca, Micachu, Forest Swords, Vindicatrix, Demdike Stare, Clutchy Hopkins, Shlohmo, Zurkas Tepla, Sexy Susi, E.M.I.R.S., Les Societes du Mal, Shinichi Atobe, Paper Dollhouse, Asher… Todos ellos productores de residuos fantasmales. El residuo fantasmal es de capital importancia en la producción de Klein, el recorte, el cut-up, el corta y pega, collages digitales, sonidos marcados como cicatrices en el material de audio, espectros de brillantes tonalidades como un arcoíris reflejados sobre el asfalto, introspectivos, relajados o tensos. Los sonidos espectrales, hacen que su voz se sienta como una tensión conmovedora llegada de un tiempo y un lugar imprecisos, un movimiento de capas que escapa de la evaluación que Mark Fischer hace del afro-futurismo y la hauntología a favor del enredo puro, la obsesión del ahora, la demonología de nuestra complejidad. El resultado es una muestra magistral de la psique de una artista libre que es realmente experimental en sus afectos, tácticas y texturas, en sus momentos de éxtasis que inventan una nueva mitología sónica al tiempo que disuelve los iconos e ídolos (una verdadera iconoclasta, una “remanipuladora” en el sentido de Rammellzee) en su sonido envolvente, una ruptura extática de celebración que desencadena un efecto meditativo, flujos de audio a la vez vanguardista y espiritual; un ritual de comunión avanzado que tiene lugar en sus longitudes de onda. Klein reanima el sonido muerto, las voces errantes y el retumbar de los pianos que suenan como piedras que golpean y se sumergen en el agua; da vida a la materia prima y saltan libremente, sin gravedad en el aislamiento urbano, circulando sombríamente en ritmos recortados de dos segundos verdaderamente extraño, fascinante, desafinado, fuera de tiempo. Una colección de neo-canciones escritas en el polvo de tantos artificios caídos, una celebración sobre motivos oscuros y de r´n´b. “En mi cabeza, mi música suena tan ‘pop’ como cualquier otra cosa debido a las melodías”. La música de Klein opera en el campo de lo mágico, haciendo que sucedan cosas. Es un des-confinamiento, salir de la zona segura y conocida, repetida millones de veces. Klein escapa del canon y, según el filósofo francés Gilles Deleuze, una huida es una especie de delirio. Klein delira, se mueve en un estado hipnagógico creativo. Estar delirando es exactamente salirse de los rieles, las vías trazadas. La línea marcada es el conocimiento de aquello que sucederá; el arte es todo lo contrario, saltar de riel en riel. En Klein encontramos que esos rieles, esas vías que se saltan son temporales (los discos, las grabaciones, son pequeñas máquinas temporales, como apuntaba Víctor Nubla en su indispensable libro La ciencia a la luz del misterio al capturar momentos siempre pasados. Podemos considerar el mundo misterioso en el que tales grabaciones han hecho que nada esté realmente muerto, y la presencia de cosas muertas entre los vivos continúa actuando y forzando el presente-deve-

nir-futuro), operando como un brujo, obstinándose en no seguir un orden lógico, sino siguiendo vías alógicas, tomando riesgos, caminos del afecto y creando un nuevo tipo de tensión que no se resuelve en los lugares esperados.

Para Kodwo Eshun, ciertas prácticas musicales atribuidas a músicos negros tenían un potencial desestabilizador por su capacidad de rediseñar narrativas históricas. La diferencia y el potencial de esta música surgió de la puesta en cuestión del proceso de retroalimentación de un mundo construido sobre la explotación colonial y la extracción capitalista. Por lo tanto, ciertos músicos negros ocuparían una posición interesante en una cultura construida sobre una base de categorías como la subjetividad o el interés y la parálisis. La “música negra” se posicionaría como la verdadera vanguardia de la música popular. Es lo que Eshun llama “post-soul”, encarnado en la música de Sun Ra, George Clinton, Alice Coltrane, Tricky o Drexciya. En su libro Más brillante que el sol, esperaba amplificar este circuito de retroalimentación y acelerar esta tendencia afrofuturista. Hoy, Klein es quien encarna esa ficción sónica y ese “post-soul” que nos empuja a “escuchar” de un modo nuevo y nunca de la misma manera y la repetición paralizante.

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