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El universo es una casa encantada

nuevo dub, propio de otra dimensión sonora. Una orquesta de insectos en nuestro cerebro. Ya no entiendo las palabras. Se pierden en una masa gutural. ¿Qué mas da?. No lo necesito.

Sí, es preciso adentrarse en este disco, sin freno, sin reloj y sin mirar atrás. Dispuesto a que no haya un regreso. Nunca. Solo así se llega a Jaco, y sin embargo solo así se entiende que no se entiende, que no se explica. Solo se siente el arrebato de su música inasible. Muy dentro.

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Pero creo que no he avanzado un milímetro en mi explicación objetiva de lo que es Jaco. Probablemente no sea posible. El fracaso de esta nota es el éxito de Jaco, de su música rara, espeluznante y arrebatadoramente bella.

Por Cesar Estabiel

Con motivo del décimo aniversario de la muerte del artista John Balance me contactaron para redactar unas líneas sobre el impacto que me había causado la música de Coil, su proyecto vital. Repetí la misma anécdota con la que solía responder cuando me preguntaban por mi desmesurada devoción con aquel ignoto grupo. Lo conté. Una típica tarde de viernes haciendo el mismo trazado sobre el mapa, uniendo los puntos de las tiendas de discos como inconsciente práctica psicogeográfica, una tarde en la que aún no sabíamos lo que era internet, un disco con una portada de postal que sin embargo amenazaba escalofríos y una leyenda apocalíptica que la sostenía. El artista William Blake hubiera sido su amigo: ‘On the Eve of the Apocalypse - (The Air choked with Horsehair) - The Four Horsemen betray their steeds - slitting open the animal throats - and in doing so release the Second Great Deluge - Horsegore - Infinite divisibles split - an Infinity of open Sewers - The Four then fashion an immense earthmoving device from the collective jawbones - the Horse Rotorvator - with which to plough up the waiting World - Wheels replace Horses - Dark Horses run - Dark Horses run Deep - and Hell is paved with Horseflesh’. En aquellos primeros noventa sobrevivía un magnífico placer: comprar un disco simplemente por cómo su portada alimentaba la imaginación. Tardé cuatro o cinco visitas a la tienda en tomar la decisión de quedarme con él. Lo de menos sería la recompensa, rogar que me gustaran Coil. Mi imaginación llevaba semanas tan estimulada que había que terminar, ya por las malas, con aquella práctica blakeana. Necesitaba traer a la realidad más prosaica aquella portada con aquel estupendo templete en un jardín soleado. Y así compré “Horse Rotorvator”.

Han pasado siete años desde que me tiraran aquel anzuelo. Ahora soy más viejo pero muerdo igualmente cualquier cebo: este se llama “The Universe Is A Haunted House” y es el álbum de una vida. Un concepto simple pero lleno de resistencia. Un hermoso desafío al almacenaje en iphones, en nubes virtuales, en memorias cada vez más flacas, ya por no decir innecesarias. Y estoy escribiendo estas otras líneas cuando mi ordenador me envía un aviso desde el gestor de correo. Remite Nick Soulsby. Su nombre me suena. Claro, hace un par de años publicó la historia oral de Swans y aprovecho su intromisión para enterarme de la publicación de un nuevo libro suyo, esta vez sobre Lydia Lunch. Me comenta que mi nombre surgió cuando le preguntó a uno de los directores de la publicación Ruta 66 qué periodista español había escrito sobre Coil en las últimas tres décadas. Soulsby estaba preparando un libro sobre el grupo y andaba a la caza de todo el material publicado aquí y allá, anécdotas perdidas en la noche y mínimos detalles con los que lustrar una de las historias más estimulantes de la música popular y no tan popular. Será un gran libro.

Perdonen el desorden. Les hablaba de un gran tocho llamado “The Universe Is A Haunted House”, un álbum que pesa bastante más de lo que soportaríamos de buena gana en un escueto paseo de casa a correos. Hice dos paradas. Ya en casa se desveló el Gran Misterio. Aquel álbum contenía las cartas, papeles, fotografías que se recogieron de la casa que compartieron Geff (John Balance) y Sleazy (Peter Christopherson), una pareja que compartió desde lo básico hasta llegar al arte. Como William Blake y Catherine Boucher, partieron de lo doméstico para unirse en un reto artístico común, aunque

las visiones de uno no fueran las del otro. Blake creaba el mundo en el interior de su cabeza, mientras su compañera seguía al lado, sin pretender compartirlo, pero manteniendo a flote tanto la paciencia como la maquinaria para que nos llegase una imagen, un grabado. Sigo viendo el símil. John Balance aportaba el mundo abstracto, la indefinición, el alcohol en grandes dosis. Sleazy ayudaba a ponerle cara, hacía que lo identificáramos con un sonido, no sin tensión. Balance falleció en otoño de 2004. Cayó por las escaleras. Sleazy murió en Bangkok seis años después. También era otoño. Ahora sus fotos, cartas y escritos cuentan su vida como aquellos álbumes familiares en los que se pegaban fotografías y aparecía por sorpresa algún otro recuerdo en papel. Y tiene lo mismo que aquellos: el vértigo de entrar de lleno en una vida que no es la tuya y la vergüenza de saber que asistes a una fiesta en la que no has sido invitado. ¿O sí? Lo confieso. Al empezar a perderme entre las páginas de semejante mamotreto buscaba algo mío. Sin mucha esperanza pero un poco inquieto. La culpa la tiene un apartado de correos que figuraba en la contraportada de aquel “Horse Rotorvator” iniciático. Sería 1995 cuando envié un sobre con un folio manuscrito a aquel apartado de correos de Londres. Eran unas cuantas preguntas escuetas sobre todas las referencias que iba descubriendo sobre el grupo. El ocultismo, las ratas como símbolo superior, la prosa maldita… en definitiva, todo aquello que a un chaval impresionable y sin internet le había volado la cabeza. Meses después recibí una carta de Londres. John Balance había contestado a aquel chaval. Publiqué aquellas líneas en el último número de una estupenda revista de la época, Noise Club. Y nada más se supo de aquella carta. Veinticinco años después no apareció cuando se hizo limpieza en la casa encantada.

“The Universe Is A Haunted House” relata la historia en riguroso orden cronológico. Comienza con la debida dosis de mitología juvenil. Carnés de club de fans, posters y películas que irían formando el espíritu de Geff Rushton, el chico antes de ser Balance. Tras un sólido rodaje en Psychic TV y el arte performativo más físico, su unión con Sleazy derivaría en “Scatology”, primer elepé de Coil. Aquí la idea es proyectar una imagen que apunta a superar lo repugnante para alcanzar la belleza. Se hacen fotos en una zona de aguas residuales cercanas a su domicilio en Chadwick, Londres. Se untan de porquería haciendo honor al título del disco. Retan al oyente escondiéndoles una recompensa, que permanece oculta. Recompensa que no llega hasta el siguiente, “Horse Rotorvator”. Más lírico, más rico. Admiran a Michelangelo y buscan el sol en sus imágenes públicas, sabiendo que la oscuridad tiene la guerra ganada. Ahora son tres, acaba de llegar Stephen Thrower. Con “Love Secret Domain” se cierra su trilogía clásica. Balance descubre los clubes de acid y la psicodelia se apodera de Coil sin que nos hayamos dado cuenta. Sale una cuarta persona. Un tal Otto Avery. ¿Quién es?, nos preguntamos. “Nadie”, responde Balance. Un chaval que quería salir

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