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De higos a brevas.
from GASTROLECTURAS VOL 1
by um395
Norberto Miras.
En la Antigüedad clásica la higuera fue un árbol muy estimado, y su madera se empleó en la fabricación de estatuas, como las de Príapo o Hermes, dioses de la fertilidad. Los romanos siempre sostuvieron que la loba dio de mamar a Rómulo y Remo bajo una higuera, y por eso lo consideraron un árbol sagrado.
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Esa imagen de fertilidad que nos transmite la higuera a través de la Historia deriva de la capacidad de este árbol de generar abundantes frutos, los higos, en climas semiáridos; aunque los higos, en realidad, no son un verdadero fruto sino una infrutescencia compacta. Lo que denominamos «higo» es un receptáculo que contiene cientos de frutos. Son las menudas y abundantes semillas de las que la pulpa está llena sus verdaderos frutos.
La mayor parte de las higueras que cultivamos son partenogenéticas, escogidas porque no es necesaria su polinización, solamente en el mediterráneo oriental se continua con el cultivo de la variedad «esmirna», que necesita de «caprificación», consistente en amarrar una rama de higuera con higos masculinos, denominados «cabrahígos» -no comestibles-, en las higueras hembras productoras para que las avispas de la especie «blastophaga psenes» realicen la polinización. Alguna solitaria higuera de «cabrahígos» podemos encontrar en la huerta de Murcia.
De higos a brevas, nos señala el aforismo, haciendo referencia a las higueras bíferas o reflorecientes que producen dos cosechas al año, la primera a finales de primavera dando brevas, y la segunda a finales de verano dando higos. Frente a ellas, las uníferas, que dan sólo una cosecha, la de higos cuando el verano se hace otoño.
Turquía es el mayor productor de higos en el mundo, con un 26% de la producción mundial, Europa, en su conjunto, con una producción del 9% a nivel mundial se sitúa por detrás de países como Egipto, Marruecos, Argelia o Irán. Y España es el primer productor de higos de la Unión Europea, y el segundo mayor exportador tras Alemania, produciendo el 3% a nivel mundial.
Existen más de ochocientas variedades de higueras en el mundo. El francés Pierre Baud, en la Provenza, departamento de Vaucluse y el español Montserrat Pons, boticario de Llucmajor, Mallorca, con su finca Son Mut Nou, son los mayores coleccionistas de variedades.
En Murcia hemos utilizado la variedad «calabacita», pequeña, redonda y sabrosa, para producir bombones de higo, bañados en chocolate y rellenos de chocolate, trufa, o praliné. Todo un capricho.
TRAZO 1.122
Bellas artes y artes útiles. Alberto Requena.
Hay una tradicional distinción de primordial importancia para concebir la gastronomía como un arte: la distinción entre bellas artes y artes útiles. Todas las artes requieren técnica, pero se clasifican en dos amplias categorías. Por un lado, hay artes que están basadas en actividades prácticas: producción, accesorios, ropas, instrumentos musicales y construcción. Por otro lado, están las actividades como la literatura, composición musical, pintura y escultura, que en los últimos trescientos años se les ha denominado Bellas Artes. Este calificativo se debe a que son, esencialmente, de naturaleza “no práctica”, aunque no sea exclusivamente así. Adicionalmente, implican un plano de libertad del intelecto humano sobre y por encima de lo que se requiere para sobrevivir. Un requisito adicional para poder rotularlas como Bellas Artes, es que esas artes pretenden relatar, comunicar y conversar con y entre la gente y, de hecho, el artista asume una audiencia cuando, por ejemplo, escribe un poema o pinta un cuadro. Además, el significado que se concede a estas artes, no está asociado con las artes utilitarias. Desde luego que estas dos categorías no son necesariamente mutuamente excluyentes.
Históricamente, las Bellas Artes superaron a las artes útiles y es lógico asumir que la evolución del homo faber fue a caballo del homo gastronomicus. En el proceso, la moderna gastronomía se ha movido desde el puro utilitarismo al artístico y puede reclamar que satisface plenamente los distintos criterios necesarios para considerarla, esencialmente, Bella Arte. Entre ellos y en primer lugar, su base histórica, que está bien fundamentada sobre una base cultural que abarca el mundo entero. En segundo lugar, es una comunión entre la gente y, finalmente, logra su cenit con el juego libre del intelecto humano a un nivel que es esencialmente “no práctico”.
Hay muchos episodios alimenticios que no son episodios gastronómicos, en los que no se supera ni transciende la función práctica o utilitaria de la nutrición. Aparte de estos episodios de comida puramente funcional, sin embargo, comer en un restaurante fino podría considerarse como una experiencia hedonista o sensualmente placentera y, por tanto, más allá de un consumo de rutina. Incluso, un paseo por una muestra de una exhibición de catering nacional o internacional, puede “dejarnos alucinados” de la magnificencia del trabajo que se exhibe, que en algún caso será patente que no se concibió para el consumo. Resumiendo, el enlace entre la cultura, el alimento y el arte supone: a) todo trabajo de arte implica técnica y manufactura y b) ciertas artes conllevan significado. Ahora bien, para comprender el significado ligado a la gastronomía como Bella Arte, es necesario alcanzar un punto sumergido en una adecuada teoría del conocimiento. En otras palabras, el medio artístico nos debe hablar a nosotros solo porque el proceso de la creación artística implica una forma única de conocimiento humano.
TRAZO 1.123
Roma es caos, alcachofas a la judía, intestinos, achicoria, aceite de oliva o pasta cacio e peppe (queso y pimienta). En definitiva, pura pornografía gastronómica.
Nada más llegar e instalarnos en la Via Veneto, decidimos dirigir nuestros pasos a la Montecarlo, toda una institución, siempre rebosante de romanos y turistas dispuestos engullir una de las mejores pizzas de la ciudad. Quizá por reservarnos para la cena o simplemente por llevar la contraria, nosotros pedimos pasta. Spagetti al pomodoro, una salsa de tomate, ajo y albahaca, simple pero deliciosa si se utiliza un buen tomate fresco y maduro para el sofritto y spagetti carbonara, una pasta intrínsecamente con guanciale (careta de cerdo curada en sal), yemas de huevo y pecorino romano, un queso de cabra curado y de textura granulada.
Por la noche fuimos a Baffetto, el ícono de la pizza en Roma y comimos y bebimos y… ¡Y hasta aquí puedo leer! Me desperté antes que ella y bajé a buscar el desayuno. Compré pizza bianca y pizza al pomodoro en el Forno Campo de’ Fiori -masas rectangulares y cujientes, una con sal y aceite de oliva y la otra con salsa de tomate-; en la Antica Nocineria Viola pedí prosciuto, mortadella y una morcilla seca con forma de longaniza.
A medio día retomamos fuerzas en Da Giovanni, una trattoria en pleno Trastevere. Comida tradicional y de calidad a un precio irrisorio. Emulando a los romanos, comimos una sopa de sesos con pasta de primero, callos a la romana -tripas de ternera en una salsa de tomate y achicoria- y centros de ternera en salsa de champiñones de segundo. Comida casera y reconfortante, en un restaurante sin pretensiones, pero que cuida con mimo la comida que sirve. Recuerdo con especial cariño los callos, que se han convertido en el símbolo de esos dos días en Roma. Radicalmente distintos de los callos a la madrileña, principalmente por la salsa ligera y digestiva de tomate y achicoria. De camino a Santa María in Trastevere nos sorprendió el tiramisú del “Nicknowego Café” que sirvió de postre de la copiosa comida.
Por la noche probamos suerte en “Nonna Betta” dónde degustamos estas famosas alcachofas confitadas y cremosas al tiempo que crujientes.
A mitad de camino entre el infierno y el cielo, en Roma siempre me siento en casa, arropado por muchos años de historia y de buen comer que, al fin y al cabo, es una de las claves del buen vivir.
TRAZO 1.124
Tanto le debe la gastronomía a Francia... Para empezar, el tránsito de la cocina aristocrática a la cocina burguesa en el Siglo XVIII. Lo que se cocinaba para los nobles, se comenzó a cocinar para todos, y el cocinero pasó de siervo a profesional. Grimod de la Reynière, en su «Manual de anfitriones y guía de golosos», nos da noticia de la cuestión: «La Revolución, desposeyendo a todos sus antiguos propietarios, puso a los buenos cocineros en la calle y, para seguir practicando su talento, se hicieron comerciantes de buena comida con el nombre de restauradores».
En 1793, en plena Revolución francesa, aparece un tratado culinario anónimo con el título de «La cocina Burguesa». La forma de denominar a esta cocina no debe ser malentendida por la deformación del concepto de burgués que han realizado los movimientos sociales del Siglo XX. Así, André Gillot, que corrige y amplía el libro, reeditándolo con el nombre de «La grande cuisine bourgeoise», enuncia los tres principios que conforman el fundamento de la cocina burguesa: la calidad de los ingredientes empleados, la mayor diversidad posible en los menús y la economía como regla absoluta. Debía aprovecharse todo, nada debía desdeñarse; esta regla motivaba al gremio y afilaba el ingenio entre los «chefs».
La profesión de cocinero, tal y como la conocemos, tomó forma en el siglo XVIII, pero no apareció de la nada. En 1260 ya se había fundado la «confrérie des cuisiniers», la cofradía de los cocineros. Los exámenes de acceso se establecen en 1663, mediante la creación de unos estatutos por Jean Baptiste Colbert, a la sazón ministro de Hacienda de Luis XIV, con un severo artículo 29: «los artesanos establecidos en los barrios o arrabales de París no podrán llamarse maestros hasta que no hayan sido examinados por jurados ad hoc».
En esos días, París atesoraba casi todo el saber culinario, lo que le propició ser escenario de la aparición del primer restaurante público de Europa, el Boulanger, establecido en 1765, al servicio de una clientela predominantemente burguesa. Sobre la puerta de la entrada se colocó esta divisa: «Venite omnes, qui stocmacho laboratis et ego restaurabovos», venid todos los que hacéis trabajar a vuestros estómagos que yo os los restauraré, de ahí la denominación de «restaurante».
Recuerdo de mis años como estudiante en la Universidad a un profesor que, cariñosamente, nos llamaba a nosotros, sus alumnos: «pequeños burgueses» y «estómagos agradecidos». Después de sopesarlo mucho y teniendo en cuenta las enseñanzas de Gillot, he de decir que sí: soy un pequeño burgués, un estómago agradecido.
TRAZO 1.125
El gazpacho. Maria Adela Díaz Párraga
Cuando llega el verano con sus calores, hay que ver lo que refrescan los brillantes colores de un gazpacho, que además, tiene una hermosura de vitaminas. Cualquier mesa, queda la mar de adornada con la fuente o la jarra de gazpacho, dispuestos a calmar la sed de los comensales. Andaluz de naturaleza, cada pedacito de Andalucía le da su toque personal a esa sopa fría y deliciosa. Dicen que se escapó de los lebrillos árabes, aunque también los hay que afirman que es judío, apoyándose en que en la Biblia, se hablaba de una comida patriarcal, a base de aceite y vinagre.
Su variedad más antigua, es el ajoblanco. Gentes que de estas cosas saben lo suyo, afirman que sus orígenes pudieron ser griegos o romanos. El ajoblanco se hace a base de ajo, almendras crudas, pan, agua, sal, aceite y vinagre al gusto. Esta especie de sopa fría que es el gazpacho era comida de gente humilde y, aun en algunos lugares, se hace al estilo antiguo: Miga de pan, rodajas de pepino, agua bien fría, aceite y vinagre. En los siglos XVI y XVII se consideraba condumio de gente baja, y hasta los viajeros de campanillas que se encontraban con él lo llamaban “sopa infernal”. Andando los siglos, se fue adornando con las cosas ricas que llegaban de las Américas: los pimientos y los tomates, y así apareció en esta tierra nuestra, haciendo buena competencia a nuestras refrescantes ensaladas. Y fue ya, a mediados del siglo pasado, cuando el pobrecito gazpacho encontró el lugar que se merecía en los manteles y se ha hecho universal.
A un gazpacho, como Dios manda, nunca le debe salir el punto de ninguno de los ingredientes, así consigue ese sabor armonioso. De aspecto debe quedar como una crema ligera, ni