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Llorando la cocina. Alberto Requena.
from GASTROLECTURAS VOL 3
by um395
Podíamos estar tristes por haber finalizado la Navidad, COVID-19 incluido. A las tradiciones, se les pueden superponer otras, pero siempre conservan atrapada su esencia original. En Navidad se celebran muchas superpuestas. En el pretérito lejano, mucho antes de las Saturnales romanas y otras que precedieron, se despedía con el Solsticio de Invierno, que finalizaba el periodo de oscuridad creciente, en torno al 21 de diciembre, en el hemisferio Norte. En un tempo se celebró Santa Lucia, que luego se adelantó al 13 de diciembre actual. Se iba a entrar en invierno, tiempo de miseria, de hambruna, sin pastos asequibles al ganado, que costaba mucho alimentarlo y se les despedía a algunos, para evitar el quebranto, al tiempo que se ingería carne fresca, como última oportunidad hasta marzo, en que la primavera volvería a hacer renacer de nuevo a la Naturaleza esplendorosa. El o los animales adquiridos en primavera, se engordaban hasta diciembre en que protagonizaban la matanza y el curado. Tampoco es casual cuando celebramos la matanza, hoy. Son antecedentes de las copiosas comidas de Navidad.
Ciertamente, no hacer la matanza hoy puede ser motivo para lloro. Tratar de entender por qué los humanos lloramos es tarea casi imposible. Emociones, situaciones diversas, nos hacen llorar: la muerte, la violencia, las enfermedades, besos tiernos, palabras de consuelo, etc. No lloramos cuando deberíamos y, a veces, rompemos en llanto sin razón alguna. También, cuando cortamos cebolla.
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La cebolla es un símbolo. Las palabras presentan simetría bilateral, vienen de una anterior y caminan hacia otra, como los brazos, piernas, etc., pero los símbolos tienen simetría radial, como las estrellas, irradian en todas las direcciones. Las cebollas, crecen en la oscuridad y al pelarlas, desvelan más capas. Las palabras son bidimensionales, los símbolos polifónicos
Solamente se conocen tres productos que contienen el compuesto lacrimógeno: el anamú o hierba de las gallinitas y el ajo siciliano de la miel, improbables de tropezar, pero sí con frecuencia las cebollas. Ingerimos unos 8 kilos por persona y año. Aquel es un mecanismo de defensa, insecticida y fungicida. Al cortar la cebolla rompemos las células: del citoplasma se libera un precursor del ácido sulfénico y en el interior de las vacuolas hay una proteína, la alinasa que, al combinarse con el precursor, genera ácidos sufénicos volátiles. El mayoritario es el ácido 1-propensulfénico, que se convierte en sulfóxido de tiopropanal (factor lacrimógeno), por acción de una segunda enzima llamada sintasa. Cuando alcanza la conjuntiva, húmeda, forma sulfóxido de tiopropanal, culpable de la irritación y las lágrimas. Soslaya el lagrimeo lo que evite que el compuesto gaseoso alcance a los ojos: picar la cebolla bajo agua, meterla en la nevera, para disminuir la producción de gas al bajar la temperatura, aun a costa de perder sabor, como las variedades diseñadas mediante “mejora genética”. Es el precio a pagar. Siempre pierde la gastronomía. Preferible llorar un poco. Siempre encontraremos motivo para justificarlo.
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