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La mirada arquitectónica de René Marqués

La mirada arquitectónica de René Marqués

JERRY TORRES SANTIAGO

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La arquitectura es uno de los soportes estructurales de la literatura puesto que las narraciones ocurren dentro de paisajes construidos en la mente del lector. Ficticios o reales, los fondos arquitectónicos sobre los que se pintan las pinceladas literarias ayudan a crear la plausibilidad del universo alterno construido de palabras. En ocasiones los autores se alejan de la simple escenografía arquitectónica y convierten un edificio en otro personaje del elenco literario como el monasterio medieval en El nombre de la rosa, de Umberto Eco; o la casa de la laguna de la novela homónima de Rosario Ferré. Recientemente, La catedral del mar de Ildefonso Falcones se une a la lista de obras literarias donde ocurre el desdoblamiento de la arquitectura, que en lugar de un lienzo espacial sobre el que se escribe se trasmuta en una entidad con vida propia.

En el universo creativo de René Marqués podemos vislumbrar este segundo avatar de la realidad arquitectónica en su obra teatral icónica Los soles truncos. En el lenguaje técnico arquitectónico de las casonas tradicionales de Puerto Rico los elementos que se ubican sobre las puertas se conocen como montantes de abanico, cuando son de madera calada; o montantes semicirculares cuando están cerrados con cristales de color. Marqués utiliza el poético nombre de soles truncos para referirse tanto a los tres montantes semicirculares de la sala, como a las vidas tronchadas de las tres mujeres que habitan la vieja casa de la calle del Cristo. La frase “soles truncos” se usa ampliamente en Puerto Rico para referirse a los montantes semicirculares. El uso de la metáfora relacionada a la arquitectura se advierte también en la escena del segundo acto de Los soles truncos, cuando Inés le señala a Emilia la gran mancha de humedad en la pared de la casa que forma la figura de los continentes americanos. Denomina al continente del norte como el de “ellos” y al del sur como el “nuestro”, e invita a la apocada Emilia a destruir el “istmo” que los une. De esta forma magistral, Marqués unifica literatura y arquitectura en un todo poético, social y político.

El acercamiento más claro y directo de René Marqués a la arquitectura como tema creativo es el cuento Ese mosaico fresco sobre aquel mosaico antiguo publicado inicialmente en el número 3 de 1972 de la revista Sin Nombre que editó Nilita Vientós Gastón. El cuento estaba acompañado de dos ensayos interpretativos: uno de Concha Meléndez y el otro de Ángela Dellepiane, crítica literaria argentina. Tres años después, en 1975, Marqués convence a su editor para publicar el cuento y los ensayos, acompañados de fotografías ad-hoc realizadas por el estudiante de arquitectura Jorge Rigau. De acuerdo a Marqués, era la primera vez que se editaba un texto literario-fotográfico. Como apéndice y bajo el título de Mosaico étnico y cultural, el libro incluye fotos de objetos propiedad de Marqués, que eran parte de su colección de objetos relacionados con la historia puertorriqueña.

El evento que movió a René Marqués a escribir el cuento fue la demolición en 1971 de la Mansión Giorgetti, que estuvo localizada en la avenida Ponce de León esquina con la calle Hipódromo en Santurce, en el solar donde ubica hoy un anónimo y feo edificio multipisos. En la introducción al cuento, Marqués señala que la lucha por evitar la destrucción de la casona fue ejecutada principalmente por una sola voz, la de la maestra retirada de la Escuela Superior Central, Rosa González de Coll-Vidal. Otras voces, mayormente periodistas de El Mundo y The San Juan Star, se unieron a la profesora González en su reclamo por la conservación de la casa y su conversión en un Museo de Historia. Los llamados a la acción de la profesora González y de sus estudiantes de historia incluyeron visitas al Departamento de Instrucción Pública y al Instituto de Cultura Puertorriqueña. En el cuento el personaje de la maestra narra que se rieron de ellos y que el gobernador Muñoz Marín no los recibió. La inercia general ante el llamado a rescatar la casa incluyó a la Escuela de Arquitectura y al Colegio de Arquitectos, entre otras muchas instituciones culturales que se mantuvieron silentes. Marqués utilizó ese trágico evento para crear un cuento, a la vez impactante y extraño, en el que se mezclan voces, personajes y reflexiones sobre el pasado, el presente y el futuro. Como corifeo de una tragedia griega, Marqués recrea sentimientos de pérdida, desolación y desesperanza en el cuento que es una crónica y una elegía al mismo tiempo.

La mansión Giorgetti fue víctima de tres grandes prejuicios que sobre esta escupió con desprecio la sociedad puertorriqueña de aquel tiempo: el prejuicio contra el arquitecto, el prejuicio contra la arquitectura de la casa y el prejuicio contra el dueño de la mansión.

El arquitecto

La mansión Giorgetti fue diseñada por el arquitecto Antonín Nechodoma (1877-1928), quien nació en lo que hoy es la República Checa. Cuando tenía 10 años su familia emigró a los Estados Unidos y se radicaron en la ciudad de Chicago, en la época en que esta urbe generaba dos aportaciones esenciales a la arquitectura estadounidense: los rascacielos y el estilo Pradera. El arquitecto Frank Lloyd Wright (1867-1959) inventó el estilo Pradera con el propósito de desarrollar un estilo nacional de Estados Unidos, que estuviera alejado de los prototipos europeos y que expresara la fortaleza de las instituciones democráticas y la majestuosidad de los llanos centrales de ese país. Es por ello que el estilo Pradera se caracteriza por el uso extenso de la línea horizontal, lo que produjo edificios alargados, con techos de grandes aleros, terrazas y espacios interiores cómodos sin alusiones a la monumentalidad y al exceso decorativo de la era victoriana. Nechodoma abandonó Chicago por problemas personales, se radicó primero en Florida y luego pasó a Puerto Rico en 1906. Desarrolló en la Isla una prác tica profesional exitosa particularmente entre la élite y los expatriados estadounidenses que consideraban el estilo Pradera como el más apropiado para el trópico dentro de una estética calificada de moderna.

Para los años 1960 y 1970, el arquitecto Nechodoma era poco conocido en el ámbito social puertorriqueño, y los que lo conocían en el mundillo académico lo despreciaban, porque consideraban que no era un diseñador original y que sus diseños eran copias de los diseños de Wright. Es una evidencia contundente que varios de los diseños de Nechodoma, como la casa Roig y la propia casa Giorgetti, estaban inspirados directamente en diseños residenciales de Wright, aunque no se puede alegar que eran copias. La adaptación que hizo Nechodoma de dichos diseños a las condiciones locales y al clima tropical fueron menospreciadas por mucho tiempo, hasta que en 1989 y 1994, se publicaron sendos libros sobre el arquitecto checo: uno por el arquitecto puertorriqueño Enrique Vivoni y otro por el arquitecto estadounidense radicado en Puerto Rico Thomas Marvel. En ambos textos se coloca al arquitecto checo en una perspectiva más justa puesto que cuando se mira el conjunto de su obra edificada se concluye que hizo aportaciones significativas al patrimonio arquitectónico de nuestro país. Pero en la década del 1960 Nechodoma era un paria, un rechazado del panteón de los dioses de la arquitectura, por su doble condición de extranjero y de alegado fraudulento.

La arquitectura

El estilo Pradera se usó en Puerto Rico como discurso de la modernidad, en contraste directo con la narrativa antigua de la arquitectura tradicional. Frente al estilo neoclásico de las casas sanjuaneras con sus paredes medianeras, sobrios muros de mampostería, balcones volados en madera, patios interiores minúsculos y azoteas planas; se presentaban casas abiertas al exterior con jardines y terrazas, techos inclinados, muros de hormigón, instalaciones sanitarias y eléctricas, dentro de una expresión estética en la que dominaban la línea horizontal y la decoración geométrica. Esta nueva forma de construir viviendas se prodigó en nuevos desarrollos residenciales para la clase alta, como El Condado y a lo largo de las carreteras principales en Santurce y Hato Rey.

Para comienzos de la década del 1960 estaba en pleno apogeo la llamada Operación Serenidad que el gobernador Luis Muñoz Marín creó para contrarrestar lo que él entendía era la excesiva inclinación de la sociedad puertorriqueña hacia los bienes materiales y el consumismo, condiciones que, irónicamente, surgieron como consecuencia directa de la Operación Manos a la Obra. El Instituto de Cultura Puertorriqueña fue la punta de lanza de la Operación Serenidad bajo el comando de Ricardo Alegría. Aunque hubo ciertas bifurcaciones hacia los temas indígenas y africanos, la mayor parte de los esfuerzos de Alegría fueron dirigidos a preservar la herencia hispánica de Puerto

Rico, concentrada en el Viejo San Juan. De esta forma y por mucho tiempo, la única arquitectura que merecía preservarse era la llamada «arquitectura española» cuya expresión más importante era la creada en la zona intramuros de la capital. A partir de la década de los 1990, comienza a resquebrajarse la monocromía valorativa del patrimonio edificado puertorriqueño, cuando Jorge Rigau y otros realizaron estudios seminales sobre la arquitectura de Ponce, Mayagüez y San Germán, convencen a gran parte de la comunidad académica que Puerto Rico era mucho más que San Juan.

Cuando el asunto de la amenaza inminente que se cernía sobre la mansión Giorgetti llegó al gran público en los 1960, no hubo una reacción contundente, pues para la mayoría de los puertorriqueños la casa no tenía las condiciones requeridas para su conservación. Aunque la casa Giorgetti fue terminada en 1924, a comienzos de los 1960, no tenía 50 años por lo que no se consideraba “histórica”, ni había sucedido en ella ningún evento de importancia como escribió la cronista de eventos sociales Eugenia Josefina Santiago, en su dura y destemplada crítica contra los que abogaban por la preservación de la casa. Para ayudarnos a imaginar cuál sería nuestra impresión al entrar a la mansión Giorgetti, podemos recurrir a otro diseño de Nechodoma, la casa Roig de Humacao. Las paredes interiores de esta casa están cubiertas de madera oscura y los vitrales no tienen la luminosidad del estilo Art Nouveau que encontramos, por ejemplo, en la casa Franceschi de Yauco. Son vitrales en los que predominan los cristales traslucientes. Es una estética distinta y extraña, que no ganó adeptos que pudieran defenderla.

El dueño

Eduardo Giorgetti fue un empresario azucarero, dueño de la central Plazuela de Barceloneta y miembro fundador de la Asociación de Productores de Azúcar de Puerto Rico, lo que podríamos llamar el cártel de los centralistas. En resumen, fue un hombre poderoso que entró a la política activa, en parte por su amistad estrecha con Luis Muñoz Rivera, fundador del principal partido del país a principios del siglo XX, el Partido Unión. Ampliamente conocido en todo Puerto Rico, Giorgetti tuvo fama de ser el hombre más rico de la Isla. Su amistad con Muñoz Rivera fue legendaria al punto que este murió en la antigua casona de madera de Giorgetti ubicada en el mismo lugar.

Poco después de la muerte de su amigo en 1917, Giorgetti ordenó la demolición de su antigua casa y la construcción de una casa más grande y lujosa: la mansión Giorgetti que, alegadamente, costó medio millón de dólares. En el patio de la residencia Giorgetti ordenó colocar un monumento en mármol en homenaje a su amigo. Esta escultura se encuentra hoy día en el panteón de los Muñoz en Barranquitas. La casa Giorgetti fue la residencia de don Eduardo y su esposa junto a su extensa parentela pues el matrimonio no tuvo hijos. La casa tenía vigas decorativas de caoba dominicana, verjas y balaústres de bronce, lámparas de cristal veneciano, mosaicos, vitrales Tiffany, un sistema integrado de teléfono con 18 estaciones, alojamiento para 22 sirvientes y extensos jardines. Todo lo anterior avivó el fuego de la fantasía popular, atizado por las fiestas que en un entorno de lujo se celebraron en la casa, particularmente durante los años de bonanza económica de los 1920 y los 1930. Giorgetti murió en la mansión en 1937. Su esposa falleció once meses después.

La casa pasó al primo de la esposa, Epifanio Fernández Vanga, quien vendió parte del inmenso solar, y luego la casa a Felipe Segarra, quien eventualmente la vendió en 1944 a Francisco Ferraioli. En los 1960, Ferraioli alquiló la mansión para un restaurante y más tarde para un hospitalillo del Fondo del Seguro del Estado. El deterioro de la casa fue aumentando cada día. El primer expolio fue la valiosa verja de bronce.

En muy poco se valoró la labor filantrópica de Eduardo Giorgetti ni se tomó en cuenta que su esposa alimentaba gratuitamente a los estudiantes de la cercana Escuela Superior Central. Nadie recordaba, y si lo hacían era con desprecio, que todos los días una sirvienta repartía $200 entre los pobres y descamisados de Santurce. Mucho menos se pensó en los jóvenes que pudieron estudiar o realizar sus proyectos de vida gracias a Giorgetti. La figura del millonario nunca dejó de brillar ante los ojos del pueblo con el duro fulgor de la injusticia social. Ni siquiera el gobernador Muñoz Marín, cuyo padre estuvo tan ligado a Giorgetti y murió literalmente en sus brazos, se interesó por salvar la casa. Entre 1964 y 1968, bajo la gobernación del ingeniero y tecnócrata Roberto Sánchez Vilella, nada se hizo por preservar la casa. Previo a la destrucción, la dirección del gobierno había pasado al también ingeniero Luis A. Ferré quien tampoco ayudó a rescatar la mansión, lo cual resultaba irónico pues a Ferré se le consideraba un gran defensor de las artes. Fue una época caracterizada por el dirigismo de la Administración de Fomento Económico, que consideraba la construcción de carreteras, edificios e infraestructura el único indicio de progreso de la Isla. Fue el tiempo cuando la concentración de riqueza se convirtió en un fin y no un medio, cuando el alcalde de San Juan, Carlos Romero Barceló, propuso un estacionamiento soterrado en la Plaza de Armas de San Juan. Fue la época cuando la fuerza de los grandes intereses económicos comenzó su hegemonía absoluta. La preservación histórica, fuera del viejo San Juan, era un estorbo al progreso.

El monstruo de tres cabezas del prejuicio –contra el arquitecto, contra la arquitectura, y contra el dueño– condenó la casa al final trágico de los herejes y los malditos: la damnatio memoriae, el borrar la memoria. Fue quizás esta terrible situación existencial lo que motivó a Marqués a crear su cuento. En su narrativa se vislumbra una solidaridad estética con el destino de la mansión, la que considera símbolo del pasado que va en retroceso, en una caída libre e inevitable hacia el olvido. Él, Marqués, como los demás también nubla la visión de la casa, puesto que la “purifica”, la “esteriliza” de referencias incómodas al arquitecto extranjero y al dueño millonario. En el cuento el arquitecto es griego y construye la casa para la mujer, que simboliza la Isla a quien le dice: La concebí para ti. Y debería ser tuya. Pero la perderás. Del dueño se dice que es un mero anfitrión y no tiene peso alguno en la narración. La casa es personificación teatralizada del ayer perdido, ese tiempo que al igual que la vivienda de la calle del Cristo, es un sol en descenso hacia la noche de la muerte. La mirada arquitectónica de René Marqués es esa mirada de entrañable afecto a lo que ya no será, aquella memoria que por la ignorancia de los seres humanos se destruye o se deja morir lentamente. Los mosaicos de la casa, inspirados en el café, eran signos de un mundo agrícola desplazado por la modernidad industrial. Fueron precisamente pedazos de esos mosaicos los objetos que recogían los niños y las ancianas después que el aerolito de metal derrumbara las últimas paredes de la casa. El acto de recoger los restos del pasado es una especie de conjuro para evitar el olvido, conjuro levantado por el endeble pensamiento de que alguna vez el ave fénix resurgirá de sus cenizas. Al término de su reflexión sobre la belleza perdida de la mansión Giorgetti, Marqués escribe una nota entristecida que no es un final cerrado sino un fin abierto al misterio y a la penumbra.

El final del cuento nos remite, como el Ouroboros clásico, al principio, a la introducción donde se pregunta el autor: ¿Se es porque se piensa o porque se siente? Como el Hamlet shakesperiano, Marqués nos invita al soliloquio del ser y no ser sobre la naturaleza de nuestra existencia individual, pero sobre todo sobre la naturaleza de nuestra existencia colectiva. Pienso que hoy Marqués nos llama a salirnos de la monocromía valorativa que sigue imponiéndose desde las instancias del poder enroscado en San Juan, y nos llama a que luchemos contra el virus del olvido, que va destruyendo los bits de información de nuestro cerebro hasta dejarlo vacío. El proyecto es cruel e inteligente: borrar la memoria destruyendo las huellas físicas del pasado, para que no sepamos quiénes fuimos y no podamos decidir qué seremos. Las demoliciones de nuestro pasado continúan destruyendo nuestros pueblos y ciudades. Esta dejan los huecos vacíos en el alma urbana del país como cráteres abiertos en una guerra fratricida, que nos han vendido como una elección entre el progreso o la tradición. Ante tanta injuria, se pregunta uno si la solución final será destruir el istmo entre los dos continentes, si el fuego como principio filosófico de regeneración es la ruta correcta, tal y como concluyeron Inés y Emilia antes de quemar la casa de los soles truncos.

Bibliografía

Arrigoitía, Delma S. (2001) Eduardo Giorgetti y su mundo: la aparente paradoja de un millonario genio empresarial y su noble humanismo, San Juan: Ediciones Puerto.

Marvel, Thomas S. (1994). Antonin Nechodoma: Architect 1877-1928, The Prairie School in the Caribbean. University Press of Florida.

Marqués, René, (1975) Ese mosaico fresco sobre aquel mosaico antiguo, Río Piedras: Editorial Cultural.

Rigau, Jorge. (1992) Puerto Rico 1900. Nueva York: Rizzoli.

Vivoni, Enrique. (1989). Antonin Nechodoma: umbral para una nueva arquitectura caribeña. San Juan: Archivo de Arquitectura y Construcción de la Universidad de Puerto Rico.

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