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La víspera del macho

La víspera del macho: autocrítica y relectura

EFRAÍN BARRADAS

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Cada vez que me acuerdo del ciclón, se me enferma el corazón.

-Miguel Matamoros, “El trío y el ciclón” (1930)

Comienzo a escribir estas páginas mientras estamos a la expectativa del posible ataque de un poderoso ciclón, un ciclón que promete ser todopoderoso, un ciclón con nombre literario: Dorian. Pero apuntar estas fortuitas circunstancias no es mera nota autobiográfica que intenta marcar de manera juguetona e indirecta la fecha de composición de este texto; de ser así serían un acto superfluo, innecesario y hasta narcisista. Pero no es así porque no son estas circunstancias extrañas al texto que me interesa comentar, La víspera del hombre (1959) de René Marqués. Así es porque uno de los episodios claves en esta novela es precisamente el paso de un huracán por Puerto Rico, el del ciclón San Felipe (1928). Ese huracán es el momento de cambio en la vida de Pirulo, el protagonista de la novela, novela que muy correctamente se ha visto desde su aparición como ejemplo cabal del “Bildungsroman”, el ejemplo arquetípico en nuestras letras junto a Felices días, tío Sergio (1986) de Magali García Ramis. Por otro lado y a un nivel personal, la lectura de esta novela fue en mi vida, cuando de adolescente llegó afortunadamente a mis manos, un punto de cambio similar al del protagonista: La víspera del hombre fue, para mí, un huracán; su lectura cambió mi vida, como el huracán San Felipe cambió la de Pirulo.

En otro lugar, específicamente en mi más reciente libro, Inventario con retrato de familia (2018), he presentado en detalle por qué y cómo ese libro me afectó tanto desde mi primera lectura del mismo. No reconstruiré esas páginas, pero sólo apunto ahora que este fue el primer libro que leí que me hablaba directamente de mi mundo y que, por ello, me abrió las puertas a la literatura en general. Esta novela me hizo sentir que mi vida podía reflejarse en libros, que podía ser literatura. Y así fue porque allí hallé un personaje histórico y que era parte de mi tradición familiar. Este es el legendario y aún enigmático Monchín del Alma. Mi madre y sus tres hermanos, como Pirulo en la novela, vieron a Monchín y le pidieron que revelara su cara. Ellos, también como Pirulo, vieron el horror de su faz desfigurada. Mi madre me contaba ese incidente de su vida y así la ficción paradójicamente venía a constatar para mí la realidad.

También el mundo de la infancia de mi madre, mundo que se convirtió en parte central de la historia mítica de la familia, estaba poblado, como el de Pirulo, por isleños, por canarios acriollados. Ese contexto social compartido y ese personaje que le daba a la novela para mí un sentido de verosimilitud hicieron que esta fuera en mi adolescencia una obra importante, una pieza central apara mi desarrollo como lector. Más que una obra canónica La víspera del hombre fue para mí la llave que me abrió la puerta al mundo de la literatura escrita, porque ya la oral me había abierto puertas a lo literario, aunque no me había dado cuenta de ello.

Por eso, cuando los organizadores de este congreso que conmemora el centenario del natalicio de René Marqués me invitaron a participar pensé de inmediato que el tema ideal para mí sería una relectura de La víspera del hombre. La palabra relectura por ello aparece en el título de esta presentación. Y viene acompañada de las palabras víspera, macho y autocrítica. Víspera, obviamente nos remite al título de la novela. Las otras dos ameritan una breve explicación. Ambas ya aparecían juntas en 1977 en un ensayo que publiqué en la revista Sin Nombre, revista fundada y dirigida por Nilita Vientós Gastón. “El machismo existencialista de René Marqués: relecturas y nuevas lecturas” era el título de esa temprana incursión mía en el espinoso campo de la crítica. Queda, pues, explicada la aparición de la palabra macho en el título de hoy. Pero esa palabra viene ahora acompañada, más aún unida, a la otra, autocrítica, ya que parte del propósito de esta nueva lectura de la novela de Marqués es hacer una especie de examen de conciencia, una autocrítica, para no decirlo en términos religiosos. Hoy quiero releer, pues, la novela que tanto me impactó en mi adolescencia y además el ensayo que le dediqué al autor en mi temprana carrera como crítico literario. Pero se hace necesario recordar un poco del contexto en el que escribí ese texto, para entenderlo y para ser justo conmigo mismo. Ese ensayo surgió como una reseña de La mirada (1976), la segunda y última novela de Marqués. Leí esa obra y de inmediato escribí un comentario crítico que envié a Nilita para publicación en Sin Nombre. Ella lo leyó y también de inmediato me respondió. Me decía en su carta que publicaría mi texto pero que este no era una reseña sino en ensayo y como tal lo quería publicar. Le respondí que para así hacerlo debía ampliarlo y cambiarlo un tanto. Pero lo tenía que hacer de inmediato porque Nilita quería que apareciera en el siguiente número de su revista. Un pedido suyo era para mí un mandato imperial. Así que me apresuré a revisar la reseña para transformarla en ensayo. Creo –y aquí comienza la autocrítica– que esa premura se nota en mi texto. También tengo que apuntar que lo escribí a mis 29 años, cuando acababa de doctorarme y cuando comenzaba a descubrir todo el andamiaje intelectual de los movimientos de liberación gay. Todavía no contaba con lecturas teóricas suficientes y apropiadas sobre la relación de la sexualidad y el arte. Pero quería hablar del tema y ponerlo en un contexto puertorriqueño. Si se lee mi texto hoy se notará una gran timidez al hablar de la sexualidad en la obra de Marqués. Hay que recordar que este fue uno de los primeros trabajos críticos donde se trataba este tema en las letras puertorriqueñas, aunque lo hice – aclaro y recalco como autocrítica – de manera tímida e indirecta. Eran esos tiempos de inicio, de apertura, de tanteos. Pero, a pesar de ello, no se le puede negar a mi texto, al menos, un mínimo de valentía y un poco más de atrevimiento. Y por ese atrevimiento y esa valentía pagué y también pagó Nilita ya que varias personas, algunas muy cercanas a Marqués –hay quien dice que Marqués mismo–, se enojaron muy seriamente con ella por publicar mi trabajo, osado entonces aunque hoy lo veamos con tímido e incompleto. Se enojaron con ella y conmigo por ese texto que fue y es aún incompleto y tímido.

No me cabe duda de que otros críticos han superado los planteamientos que hice en mi ensayo de 1977. Por ejemplo, dos años después de su aparición, María Solá, una estudiosa que no ha recibido el mérito que merece por sus importantes aportaciones a nuestra crítica literaria, publicó en la misma revista de Nilita, en un número de homenaje a raíz de la muerte del autor, un ensayo titulado “René Marqués, ¿escritor misógino?” donde continuaba más metódicamente la línea de investigación que había abierto con mi texto. El suyo, no me cabe duda de ello, es superior al mío. Más tarde, en 1993, Juan Gelpí dedica un capítulo de su Literatura y paternalismo en Puerto Rico a la novela de Marqués y a la ya mencionada de García Ramis. El trabajo de Gelpí está sólidamente anclado en un excelente aparato teórico. Estos son sólo dos buenos ejemplos de lo que otros críticos hicieron tras la temprana aparición de mi trabajo, incompleto e ignorado, pero atrevido y emprendedor.

El tema me siguió importando y, por ello, volví al mismo y en 2006 publiqué en México un ensayo titulado “El macho como travestí: propuesta para una historia del machismo en Puerto Rico” donde volvía a la obra de Marqués y la colocaba entonces junto a la de Luis Rafael Sánchez y Manuel Ramos Otero para crear una especie de proceso dialéctico sobre el tema del macho desde una perspectiva gay. Hay que apuntar que todos estos textos críticos tienen como punto de partida y anclaje una breve cita del ensayo “El puertorriqueño dócil” donde Marqués exalta directamente el machismo como “último baluarte cultural desde donde podía aún combatirse, en parte, la docilidad colectiva” (171). Mucho se ha comentado sobre esas palabras y, por ello, aquí no vuelvo sobre ellas. Dada la persistencia en el examen del tema, la autocrítica se hacía necesaria y se ejecuta hoy con sinceridad, aunque la misma se refiere, sobre todo, a ese primer texto de 1977. Doy, pues, por terminado ese aspecto del tema de hoy. Además y sobre todo, la autocrítica no es el único tema que importa ahora. Por ello creo que debo pasar a la relectura que se enfoca en otro importante aspecto de La víspera del hombre, aspecto o tema que, hasta donde he podido investigar, no ha sido abordado por la crítica. Comencemos por la primera oración de la novela: “Cuando Pirulo vio el mar por vez primera fue tan grande su asombro que casi se quedó sin respiración”. (9) Ya otros comentaristas de la novela se han fijado en esta oración y han visto muy correctamente que la misma es de importancia para comprender la totalidad de la obra. Pero vuelvo a ella desde otra perspectiva analítica y con otro interés interpretativo. Me quiero acercar a la novela –y esa oración abre la puerta a la totalidad de la obra– desde la perspectiva del concepto de lo sublime, concepto que ha tenido una larga historia y que ha sufrido cambios de interpretación drásticos. Para resumir esa historia me apoyo en diversos libros de referencia –Childers y Hentzi, Preminger et al.– y en una recopilación de textos –Cliwes– que reconstruye la historia de este concepto estético que ha sufrido cambios drásticos durante siglos y en diversos contextos culturales. Estos establecen que el concepto de lo sublime surgió en la antigüedad clásica y fue atribuido a Longino o al Seudo Longino, retórico del siglo primero de la era cristiana. Entonces lo sublime se refería meramente a un estilo elevado, muy distante del común o vulgar. Por ello se colocaba en el campo de la retórica y se mantuvo en ese campo hasta el siglo XVIII cuando pensadores como Edmund Burke y Emanuel Kant le dieron un nuevo giro que cambió su significado; este es esencialmente el que empleamos hoy. Desde entonces y sobre todo desde que los románticos alemanes e ingleses adoptaron y se valieron del mismo para crear un magnífico cuerpo literario, lo sublime queda asociado al asombro que produce una obra de arte y, sobre todo, un fenómeno natural, asombro grande e inusual que puede llegar hasta el pánico y el terror, pero que también a la experiencia de lo sagrado. Esa visión de la naturaleza como ámbito de lo divino la expresa de manera ejemplar Ralph Waldo Emerson. Para este pensador la naturaleza –para él con mayúscula: Naturaleza– llega a suplantar a la deidad. Emerson es un claro ejemplo de este profundo pensamiento romántico que presenta lo sublime como la puerta a lo sagrado.

Resumo: usaré la definición de lo sublime que ofrece Robert R. Clewis, un estudioso que ha dedicado muchas páginas al estudio de esta categoría estética. Para este lo sublime es: …a complex feeling of intense satisfaction, uplift, or elevation, felt before an object or event that is considered to be awe-inspiring.

Although the sublime is sometimes characterized as a complex combination of satisfying and discomforting elements, it is on the whole a positive and pleasant experience: perceivers typically desire the experience to continue. (1)

Uno de los puntos establecidos por Clewis en esta definición de lo sublime ha sido debatido por otros teóricos. Pero más adelante me acercaré a ese problema. Por el momento aclaro que parto de esta definición para explorar el tema en la novela de Marqués.

Para concretar y ofrecer un caso emblemático, pensemos en quien probablemente sea el escritos más importante del romanticismo hispanoamericano, José María Heredia. Recordemos sus poemas tantas veces recogidos en antologías: “En el teocalli de Cholula” (1832), “Niágara” (1832) y “En la tempestad” (1822). Recordemos los versos finales de este último: ¡Sublime tempestad! ¡Cómo en /tu seno,

De tu solemne inspiración hen/chido Al mundo vil y miserable olvido, ¡Y alzo la frente, de delicia lleno! (135)

Para muchos, el origen o la concreción de ese asombro ante ciertos fenómenos naturales que conducen a la experiencia de lo sublime se puede hallar en la obra de Goethe, específicamente en su Werther: ¡Cómo abarcaba el conjunto en mis entrañas enardecidas, me empapaba como endiosado en su plenitud rebosante, y el augusto aparato del infinito Universo se agitaba vivo en mi interior inflamado! (18 de agosto de 1771) (61)

Pero volvamos a los versos citados de Heredia ya que sintetizan el sentimiento de lo sublime que el poeta y cualquier ser humano puede experimentar. “Sublime tempestad”, dice directamente el poeta y, al hacerlo, establece claramente que participa de esa estética de origen romántico.

Ese interés en lo sublime me llevó, en parte, a los versos que empleo como epígrafe de esta presentación, versos de la canción de Miguel Matamoros. Estos no presentan la experiencia de lo sublime; en el mejor de los casos expresa el recuerdo de la misma. Pero los citaba porque la experiencia de lo sublime no es monopolio de los estetas; todos somos capaces de experimentarlo, aunque sólo un gran artista es capaz de recrearlo. Y los artistas plásticos parecen tener más ventajas para hacerlo que los literatos: la pintura parece prestarse mejor a la expresión de lo sublime. Pero es quien se enfrenta a un fenómeno natural extraordinario quien siente asombro, tiembla ante la grandeza de ese hecho físico, siente un miedo casi enfermizo y cae en un estado que funde ese miedo con la fascinación. Nos sentimos aterrados y atrapados a la vez, y, por ello, no dejamos de observar el mar embravecido o la tormenta amenazante o el cuerpo abyecto que nos hacen temblar pero que, paradójicamente, nos llama la atención. Ese sentimiento lo llamamos lo sublime y el mismo, más recientemente y según Jean-François Lyotard, adquiere un nuevo significado ya que se puede ver como un medio por el cual se puede descomponer las totalidades represivas.

Pero desde el siglo XIX lo sublime ha sido una categoría estética que ha sido preferentemente tratada en la pintura. Piénsese, por ejemplo, en la obra del alemán Caspar David Friedrich, del inglés J.M.W. Turner, del estadounidense Frederic Edwin Church y del mexicano José María Velasco. Estos pintores y múltiples otros nos hacen sentir lo sublime al presentarnos amenazantes mares congelados, fuegos incontrolables que forman patrones abstractos en las nubes, poderosas cataratas que truenan en su silencio visual o montañas que parecen imposible de escalar y nos achican. Las obras de estos artistas, como la de Heredia, la de Goethe y la primera oración de la novela de Marqués, intentan hacernos sentir asombrados, disminuidos, desvalidos pero atraídos sin remedio al fenómeno que nos cautiva y aterra a la vez.

Hay teóricos que postulan que cierta música y hasta ciertos cuadros abstractos producen la misma sensación en quien los escucha o los observa. Por ello, si pensamos en ese concepto de lo sublime, creo, podremos entender mejor esa primera oración de La víspera del hombre: “Cuando Pirulo vio el mar por vez primera fue tan grande su asombro que casi se quedó sin respiración”. (9) Mi relectura de la novela, pues, propone que este concepto estético marca la obra profundamente.

Esa es la tesis central de mi relectura de la obra y creo que explorar la manifestación y el empleo de lo sublime en la novela nos servirá para entender la obra mejor y captar ciertos aspectos inexplorados de la misma. No haré aquí un inventario de lo que veo como manifestaciones de este concepto en

La víspera del hombre. Lo he hecho en mi más reciente relectura de la obra. Pero ese listado se quedará en los apuntes para este trabajo.

Eso sí, puedo asegurar que las manifestaciones de lo sublime no son un hecho raro en la novela; son varias, marcan todo el texto y aparecen en pasajes claves. Me importa, eso sí, ver algunos de esos casos, al menos tres, para precisar qué sentido tiene el empleo de lo sublime en la obra y cómo le sirve a Marqués para estructurar la novela.

Lo primero que hay que apuntar es que la obra está marcada profundamente, hasta estructurada a partir de parejas antitéticas. Una de las principales es mar / montaña, pero el juego con los opuestos (Pirulo / Raúl, razón / sentimiento, patriarca / macho, taíno / español, entre otros) sirve para estructurar toda la novela. Apunto, para ser conciso y enfocarme en el tema de esta presentación, que lo sublime se puede dar no sólo en la costa, como vimos en la primera oración de la novela, sino también en la montaña. Véase este breve pasaje, mi segundo ejemplo, donde se resume el impacto del huracán: Era San Isidro corriendo hacia él.

Era la hondonada arrancada a su ley, avanzando locamente hacia el vacío cósmico. Era lo imposible: la ausencia del orden, la tierra sin dueño, el caos, la hecatombe… (25)

“Vacío cósmico”, “imposible”, “ausencia de orden”, “caos”, “hecatombe”: todos estos términos son muestras claras y ejemplares del empleo de la estética de lo sublime en la novela. Y hay que apuntar que el pasaje se da en el contexto de la montaña. Lo sublime en la novela, pues, se puede manifestar en los dos ámbitos opuestos que sirven de estructura esencial a la obra. Pero hay también que apuntar que el lugar que Marqués privilegia para esas manifestaciones de lo sublime es el mar, específicamente el Peñón de Abreu, lugar donde ocurren varios incidentes de gran importancia en la novela.

Lo sublime, que en las manifestaciones naturales está asociado al asombro y hasta el horror, también queda asociado en la novela al pánico que produce lo abyecto. Esta relación rompe con la definición tradicional de lo sublime, pero Julia Kristeva ha explorado esta conexión y me guío por sus ideas para ver un caso específico en la novela, mi tercer ejemplo. Este se concreta en el encuentro entre Pirulo y Monchín. La consecuencia del desvelo del paño que cubre la cara de Monchín afecta al protagonista con la misma fuerza que su encuentro con el mar por primera vez o con el huracán en la montaña: “Y Pirulo no tuvo voz para expresar su espanto, Pero el horror le golpeó de tal modo que cayó de bruces. Y su rostro fue a ocultarse en el polvo ardiente del camino.” (241)

El horror no produce el mismo efecto inmediato que la grandiosidad de la naturaleza, pero también puede desembocar en la admiración y en la contemplación que, como ya he apuntado, son puertas de entrada a lo sublime y hasta lo sagrado. El encuentro con la faz desfigurada de Monchín lleva a Pirulo al espanto que repercute en un planteamiento filosófico sobre la realidad humana. Aunque distinto a los enfrentamiento con el mar y el huracán en la montaña, este encuentro con lo abyecto es también una muestra de lo sublime en la obra de Marqués.

Los ejemplos que ofrezco del empleo de la estética de lo sublime en la novela son, para mí, claros y contundentes. Por ello propongo una lectura de la obra donde se examinen en mayor detalle estas manifestaciones. Les abro la puerta a otros investigadores para que continúen la exploración de este tema. Sólo quiero advertirle a quien se disponga a seguir esa ruta que lo sublime en general y en esta novela en particular está directamente unido a un fuerte sentimiento romántico. Y por romántico no entiendo el conjunto de clisés que circularon en el siglo XIX entre escritores menores que no entendieron el verdadero sentido de esa estética y ese pensamiento, sino el profundo sentido de los mismos que, como muy bien ha señalado Octavio Paz, es la raíz de toda vanguardia, como tan claramente ha demostrado en Los hijos del limo (1974), y también de la religión más profunda porque es la religión sin religiones. “…[L]a experiencia de lo sagrado es una revelación de nuestra condición original…” (145) apunta Paz en su imprescindible El arco y la lira (1967). Y, como hemos visto, a lo sagrado se puede llegar por lo sublime.

Por ello La víspera del hombre es, sin que así lo parezca, una obra profundamente religiosa, pero de una religiosidad de radical origen romántico y que puede, por ello, desembocar hasta en el existencialismo ateo. Por ello, cuando Pirulo se enfrenta al mar, al huracán o a la cara de Monchín experimenta lo sublime y, así, experimenta también lo sagrado. Ante esa manifestaciones de lo sublime queda asombrado, sobrecogido, disminuido hasta el punto que reconoce su pequeñez frente a la magnitud de la naturaleza o al dolor de lo abyecto.

Quizás la intuición de esa gran lección fue lo que me atrajo a La víspera del hombre desde mi primera lectura y, por ello, he vivido con la novela y con mucha de la obra de Marqués de manera conflictiva, crítica pero siempre atenta y agradecida.

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