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JUSTICIA Y PAZ «La casita guadalupana»
36 La columna de monseñor
Texto y fotos: Mons. Victorino GIRARDI, mccj, obispo emérito de Tilarán-Liberia
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Ligero de equipaje, pero cargado de amor
Estaba metido de lleno en la actividad de la Universidad Pontificia de México, y a la vez, prestaba un servicio como secretario ejecutivo de la Comisión de la Doctrina de la Fe en la Conferencia Episcopal, cuando recibí un fax de mi superior general «invitándome» a pasar a Costa Rica.
1. Antes del Concilio Vaticano II, los superiores «mandaban», ahora «invitan», pero el significado es el mismo: hay que obedecer con alegría, conscientes de que la obediencia ayuda al misionero a mantenerse en una labor que corresponda plenamente a su vocación.
Después de 11 años de permanecer en México, me parecía natural seguir con mi servicio en la Universidad Pontificia: casi había olvidado que es propio del misionero, salir, estar en camino; en constante actitud de plena disponibilidad. El misionero no se compromete necesariamente a la eficacia, sino a la obediencia, ya que es consciente de que el misterio de la Salvación se realizó por aquel que se hizo obediente hasta la cruz (cf Flp 2,6-11).
Llegué a Costa Rica, a finales de febrero de 1993 y empecé el año escolar en el Seminario Nacional de Costa Rica. La bienvenida, «a lo tico», fue extraordinariamente cordial y atenta... Así fue sanando la inevitable «herida» producida por el «arrancón» de todo y de todos los que había dejado atrás. Y justo que así sea: si los anunciadores no sufrimos cuando nos vamos, significa que no amamos a la comunidad a la que el Señor nos destinó...
El evangelizador es un «nómada»; es ley de vida para él, irse, salirse, pero con una profunda diferencia: el nómada se va cuando ya no hay «pasto», y busca otros... mientras que el misionero se va precisamente cuando los lazos y vínculos de afecto ya han crecido y siente que está llamado a «empezar de nuevo».
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Jorge Decelis 2. Aprovechando las vacaciones que tenemos en tierras costarricenses, me hallaba en México cuando, inesperadamente, recibí una llamada del nuncio del Papa en Costa Rica. Se me comunicaba que san Juan Pablo II me había nombrado obispo de la diócesis de Tilarán. Sorprendido, aún recuerdo la respuesta completamente fuera de tono que le di al nuncio: «Es que estoy dando clase...».
Otra vez, se me pedía «salir de mi tierra, para ponerme en camino, sin saber adonde iba; con pura fe» (cf Hb 11,8-9). No sabía casi nada sobre la provincia de Guanacaste, que corresponde a la diócesis de Tilarán; para mí era «tierra extraña» (Hb 11,9). Hacía nueve años que vivía en Costa Rica, y sólo en una ocasión había viajado a Guanacaste, y ahora se me pedía ser obispo y pastor de aquella gran familia.
Si antes me habían pedido «salir» de Italia, España, Kenia, Roma y México, bien diría que me había quedado en mi «mundo»; ahora debía asumir la exigencia de salir en un sentido más radical y verdadero, y dejar todo para entrar a otro «mundo», el del apostolado directo.
Fueron 14 años de constante salida de un «misionero itinerante». Me propuse estar cerca de mis fieles, de mi pueblo, incluso en sentido geográfico... La diócesis, que actualmente se llama de Tilarán-Liberia, abarca más de 600 comunidades integradas en 36 parroquias. Hice lo posible por organizar las visitas pastorales quedándome al menos durante una semana en la zona de cada parroquia. Me resultaban días llenos, «migrando» de comunidad en comunidad, celebrando en sus capillas, con fre-
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cuencia, muy humildes; visitando a las familias en donde había algún enfermo o anciano y encontrándome con grupos de diferentes áreas de la vida cristiana de cada lugar.
Nunca me había transportado en tan variados medios, desde el más común: el automóvil de las parroquias, hasta el barco o el caballo... Y no olvido las imprevistas largas caminatas. 3. Esos 14 años como obispo misionero, me hacían recordar frecuentemente una conocida afirmación de la patrona principal de las misiones, santa Teresa del Niño Jesús: «Dios, nunca pone en nuestro corazón un deseo, si no es para que se realice...». Yo había dejado el seminario de mi diócesis, al norte de Italia, con el deseo de ser misionero, y serlo de verdad, con la gente con que soñaba que un día fuera «mi gente». Tuve que esperar, pero finalmente llegó la hora de Dios, y con profunda e intensa gratitud, ahora, ya obispo emérito, valoro esos años, como un don valiosísimo de Dios, pues Él ha realizado el deseo que un día hizo brotar en mi corazón y, de ese modo, experimenté y continúo experimentando la belleza de la vocación ad gentes que hacía exclamar a nuestro Padre y fundador, san Daniel Comboni, «mil vidas daría por la salvación de África».
Y en verdad, es tan poco lo que el misionero da en comparación con lo que va recibiendo. Con el pasar de los años, va experimentando toda la verdad de las palabras de Jesús a Pedro: «les aseguro que todo aquel que haya dejado casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o tierras por mí y por la buena noticia, recibirá en el tiempo presente cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, junto con persecuciones y, en el mundo futuro, la vida eterna» (Mc 10,29-30).
Mientras escribo, me acompaña el recuerdo de un misionero comboniano, el padre Esteban Patroni, quien, por los ya lejanos años 50, había trabajado en tierras mexicanas. Como se ha dicho y escrito de él, el suyo fue: «el paso de un santo» por el extenso México. Pues bien, ya cercano al momento de la muerte, él con plena serenidad, salpicaba su lenta conversación, repitiendo: «el día más bello de la vida de un misionero, es el día de su muerte». ¡El padre Esteban, ya estaba saboreando su «ciento por uno»!
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