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La columna de monseñor
Texto y fotos: Mons. Victorino GIRARDI, mccj, obispo emérito de Tilarán-Liberia
Estaba metido de lleno en la actividad de la Universidad Pontificia de México, y a la vez, prestaba un servicio como secretario ejecutivo de la Comisión de la Doctrina de la Fe en la Conferencia Episcopal, cuando recibí un fax de mi superior general «invitándome» a pasar a Costa Rica.
1.
Antes del Concilio Vaticano II, los superiores «mandaban», ahora «invitan», pero el significado es el mismo: hay que obedecer con alegría, conscientes de que la obediencia ayuda al misionero a mantenerse en una labor que corresponda plenamente a su vocación. Después de 11 años de permanecer en México, me parecía natural seguir con mi servicio en la Universidad Pontificia: casi había olvidado que es propio del misionero, salir, estar en camino; en constante actitud de plena disponibilidad. El misionero no se compromete necesariamente a la eficacia, sino a la obediencia, ya que es consciente de que el misterio de la Salvación se realizó por aquel que se hizo obediente hasta la cruz (cf Flp 2,6-11).
Llegué a Costa Rica, a finales de febrero de 1993 y empecé el año escolar en el Seminario Nacional de Costa Rica. La bienvenida, «a lo tico», fue extraordinariamente cordial y atenta... Así fue sanando la inevitable «herida» producida por el «arrancón» de todo y de todos los que había dejado atrás. Y justo que así sea: si los anunciadores no sufrimos cuando nos vamos, significa que no amamos a la comunidad a la que el Señor nos destinó... El evangelizador es un «nómada»; es ley de vida para él, irse, salirse, pero con una profunda diferencia: el nómada se va cuando ya no hay «pasto», y busca otros... mientras que el misionero se va precisamente cuando los lazos y vínculos de afecto ya han crecido y siente que está llamado a «empezar de nuevo».
Jorge Decelis
Ligero de equipaje, pero cargado de amor