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Navegando en la tempestad
from Divergente #22
Instruía François Mitterrand contra el plebiscito de De Gaulle proponiendo mayor descentralización en 1969: “Un plebiscito no se debate, se combate”. Aprendida la lección que le costó el poder al general, Álvaro Uribe, un expresidente que ha sabido utilizar las palabras como proyectiles, lideró en 2016 una campaña de odio en las redes sociales, logrando que Colombia votara “No” a un acuerdo de paz para acabar con una guerra de más de medio siglo que, además del derrame de sangre, ha condenado al país a sufrir en todos los sentidos imaginables. Unas cartillas mal explicadas, que publicó el Ministerio de Educación sobre el tema de la diversidad sexual, sirvieron de insumo de quiebre a los militantes del “No” para afirmar que el Gobierno Santos, firmante de la paz con las FARC, estaba buscando “corromper” a los niños del país, y así sacar de la indiferencia al número de votantes necesarios para que ganara la opción “No”. Evidentemente, quienes manejaron el rechazo a esos acuerdos para finalizar la larga guerra supieron guiarse por aquellas reglas que se utilizan en el cine: la estructura que construye un clímax, el control de las crisis y el tener preparada la detonación de un punto de quiebre (plot point) sobre el momento final.
Y eso se logra con un manejo apropiado de las palabras y una eficiente manipulación de sus semánticas.
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En la comunicación política se ha vuelto un lugar común tomar como ejemplo la campaña de Obama 2008 cuando, en medio de la tremenda crisis de las hipotecas subprimes y la quiebra de importantes instituciones financieras, consiguió la presidencia norteamericana revitalizando una trajinada emoción ambigua: la esperanza, Hope. Ambigua porque está compuesta de dos emociones primarias: la tristeza por lo que no tenemos, y la felicidad del sueño.
Y se completa con un llamado movilizador, una convocatoria a ser parte, desde el reconocimiento a la capacidad transformadora de la voluntad: Sí Podemos, Yes We Can. Un trabajo de orfebrería por parte de sus estrategas que, por sencillo que parezca, no es frecuente encontrar en otras campañas, ni en gestiones de comunicación de gobierno, donde se patina de un concepto a otro, como en el caso actual colombiano en que una promesa de “Cambio”, al no poder ofrecer contenido, es cambiada en pocas semanas de gobierno por otra de “Paz Total”.
Para gran parte del electorado, la democracia consiste simplemente en la posibilidad de votar por este o aquel candidato; una posibilidad que en pocos casos se contempla con atención, y la mayoría de las veces se vive como un primario impulso emocional. Sintetizando las cosas, en ese escenario se desarrolla el trabajo de los y las estrategas de comunicación política. Y hacerlo bien requiere, en primer lugar, tener la capacidad de observar el conjunto, y en él ver el dibujo, el sentido, los puntos de unión y los conflictos al interior de las apariencias. Por otra parte, quien ejerce la profesión sabe que lograr el triunfo en la suma de votos es solo un escalón en una carrera política. Y que, por esa condición de escalón, se debe cuidar el manejo de las palabras que envuelven la promesa una vez que se es gobierno. Porque rápidamente se puede volver en contra de nuestro interés si nos hemos guiado por aquella máxima de “se hace campaña en poesía y se gobierna en prosa”, ya que con el envejecimiento de la prosa se acaba la poesía, y con ella se acaban las buenas relaciones y se derraman los conflictos. Y hay oportunidades que no se pueden desperdiciar. En el bosque de sus discursos sobre la “fuerza de la vida”, ocupado quizás en decisiones como el premiar con embajadas o consulados a asesores que le recomendaron en campaña correr la “línea ética” y ampliar el frente de golpes bajos, a Gustavo Petro se le ha pasado la oportunidad de enunciar una “República de la Vida”, o de definir Colombia como la “Nación de la Vida”, y así preparar al país para una revolución de la conciencia sobre el medio ambiente, que le hubiera proporcionado un enorme kilometraje para transitar con su hábil palabra. Otros han sabido concentrar su capacidad discursiva y sintetizarla de forma magistral. En esto de manipular semánticas, en Francia, antes de que Jean-Luc Mélenchon tomara las calles con su magnífica marca rebelde France Insoumise (Francia insumisa), el conservador Dominique de Villepin propuso un partido bajo la elocuente bandera République Solidaire (República solidaria), que hacía conexión directa con la mística fundacional del sentimiento, aquella de la libertad, igualdad y fraternidad. Pero el mejor ejemplo probablemente se presentó cuando, con la sencilla intención de bajar el voto de rechazo a su candidatura, Andrés Manuel López Obrador, AMLO, lanzó en México una propuesta de “República amorosa”, un concepto a partir del cual se sostenía la necesidad de recuperar los valores morales para resolver los males del país, una base que le facilitó el proponer reconciliación nacional y en- tendimiento con empresarios, líderes religiosos y otros que hasta en ese momento no veían con buenos ojos la posibilidad de un gobierno suyo. Y ahí comenzó a cambiar la relación.
Pero las palabras, al menos en algunos casos, flaquean ante el poder de las imágenes visuales. Analizando las cuentas de Instagram de Joe Biden y Donald Trump en la campaña presidencial 2020, un artículo de Gonzalo Sarasqueta, Paula Garretón, Delfina Sanda y Bianca Leonangeli, sobre “Personalización, polarización y narrativas visuales”, encuentra que en esa campaña fue relevante la producción de fotos y videos donde la figura política representa la totalidad del mensaje. Y apoyándose en diversas investigaciones que “demuestran que el registro visual es superior al textual” porque “la imagen capta mejor la atención, es más memorable y activa reacciones emocionales más potentes que los mensajes escritos”, afirma que “La información que ofrecen (las imágenes) es más precisa, ordenada y coherente”. En esa tempestad, que es el tiempo que habitamos, se ha convertido en proeza el logro de insertar una causa que motive a la acción, y se requiere gran habilidad para surfear entre el tsunami de palabras e imágenes para poder llevar adelante un propósito electoral sin ahogarse en la cambiante realidad. Solo el estar atentos a los cambios de la relación del elector con los signos que ponemos a circular, puede darnos seguridad sobre las decisiones que tomamos al comunicar. El otro componente de esa seguridad es la experiencia, y hay uno más, un tanto etéreo: la intuición.