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de Miguel Méndez: una intención de ocultar o revelar, Francisco A. Lomelí

Una presencia irreprimible de elementos yaquis en Peregrinos de Aztlán de Miguel Méndez: una intención de ocultar o revelar

Francisco A. Lomelí

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UNIVERSITY OF CALIFORNIA, SANTA BARBARA

¡[D]ice que las cabelleras de los indios sacrificados brotarán de esta tierra moribunda como pastizales y todo volverá a ser verde, ¡verde! y otra vez habrá indios, muchos indios, que partirán de aquí a cobrar sangre: ¡venganza! Miguel Méndez, Peregrinos de Aztlán

na población indígena mal comprendida –la de los yaquis–, también conocida como “Yoeme” o “pueblo”, consiste en 14,162 personas alrededor de la región del Río Yaqui entre Sonora y Sinaloa (principalmente en ocho pueblos) y 11,324 nas 1cerca del río Gila en Arizona y en Texas. De hecho, solían cruzar libremente el coU rredor físico entre Sonora y Arizona antes de que las políticas de inmigración se volvieran más estrictas en el lado estadounidense, sobre todo cuando a principios del siglo XX la nacionalidad se convirtió en un tema controvertido entre los dos países. Su trayectoria histórica en las regiones descritas está llena de desafío y fiereza, y también escaramuzas que a la larga contribuyeron a dispersarlos desde tiempos coloniales. Su composición cultural se cristalizó en parte gracias a la influencia de la orden jesuita durante más de 200 años hasta que los jesuitas fueron expulsados en 1767. La religión católica y las prácticas sagradas yaquis se unieron en un sincretismo particular , formando una identidad y una cosmovisión únicas hasta tal punto que casi se hicieron indistinguibles. Los yaquis nunca fueron conquistados oficialmente por los españoles ni por otra “cultura de fuera”, todo debido a su aislamiento y falta de metales preciosos en su región. Sufrieron guerras y esclavitud entre 1820 y 1920, cuando 5,000 hombres y mujeres fueron vendidos en 1908 a los propietarios de las plantaciones de henequén en Yucatán y Veracruz, marcando un trágico éxodo forzoso que, sin embargo, dejó una huella indeleble en su capacidad de perdurar2 . Los yaquis siguen siendo reconocidos hoy como un pueblo indígena oficial con el que algunos chicanos se identifican debido a su estatus de pueblo guerrero mitificado, su actitud indomable y su espíritu de larga resistencia a la asimilación de una sola vía, ya sea en México o los Estados Unidos.

1 Según el informe del censo de 2010. 2 El 5 de mayo de 1897 los yaquis participaron en lo que se ha denominado “el juramento de sumisión”, al aceptar finalmente una rendición condicional al gobierno mexicano (véase la edición de Teresa Rojas Rabiela y Mario Humberto Ruz (1996, p. 135).

La literatura chicana ha experimentado varias etapas donde aborda su origen indígena, desde su llamado Renacimiento (1965-1975), y continúa de manera más esporádica hasta la época posmoderna (después de 1985). El tema central gira en torno al grado de nacionalismo cultural, que se expresa desde el indigenismo altamente romántico del primer período, con imágenes extraídas de los calendarios mexicanos del Año Nuevo hasta el segundo período que introduce una presencia indígena de una manera más objetiva. En cualquier caso, de manera abierta, sutil o sublime, el indigenismo ha infundido muchos textos, lo cual dificulta la identificación de un texto chicano moderno que esté completamente desprovisto de cualquier elemento indígena.

El Período del Renacimiento se propuso recuperar y reconectarse con motivos y símbolos indígenas mexicanos con el fin de establecer los cimientos de una nueva identidad frente a las fuerzas alienantes de la cultura angloamericana dominante. La propensión a un neo-indigenismo por parte de autores como Alurista en Floricanto en Aztlán (1971), Juan Felipe Herrera en Rebozos of Love / We Have Woven / Sudor de Pueblos / On Our Back (1974), Rodolfo “Corky” Gonzales en I Am Joaquín / Yo soy Joaquín (1967) y otros –principalmente hombres– proclamó una estética de Flor y Canto, al incurrir en dualidades nahuas como una forma de entender cultural y políticamente las contraposiciones3. Tales puntos de vista provocaron detractores como el poeta Ricardo Sánchez,

3 Alcanzó tales proporciones que algunas obras se construyeron “pareciendo” documentos de archivos indígenas, como Floricanto en Aztlán (1971) y As the Barrio Turns… Who the Yoke B On? (2000) de Alurista, y también Rebozos of Love / We Have Woven / Sudor de Pueblos / On Our Back (1974) de Luis Felipe Herrera. quien en 1971 se burlaba de ellos como “levantapirámides” debido a su preferencia por los símbolos y motivos del centro de México, principalmente nahuas, cuando muchos chicanos del Suroeste, según Sánchez, son parte yaqui, apache, tarahumara o rarámuri, tewa, etc. Dentro de todo esto, nos topamos con escritos “alucinatorios” como el de Carlos Castaneda en The Teachings of Don Juan: A Yaqui Way of Knowledge (1968), que para muchos fue uno de los primeros esfuerzos de enfocarse en una cosmovisión yaqui, para después sólo descubrir un hilado yaqui “de iniciación”. En la obra memorable de Gloria Anzaldúa, Borderlands / La Frontera: The New Mestiza (1987) durante los tiempos más posmodernos, los elementos indígenas experimentaron un resurgimiento y una aplicación significativos en términos más filosóficos (la noción de Nepantla) y feministas, incluyendo un profundo sentido de la complejidad para desafiar a los opuestos y, por lo tanto, afirmar la combinación de fronteras dialécticas (geográficas, culturales, corporales, genéricas, históricas)4. El trabajo de Méndez reafirma el primer puesto y complementa el segundo, evitando por completo la invención literaria (antropológica, sí) de Castaneda.

Méndez, en su novela Peregrinos de Aztlán (1974) y particularmente su cuento “Tata Casehua” (1967), representa un ejemplo concreto de indigenismo literario arraigado en el pueblo yaqui que habita la región de doble nación entre el noroeste de México y el sur de Arizona. Otros escritores, como Luis Valdez en Mummified Deer and Other Plays (2005), Luis Alberto Urrea en The

4 Ninguno de los campos refleja exactamente el acercamiento científico marxista de José Carlos Mariátegui en su ensayo “El problema del indio” (1979).

Hummingbird’s Daughter, Cherríe Moraga en The Hungry Woman: A Mexican Medea (2001), Alfredo Véa en La Maravilla (1993), Montserrat Fontes en Dreams of the Centaur (1996) y Luz Alma Villanueva en Bloodroot (1977), también han promovido un considerable fondo yaqui, pero tal vez no tan profundo y realista como el de Méndez. Escritor autodidacta con sólo un sexto grado de educación, una vez confesó cómo y cuándo se dedicó a escribir: “le robaba tiempo al tiempo al quedarme después de medianoche, confabulando historias que me brotaban como manantiales en el desierto, y la próxima mañana tomaba mucho café y me atragantaba con las revelaciones imaginarias”5 .

Méndez alude a los rudimentos culturales yaquis no sólo como piezas decorativas sino como protagonistas que enfrentan sus circunstancias actuales mientras evocan su pasado. Un sentido de legado, herencia e historia cultural impregna los dos textos mencionados por este escritor arizonense. De hecho, una vez afirmó su afinidad por la cultura yaqui al señalar que era descendiente de sangre y / o de dicha cultura, enfatizando que “en el alma” se sentía yaqui, habiéndose criado en su territorio en ambos lados de la frontera. Tal valor se hace evidente en su novela y cuento antes mencionados. Como trabajador de la construcción y de campos agrícolas, Méndez a menudo experimentó la marginación junto con sus compañeros de trabajo que provenían de entornos similares, intentando sobrevivir en una sociedad yori (o blanca, mestiza, angloamericana o mexicana). “Tata Casehua”, por ejemplo, se asemeja mucho a un cuento folklórico sobre

5 Entrevista personal con Miguel Méndez el 12 de marzo de 2001 en la Universidad de California, Santa Bárbara. Juan Manuel Casehua, quien encarna el pasado, volviendo a contarlo para reafirmar una identidad yaqui mientras revive las atrocidades de la intrusión y la opresión. Peregrinos de Aztlán, por otro lado, como un tour de force, es una novela totalizadora que ambiciosamente pretende visibilizar a un pueblo silenciado que permanece en (o cerca de) su patria original. El título mismo ejemplifica en parte los patrones de migración –otros lo llaman diáspora, incluso deportación– de muchos yaquis que han tenido que abandonar su tierra natal aunque, antes de la década de los treinta, se les permitía libremente cruzar a ambos lados de la frontera impuesta. No me atrevería a afirmar que Peregrinos de Aztlán es una novela yaqui per se, pero sí está repleta de elementos yaquis, incluyendo una sensación de pérdida y un paisaje desértico paradójico que puede tanto nutrir como destruir. Por supuesto, hay varios nombres yaquis que parecen recordarnos a los personajes silenciosos que recorren el desierto como “almas en pena” en busca de su lugar y destino.

“Huellas trashumantes”. Fotografía. Antonio Valle.

Abundan nombres como Loreto Maldonado, el coronel Rosario Cuamea, la pareja Dávalos de Cocuch, Elpidio, El Batepi, Belcebú, El general Cajetes, El Choro, El viejo Ramagacha, Moro-yoqui y Jesús de Belén (o Belem, una ciudad real de la región yaqui). Ofrecer una galería de personajes y personalidades de origen yaqui no se hace por casualidad, ya que se barajan y se mezclan con otros personajes chicanos, como el inigualable trabajador El Chuco y el veterano de Vietnam, Frankie Pérez.

Peregrinos de Aztlán se destaca como una novela de resistencia chicana mediante la metáfora para ilustrar los fundamentos de una sociedad moderna que se ha desviado. El viejo soldado de la Revolución Mexicana y narrador principal, Loreto Maldonado, como eje narrativo al igual que Ixca Cienfuegos en La región más transparente (1958) de Carlos Fuentes, opera como el protagonista que reúne múltiples líneas de historias, y cada una representa un personaje. A pesar de su centralidad, sobresalen otros dos personajes principales: la frontera y el desierto inherentemente vinculados a Aztlán, no tanto la patria azteca mítica, sino un espacio liminal indígena y un lugar de redención que también puede funcionar como un temporal santuario entre México y Estados Unidos. Las preocupaciones históricas del pasado yaqui, así como las condiciones actuales, forman parte del contexto y los antecedentes de gran parte de la trama. De hecho, los elementos yaquis aparecen constantemente, a veces se vuelven débiles y luego reaparecen para recordarnos que el ambiente es indiscutible en su físico, su aspereza y su historia.

El ex general Loreto Maldonado, ahora un lavador de automóviles que deambula por las calles de Tijuana, es un miembro olvidado de la nebulosa Revolución Mexicana ya que apenas sobrevive como mejor puede. Sus gloriosas ilusiones por un cambio social básico fueron usurpadas, convirtiendo sus esfuerzos idealistas en vanos e infructuosos. Al igual que Los de abajo (1916) de Mariano Azuela, obra que recuerda una lucha emancipadora, pero, en última instancia, de desilusión, la novela de Méndez también simpatiza con gente del estrato social inferior, personajes circunscritos por una clase media intransigente y una clase alta indiferente. Todo es dentro de lo que el narrador llama “una República de Mexicanos Encarnecidos”. La fuerte crítica hacia México no pasa desapercibida. A los que están en el lado estadounidense no les va mejor debido a la explotación desenfrenada de un “sueño americano” invertido que sólo se hace asequible a través de la asimilación completa y la cooptación cultural. Los esfuerzos heroicos de Maldonado en la revolución épica resultan no recompensados sino pasados por alto y finalmente ignorados. Es producto de un pasado fallido: resulta ser un general yaqui (algo que descubrimos en una fotografía en el momento de su muerte) que termina en las mismas o peores condiciones que cuando se involucró en la lucha social de l910-1920. En cierta medida, su vida se reduce a otorgar a otros algún tipo de reconocimiento y validación, precisamente para que no caigan en las grietas del olvido como le pasó a él. Al recordar y pensar en los demás, la galería de personajes, muchos de ellos yaquis, salen de las sombras y se convierten en voces potenciales de las preocupaciones actuales. Estas voces deambulan en el texto como fantasmas desconectados o sujetos subterráneos que parecen desarraigados o, al menos, desestabilizados. Claramente, se notan aspectos paralelos de la cultura y la

historia yaqui que se han mantenido en los márgenes de las dos sociedades mainstream.

La marginalidad de Maldonado, en particular, se vuelve sintomática de otros chicanos, parte yaqui o no. La novela parece al principio favorecer la representación de personajes pintorescos, como la prostituta atrapada, La Mal-querida, el veterano de Vietnam Frankie Pérez, y El Chuco –infatigable “bestia laboral” y magistral practicante del spanglish–, pero también incluye a los mexicanos de origen yaqui, como Loreto Maldonado y Jesús de Belem, éste figura de un Cristo humanizado. En total, dichos personajes han sufrido un destino similar a los yaquis de la región y se convierten en el frente y centro de aquellos que merecen un mejor destino, ya que serpentean a través de su propia invisibilidad. Aquí es cuando surge una etnogénesis en el texto, como lo señala Ariel Zataraín Tumbaga en Yaqui Indigeneity: Epistemology and Diaspora and the Construction of the Yoeme Identity (2018), a través de un sentido de lo que llama “arraigamiento” para así argumentar que los yaquis ya no forman parte de una situación de “borramiento” cultural, incluso cuando algunas alusiones son sutiles. En otras palabras, Méndez estratégicamente da a conocer y a la vez revela elementos indígenas, lo que a veces hace de manera inadvertida. Su enfoque se hace evidente a medida que la novela se convierte en una historia de reivindicación para más de un miembro de la sociedad, incluyendo a los yaquis que se destacan por ser parte natural del paisaje físico y humano. Algunos de los personajes dan la impresión de cargar su pasado como una cruz, sufriendo y renunciando, abnegados en y contra el silencio. El objetivo inicial de Méndez parece concentrarse favorablemente en los chicanos en su difícil situación con respecto a la articulación de la identidad y la privación cultural, pero lo que surge de manera subrepticia es también una inquietud similar por las circunstancias de abandono y negligencia sufridas por los yaquis. Los dos parecen estar inextricablemente vinculados a través de destinos similares y análogos. De nuevo, esto explica por qué algunos escritores chicanos como Méndez se identifican con las posicionalidades culturales e históricas de los yaquis. Es decir, muchas de sus preocupaciones son compartidas, equivalentes y también compatibles.

Un énfasis en los contornos de la naturaleza, particularmente el desierto, cobra impulso en la novela para socavar cualquier tipo de representación o de estereotipos exóticos. Los personajes son extensiones de un desierto implacable donde el ambiente natural los controla, les afecta directamente sus estados de ánimo y limita su movimiento, desviando así sus fuerzas internas o provocando reacciones de defensa. Impotentes, casi como títeres sin libre albedrío, la mayoría de los personajes sufre la inmutabilidad de un espacio donde los ríos se expanden, el cielo escupe y la arena se acumula como “un mar sanguinolento del dolor” (56) al mismo tiempo que una serie de voces anónimas hace sentir su presencia en forma de coro irrefrenable. ¿Podrían ser ellos yaquis quienes se manifiestan dentro de un texto chicano? En cierto momento Loreto Maldonado, “narrador de su aguerrido pasado” (l73), percibe los murmullos y ecos de espectros que habitan en sus sueños al mismo tiempo que reconoce que “lo despertaron voces que no entendía” (111). Ellos podrían bien ser el tipo de espíritus en los que los yaquis creen mientras coexisten en un reino sobrenatural como parte natural de su entorno social. A Pánfilo

Pérez, al igual que Ícaro, le crecen alas y predeciblemente se estrella. El coronel Chayo Cuamea desflora un esqueleto de la muerte que simbólicamente muere por segunda vez. El poeta Lorenzo Linares, llamado “El Cometa”, advierte a otros acerca del desierto lleno de potencialidad y belleza natural, pero que a la vez puede ser tumba para los más desafortunados. Rápidamente, aparecen otros personajes antropomorfos; por ejemplo, el hambre, la sed y la muerte que se enfrentan a los humanos en un contexto de competencia brutal. Éstas no son versiones occidentalizadas de entidades físicas, sino más bien seres que pueblan un mundo intersticio compuesto de dualidades. Al mismo tiempo, hay una figura de la religiosidad, en este caso Jesús de Belén o Belem (una figura clave entre los yaquis que no casualmente proviene de la ciudad real de Belem en la región yaqui) que a veces sugiere la obvia figura central del cristianismo, pero este Jesús no es idealizado ni es un mártir y tampoco es la figura de Cristo ensangrentada de muchos rituales yaquis. En cambio, aquí es un hombre común de carne y hueso con buenas intenciones e instintos, a veces contradictorios. Nadie figura fetichizado ni superior a los demás porque, en un sentido real, todos han tenido que luchar por su propia humanidad, su línea de trabajo o su singularidad y talento.

Un sombrío estado de ánimo trágico prevalece entre estos “peregrinos” que vagan sin rumbo, a veces “arrastrándose” para superar su difícil situación y condición infrahumana. Se entiende que los personajes están “desarraigados” como víctimas de la mala suerte o circunstancias existenciales. Su movimiento horizontal o migración se describe así: “Del sur iban, a la inversa de sus antepasados, en una peregrinación sin sacerdotes y profetas, arrastrando una historia sin origen para que llegue una cuenta, por lo vulgar y repetido de su tragedia” (66). No por casualidad Loreto muere “de pura hambre crónica”, mientras que un efecto de acumulación de personajes brutalizados y degradados llega a un punto de ebullición sin retorno. Según el antropólogo Edward H. Spicer (1984, pp. 67-78), el mundo yaqui se compone de cinco mundos separados: desierto, un lugar místico, un mundo de flores, un lugar de ensueño y una zona de noche. Todos, excepto el mundo de las flores, se destacan en Peregrinos de Aztlán, incluyendo la secularización de motivos religiosos. Además, debe tenerse en cuenta que Méndez no se deja llevar por ninguna representación exótica porque en su novela no aparece ningún danzante de venados icónico, lo que la mayoría tiende a identificar como auténticamente yaqui. En otras palabras, el novelista chicano no llena sus páginas con representaciones folclóricas para hacer que la historia sea más aceptable. Lo que importa es la autenticidad por parte de los personajes, incluso si juntos representan un grupo subyugado y marginado en ambos lados de la frontera entre EE.UU. y México. El efecto en forma de espejo de tal sufrimiento no se pierde entre los personajes, buscando y esperando un futuro más fructífero, abarcando así a ambas comunidades entre chicanos y yaquis.

A Miguel Méndez no le interesa tanto rociarse de elementos yaquis sólo para entretener o recrear antropológicamente lo que se podría identificar como inherentemente yaqui. Lo que hace es plantear un sentido de catarsis y regeneración dentro del contexto de la indigeneidad situada en Aztlán, en este caso enfatizando la región fronteriza. Un narrador anónimo, que al final de

la novela casi asume la narración, funciona como voz antigua que aparece repetidamente al mezclar el pasado y el presente, implorando y convocando a las figuras simbólicas de “caballeros tigres” y “caballeros águilas”, curiosamente figuras de símbolos aztecas, que trascienden un indigenismo regional. Así, regresa de un pasado mítico e histórico para rescatar a las almas perdidas que vagan en los tiempos contemporáneos. Este mismo narrador aboga a favor de que los chicanos y otros encuentren la autodeterminación histórica con qué reconciliar las contradicciones de su existencia porque la alternativa sería la aniquilación total.

Sin título. Grabado. José Manuel García.

Bibliografía

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