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Cómo es mi cuarto en el hospital y cómo lo habito?

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El doctor Coronado

El doctor Coronado

Tiene alrededor de 20 metros cuadrados, con dos camas; en un extremo hay un lavabo y dos taburetes, mi cama está cerca de la puerta, por la que circulan permanentemente médicos y enfermeras. La mitad de la pared que da al pasillo es de cristal, tengo la sensación de estar en un aparador, la privacidad aquí no existe, por el pasillo circula el personal todo el tiempo y a toda prisa, dando la sensación de que son muchos. Los observo como si estuviera a las 12 del día dentro de un aparador en la calle de Madero de la Ciudad de México; y lo interesante es que los que pasan me observan a mí. Descubro después que en realidad miran mis monitores, comienzo a entender que estoy en un área de cuidados intensivos, que todos los pacientes están intubados, que dependen de máquinas que los hacen respirar y que cualquier descuido, en pocos minutos, significa la muerte. Yo soy un privilegiado entre ellos porque estoy consciente. Vivo en una cama de hospital que mide un metro de ancho por uno ochenta y cinco de largo, en mi brazo izquierdo tengo una aguja conectada a la vena, de ella

sube una manguerita que después se bifurca en seis más, por donde inyectan medicamentos, en especial antibióticos; en la parte superior de la torre cuelgan los sueros y en la parte media hay una caja por donde pasa la manguera principal; esta caja registra la velocidad del goteo del suero y emite diferentes sonidos y alarmas para alertar cuando ha dejado de pasar la solución; la torre está conectada a la energía eléctrica. Este tinglado, que se asemeja a una serie navideña, depende de una aguja conectada a una vena de mi brazo izquierdo, el cual no debo mover, si lo hago, como ya me sucedió dos veces, el suero se comienza a infiltrar debajo de mi piel, arde y duele y se forma un hematoma en mi brazo. A esto hay que agregar que tengo las venas muy delgadas y les cuesta mucho trabajo a las enfermeras encontrar la vena adecuada para ponerme la

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... tengo la sensación de estar en un aparador, la privacidad aquí no existe.

venoclisis, además ya tengo los brazos llenos de hematomas. Por fortuna estoy en el hospital de un instituto que cuenta con la división especializada de tareas específicas; por ejemplo, hay un grupo de enfermeras que cada dos horas pasa a revisar el brazo donde tengo la canalización a la vena, cuando deben cambiarla llaman a las responsables de esta tarea, quienes acuden con un ultrasonido para escoger la vena más adecuada —debido a que mis venas son muy delgadas— y en un primer intento lo logran. Del lado derecho de mi cama hay dos aparatos. El primero es el más importante, contiene el oxígeno caliente que inyectan a mis pulmones y al que estoy ligado a través de las puntas nasales de manera permanente. El segundo aparato es un monitor de televisión que registra mi oxigenación a través de un cable que termina en un oxímetro, que tengo fijo en el dedo índice de la mano derecha; de este monitor salen además seis cables que tengo conectados a mi pecho con chupones de hule y miden y grafican los latidos de mi corazón y la temperatura; también aparece mi presión arterial cuando me la toman, cosa que sucede cada dos horas. El monitor tiene un sistema de sonidos y alarmas que siempre funciona. Por las noches, cuando duermo, debo hacerlo sobre mi estómago, así están todos los enfermos, pronados, es decir, boca abajo; es la posición en que permites a tus pulmones realizar un mejor desempeño. Aprendí que hay cosas pequeñas, casi insignificantes, que se convierten en importantes, por ejemplo, darte una vuelta en la cama. Por las noches debo darme una vuelta para dormir pronado, esa vuelta es una actividad que no puedo hacer solo, requiero de la dirección y ayuda de una enfermera, quien primero procede a

desconectar los seis cables que tengo en el pecho, después pasa el monitor al otro lado de la cama y coloca la torre con los sueros en el lugar donde estaba el monitor, luego me doy la vuelta sin apoyarme en el brazo donde tengo la venoclisis, enseguida me conecta los seis cables en la espalda, arreglo como puedo mi bata para que me cubra y le pido humildemente que me tape con una sábana. Y compruebo que mi oxigenación aumenta un poco cuando estoy pronado, ya que la única distracción que tengo es mirar mi monitor. Mi compañero de cuarto se llama Francisco, es un joven de 29 años que pesa unos 150 kilos y está intubado; lo trajeron a las dos de la mañana, ya imaginarán el movimiento que implicó su llegada; lo trasladaron dos camilleros, un médico y cuatro enfermeras; está en estado de coma inducido, conectado de manera permanente a un respirador artificial; moverlo, trasladarlo y voltearlo requiere no sólo fuerza sino técnica e implica una gran responsabilidad. El personal del INER es muy profesional, para moverlo utilizan una especie de sábanas largas dobladas. Pasarlo a su cama y conectarle los monitores, canalizaciones al riñón, al estómago y a la torre de sueros y medicamentos les tomó más de dos horas. Con la llegada de Francisco el cuarto se ha vuelto el más visitado, cada cinco minutos entran las enfermeras a revisar sus monitores o a atenderlo; por ejemplo, ahora mismo, mientras escribo, una enfermera le dice: “Señor Francisco, lo voy a molestar un poco, pero es necesario que le saque las flemas de la boca, va a sentir un poco de frío por el aparato que le voy a poner en la boca”, y procede con todo cuidado. La amabilidad, el respeto y la cortesía con el que le hablan a una persona que no las

puede escuchar y menos responderles, me impresionó; no se trata de casos aislados, así se comporta el personal todo el tiempo. La mayoría de las enfermeras, los médicos y el personal de intendencia tiene entre veinte y cuarenta años, muestran una entrega absoluta a su trabajo y ofrecen un trato humanitario ejemplar que te da esperanza en el futuro de la humanidad. Ahora entiendo cómo salvan a enfermos tan graves como Francisco: no son sólo los avances de la ciencia médica, los medicamentos y los aparatos de que disponen, es la atención humana y personalizada que brindan los profesionales de la salud de manera desinteresada a seres humanos que no conocen pero que necesitan y dependen de ellos para seguir con vida. Yo soy un testigo privilegiado de tiempo completo, pues observo todo a sólo dos metros de la cama de Francisco, con quien logré establecer una comunicación por medio de los monitores; por ejemplo, mi presión arterial es mejor que la suya, pero la oxigenación de Francisco es muy buena: marca 92, la mía no llega a esos niveles, no obstante tengo la esperanza de mejorar cuando mis pulmones comiencen a recuperarse de la embestida del COVID. Espero reportar, en los próximos días, mejores resultados de esta insólita competencia entre los dos monitores.

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