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Las visitas de la madrugada
Hoy es domingo y hay dos turnos de enfermeras, el primero inicia a las siete de la mañana y termina a las siete de la noche y el segundo inicia a las nueve de la mañana y termina a las nueve de la noche. Hoy todo es un poco más tarde, no para mí, pues yo inicié a las cuatro de la mañana con la toma de un electrocardiograma. Como todos los días, la enfermera me desconecta los seis cables que tengo en la espalda, luego cambia el lugar de la torre de sueros, cambia también el basurero de lugar —recipiente muy necesario en un hospital—, desenreda los cables, el del oxígeno casi me ahorca, pero los que más me preocupan son los cables que penden de la aguja de mi brazo, no quiero volverme a infiltrar. Cuando estoy listo, bajo la dirección de la enfermera, me doy la vuelta y ya pueden conectarme los electrodos en el pecho para monitorear mi corazón, en los tobillos me colocan unas tenazas unidas a unos cables largos, similares a los cables con los que se pasa corriente de la batería de un coche a la batería de otro, me colocan otras tenazas en las muñecas y encienden la computadora que imprime los resultados. Esta enfermedad genera coágulos que los envía a los pulmones y al corazón, por esa razón todas
las mañanas me toman un electrocardiograma, además de inyectarme cada seis horas anticoagulante en el abdomen. Cuando termino esta actividad, la enfermera reconecta mis cables permanentes que registran mis signos vitales en mi monitor, permanecer acostado de lado me permite descansar. Cuando casi comenzaba a dormirme, escucho una voz que me dice: “Buenos días, señor Cuauhtémoc, le vamos a tomar una muestra de sangre para el laboratorio. ¿Me permite su brazo? Respire hondo”. En pocos segundos introduce la aguja de la jeringa, toma cuatro muestras, pone un algodón con alcohol en la parte de mi brazo de donde retira la aguja. Ya ni siquiera percibo el dolor de la punción, quizá se debe a que mi cuerpo ya se acostumbró a la toma de muestras de laboratorio o tal vez este joven es experto en su trabajo. Hace dos semanas acudí a un laboratorio privado para realizarme análisis de sangre, me cobraron cuatro mil cuatrocientos pesos, pienso ahora: ¿cuánto habría gastado en análisis?, pues me hacen varios todos los días desde que ingresé al hospital. Ahora entiendo la expresión dormir a “duermevelas”: es cerrar los ojos con luz —antes era de las velas, ahora proviene de la electricidad— y, cuando comienzas a dormirte, una voz te llama por tu nombre, manteniéndote medio despierto, no es que todos te conozcan, es que arriba de tu cama está tu nombre, tu edad y la fecha en que ingresaste. Quienes te requieren son los técnicos de radiología, todas las mañanas te visitan para tomar una placa de los pulmones, los médicos necesitan conocer la evolución del COVID en el campo de batalla del cuerpo; y particularmente en los pulmones, que —apoyados por las puntas de oxígeno de alto flujo, los antibióticos y
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demás medicamentos— muestran su capacidad de resiliencia, y ello puede definir el resultado final. Los técnicos traen un carrito como de golf, unido a un poderoso y largo brazo que colocan frente a tu pecho. Antes te colocan una placa de acero en la espalda y desde la computadora del carrito disparan los rayos X y obtienen las placas. Yo siempre les pregunto que cómo ven el avance de la enfermedad, y ellos me contestan en términos técnicos después de ver las placas. Interpreto su respuesta como que le vamos ganando al COVID. Se despiden porque los están esperando más de 20 enfermos. Cuando me quedo solo entra el enfermero, se llama Alejandro, y me dice que me va a tomar la presión. Me coloca el brazalete y conecta la punta al monitor, el registro fue 160/90, es una presión alta para mis estándares, yo siempre había registrado 110/70. Alejandro me dice: “Ahorita se la vuelvo a tomar, está usted muy agitado”. Quince minutos después, el monitor registra 140/80, el enfermero me dice que ya tengo una presión normal para un enfermo del hospital. Esta enfermedad alteró el equilibrio de mi cuerpo, recuerdo que cuando ingresé al hospital tenía el azúcar muy elevada y me tuvieron que poner insulina, nunca antes había tenido problemas con la glucosa. La siguiente visita es del Departamento de Medicamentos. Dos jóvenes médicos me saludan con mucha amabilidad, como todo el personal que aquí trabaja, me informan que me van a cambiar el antibiótico, que lo van a pasar por el suero lentamente en las próximas dos horas, que saben que tengo las venas delicadas y que no quieren que me arda. Después me inyectan anticoagulante en el abdomen y luego otra sustancia. Revisan la
canalización a la vena y me dicen con satisfacción que está muy bien, se despiden y me anuncian que volverán cinco horas después. Quien llega ahora me dice con franqueza: “Le voy a tomar una muestra de sangre, pero le va a doler”. Me preparo anímicamente, extiendo mi brazo y me lo cumple: me clavan una aguja no buscando una vena sino como si quisieran atravesar la muñeca, se trata de llegar a una arteria, porque deben analizar los gases de la sangre. Me siento un poco avergonzado por sentir tanto dolor por una modesta aguja, pienso en las batallas en las que a los soldados les tenían que amputar un brazo o una pierna sin anestesia. Recuerdo el magnífico libro de Carlos Tello sobre la biografía de Porfirio Díaz,1 cuando narra que a un oficial herido se le gangrenaba la pierna y que era necesario cortársela de urgencia; buscan a un médico en los pueblos de la mixteca y al que traen y obligan a realizar la intervención se desmaya a la mitad del corte y es entonces el propio Porfirio Díaz quien termina de operar al oficial. Mi siguiente visita fue una joven y amable doctora que vino para mi sesión de inhaloterapia, que implica sólo respirar con una mascarilla un gas que desinflama los pulmones. Ahora ya estoy listo para el cambio de turno de las enfermeras, lo que significa prácticamente iniciar un nuevo día, bañarme y desayunar.
1 Carlos Tello Díaz, Porfirio Díaz. Su vida y su tiempo. La guerra 18301867, México, Debate, 2015.