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Prejuicios escatológicos
Cuando llegué al hospital no comía ni bebía agua con regularidad, en consecuencia, no orinaba ni tenía la necesidad de eliminar las excretas. La fiebre me hacía sudar y estar deshidratado. Pronto el medicamento dio resultado y eliminó la fiebre y el rechazo a la comida. Por la mañana, en una cajita llevaron mi desayuno, la abrí y comencé a comer y de forma simultánea me llegó una pregunta: ¿qué voy a hacer cuando mis intestinos me digan que es hora de ir al baño? La respuesta es muy obvia, pero estando en la cama de un hospital, esa idea limitó mi apetito y dejé parte del desayuno. Con el desayuno y en cada comida me dan una botella de agua de un litro que trato de beberla completa. Si a esta agua agrego la del suero que entra por la vena, puedo considerar que me encuentro bien hidratado, pero en consecuencia tengo que orinar a cada rato. En mi primera mañana, cuando pedí por primera vez un pato (recipiente para orinar) a la enfermera, pagué por mi inexperiencia en su uso y por la falta de costumbre de orinar viviendo dentro de un aparador, frente al público. Intenté torpemente colocar el pato en mis piernas al tiempo que me cubría con la sábana, pero no atendí una regla de oro que se debe seguir en una cama de hospital: primero po-
ner la cama horizontal, y como no lo estaba —tenía una pendiente en contra respecto de la posición del pato—, una parte del líquido del pato se esparció en la cama, lo que me provocó una mezcla de enojo y vergüenza. Traté de disimular secando con unas servilletas, pero de manera muy ineficiente; permanecí empapado por casi una hora, hasta que la enfermera me anunció que me tocaba el baño, entonces le confesé el percance, y ella con voz tranquila me dijo que después del baño siempre cambiaban las sábanas. Luego de mi primera experiencia con el pato, no quería imaginar el momento en que requiriera el cómodo (instrumento para eliminar excretas). Pensé en los primeros Homo sapiens, en su etapa de cazadores recolectores: seguramente no tenían tantos prejuicios para realizar una necesidad compartida por todos los seres vivos y lo único que los inhibía era la presencia de una fiera cercana. En realidad, el problema era simple, sólo debía investigar dónde estaba el baño más cercano y en la madrugada caminar a ese lugar. Cuando le pregunté al enfermero dónde estaba el baño, me respondió con extrañeza: “Está fuera de esta área, ninguno de los enfermos tiene acceso a ese lugar, usted no se puede levantar”. Esta respuesta contundente me situó en mi realidad, estaba conectado a dos
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máquinas y una torre, no tenía zapatos y lo más grave: tenía COVID. Era imposible que circulara libremente, me sentí avergonzado por la pregunta, el enfermero concluyó: “¿Desea que le pase el cómodo?” “No, gracias, tal vez más tarde”, respondí. Por mi memoria pasaron imágenes de situaciones que pudieran tener alguna similitud. Recordé que hace muchos años, cuando en la Selva Lacandona de Chiapas, al lado del río Usumacinta, tuve que esperar que un lanchón en el que viajaba rumbo a Marqués de Comillas pudiera remontar una parte estrecha del río llamada El Tornillo, que por su fuerte corriente nos impedía navegar río arriba. El piloto del lanchón dijo a sus dos únicos pasajeros: “Debo descargar la mitad del peso para poder pasar”, eso me incluyó junto con algunas cajas que transportaba, y me dejó en el margen de la selva de Guatemala, en medio de la nada. Atendiendo a una llamada de mis intestinos, caminé un poco dentro de la selva y, cuando estaba en cuclillas, vi frente a mí un nido de tarántulas, lo impresionante es que eran de diferentes colores, al centro había una amarilla, tan grande y bonita que parecía un pollo, por supuesto que su presencia inhibió la necesidad de mis intestinos y, aunque sé que la mayoría son inofensivas, preferí retirarme cuidadosamente. Mi situación actual era más pedestre, se trataba de una necesidad fisiológica imposible de evitar y menos posponer, el problema eran mis prejuicios. No era sólo utilizar el cómodo, expuesto en un aparador, se trataba también del personal que de manera permanente entraba al cuarto para atender a Francisco. Mi siguiente meta fue aprender a usar el cómodo y despojarme de esos falsos prejuicios. A la mañana siguiente, en lugar del enfermero,
a quien ya conocía, llegó una señorita, haciéndome más difícil el momento. Me dijo de manera amable: “Yo voy a ser su enfermera, ¿desea que le pase su desayuno?” No le respondí, empoderado por la urgencia de mis intestinos, le dije: “Lo que necesito es el cómodo, pero le pido me diga cómo usarlo porque es la primera vez que lo utilizo”. Lo trajo y me indicó: “Primero hay que poner la cama horizontal, después debe doblar las piernas y, apoyándose en ellas, elevar los glúteos”. En ese momento ella colocó el cómodo, lo frío del instrumento me confirmó que ya estaba en posición. “Yo le aviso cuando esté listo”, salió discretamente, pero antes de que empezara a pujar se abrió la puerta y entraron dos enfermeras para atender a Francisco, después un médico, todos me saludaban y yo casi no quería contestarles por mi situación comprometida con mi privacidad. Mis intestinos, con menos prejuicios, respondieron muy bien, llamé a la enfermera y le pedí que retirara el cómodo. La última parte, tal vez la más difícil, fue limpiarme sosteniendo mis glúteos en el aire, cubierto con una sábana y utilizando la mano izquierda frente a un público involuntario, la utilización de unas toallitas húmedas facilitó la operación.