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Un nuevo cuarto

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Al reposet

Al reposet

Esta tarde la enfermera Mónica me dijo: “Señor Cuauhtémoc, lo vamos a cambiar de cuarto. Esta área es sólo para los enfermos graves, los que están intubados o próximos a intubarse y usted ya usa puntas de oxígeno normales y en los próximos días será dado de alta del hospital, así es que lo vamos a cambiar a la otra ala del edificio”. Pronto llegó el camillero y me ayudó a sentarme en una silla de ruedas y me trasladó al otro extremo de ese mismo piso. Mi cuarto era similar al anterior, sin embargo, yo lo sentí muy diferente: no tenía compañero ni ruido ni gente: sentía que me había mudado del Centro Histórico de la Ciudad de México a un pueblo fantasma. La enorme diferencia era la presencia del silencio, que es algo intangible, que había olvidado y que aprecio mucho. Cuando comenzaba a disfrutar del silencio, se abrió la puerta y entró una señora: “Buenas tardes, soy de intendencia y vengo a recoger la basura”. “No hay basura —le respondí—, acabo de llegar a este cuarto”. Miró mis datos pegados arriba de la cama y dijo: “Por lo que veo, usted llegó hace apenas diez días y ya pronto se va, es un afortunado, en este hospital los enfermos tardan dos o tres meses por lo menos, son muy pocos los que se van tan pronto. Hoy por la mañana se fueron dos por la puerta de

atrás de este corredor, pero al camposanto, afuera ya los esperaban dos carrozas fúnebres, pero usted se va a ir por la puerta de adelante y en muy poco tiempo. Es un caso raro el suyo, seguramente se va muy pronto porque tiene una misión que cumplir y que está pendiente en su vida”. Diciendo esto como si fuera una sentencia se retiró y me dejó realmente pensativo.

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