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Al reposet

Por la mañana, después del desayuno, la enfermera me anunció que me pasaría a un sillón. La idea de sentarme me provocó una gran emoción. Cuando llegó el momento, habría que hacer algo que en diez días no hacía: pisar el suelo, pararme, abandonar mi segundo útero materno, mi cama, para desplazarme a un sillón. Con la ayuda y bajo la dirección de la enfermera pisé el suelo, estaba tan débil que pensé que no tendría las fuerzas suficientes para mantenerme en pie, no era mayor la proeza que tendría que enfrentar, pues habían colocado el sillón junto a mi cama. Me di cuenta de cómo en poco tiempo se había deteriorado mi cuerpo incapacitándome para caminar. Sentarme era una nueva experiencia tan placentera que pensé en no volver a la cama, o negociar el mayor

tiempo posible en esta nueva posición que consideraba un avance importante, que me permitía hablar con el personal del hospital no desde una posición horizontal sino vertical: ahora les podía hablar sentado. Me imaginé el orgullo que debieron sentir los primeros sapiens que se bajaron de los árboles y pudieron caminar en forma bípeda. Pronto la realidad te aleja de tus fantasías. Ese punto fue cuando la enfermera me preguntó si quería un espejo para que yo pudiera verme. Me pareció ideal la propuesta, sin embargo, pronto fue acotada en sus expectativas cuando ella agregó: “Pero no vaya a llorar”. Qué tan mal estaré, pensé, ahora entiendo por qué en los hospitales no hay espejos.

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